Joxemari Olarra Agiriano
Militante de la izquierda abertzale

El tiempo no es el olvido

Depende de nosotros que esta joven generación conozca un relato cercano a la verdad que sufrieron quienes les precedieron, dictado libremente y sujeto a toda crítica

Dicen que el tiempo es el olvido, salvo de aquellos acontecimientos que marcan a sangre y fuego y que quedan en la memoria colectiva como un referente permanente. Estos referentes subrayan los capítulos más impetuosos de la historia de los pueblos. Capítulos crudos y amargos que, obvio es señalarlo, en Euskal Herria andamos sobrados. A fuerza de vivirlos, varias generaciones de nuestra sociedad se han forjado en el dolor que producen las batallas que, como en otros pueblos del planeta, se libran en la búsqueda de su libertad individual y colectiva.

Olvidar es perder. Es descender a los infiernos de la intrascendencia para relativizar toda crónica anterior a la de nuestra existencia. Recordar, por el contrario, es un ejercicio de reconocimiento, de humildad. Aceptar que nuestros caminos siguen desbrozados porque generaciones anteriores, hombres y mujeres con destinos diversos, se batieron contra gigantes para que la vida fuera de otra manera. Más justa y menos inmoral. Generaciones que apasionadamente abordaron su presente para construir ese futuro en el que aterrizamos nosotros.

Hoy nada parece ayer, pero ese ayer vuelve a aparecer ante nosotros de manera cruel cuando caemos en la cuenta que este mismo año, se cumplen cincuenta del triste cortejo que encabezara poco antes Txabi Etxebarrieta. Un cortejo de compañeras y compañeros que nos dejaron en el fragor del combate.

Cayó Jon Ugutz, el primer Txapela, hermano mayor de quien fuera asesinado en Donibane Lohizune por los GAL. También fueron baleados y abatidos Xenki y Murgi en Lekeitio. Medio siglo después, una institución supramunicipal ha reconocido que la versión oficial era pura y llanamente una mentira. Que en realidad fueron ejecutados. Una ejecución más, de las llamadas extrajudiciales. Fueron balas que segaron sus vidas jóvenes y que hicieron añicos las fiestas populares que por entonces se celebraban. En Dantxarinea, camino de Ipar Euskal Herria, una patrulla de la Guardia Civil rompió la vida de Iharra, un joven estudiante lleno de ideas y proyectos. Y huido, escondido en el exilio falleció también hace 50 años, un joven de Ondarroa, Ángel Ibarloza.

Cincuenta años que Euskal Herria lleva este dolor recogido, un dolor que fue en trágico aumento al pasar el tiempo y comprobar que la libertad devoraba a todo un rosario de voluntarios y voluntarias que ofrecían lo mejor de sus años. Tres años después de estas pérdidas, el propio régimen alentó sus crímenes desde la madrileña Plaza de Oriente con la ejecución sumarísima de Txiki Paredes y Ángel Otaegi, junto a tres militantes del FRAP. La continuidad de la venganza, la fuerza del opresor.

Cincuenta años, medio siglo durante el que todavía se nos prohíbe honrar la memoria de quienes a impulsos de sus convicciones ofrecieron sus vidas. Medio siglo durante el que se nos ha exigido el olvido de lo que fueron, parte de nosotros mismos, luchadores de una libertad que creían poder alcanzar mediante el compromiso con su tierra. Tiempo durante el que no ha decrecido el espíritu de lucha. Un ímpetu nacido a raíz de una perversidad, de un constante ejercer el ensalzamiento de la colonización pseudodemocrática de Euskal Herria. Mucho tiempo durante el que se ha ocultado sistemáticamente, con la complicidad de los medios de comunicación, la represión, la tortura y la violencia del estado.

Se nos prohíbe intentar dar nuestra versión de los hechos, de mostrar nuestras cicatrices, nuestro relato, nuestra historia, el dolor de nuestras gentes, los años de cárcel, el peregrinaje de los familiares por las prisiones del Estado, del exilio y la deportación. Tienen miedo, como el ladrón a que le roben. Miedo a que su versión de la historia se les caiga, desde la primera página y por ello redoblan sus esfuerzos en ocultar y manipular una realidad que se implantó en tierra vasca para que, entre otras cuestiones importantes, nuestros jóvenes, esta generación actual pujante, reivindicativa, respondona, revolucionaria y con voluntad de perseguir sus ideales, no conozcan las raíces de una lucha que viene desde tan lejos como la ignominia permanente ejercida contra la libertad vasca.

Ni que decir tiene la amplia cooperación necesaria que mantienen los medios de comunicación en este guion marcado por los poderes de Madrid. Si durante años esta cooperación nacía de las mismas entrañas del franquismo, que tampoco podía soportar la realidad de este país, hoy día sigue sosteniéndose esta insufrible existencia desde las mismas tripas en las que se les indigesta la presente realidad.

Este pueblo, al menos un amplio sector representativo de él, tiene derecho y hasta obligación a contar el devenir de su existencia, de su realidad para servir de paradigma comparable de la verdad. Nuestra sociedad debe conocer el relato prohibido y así se percatará, al menos, los porqués de esa prohibición que pretende ocultar las motivaciones y las convicciones que generación tras generación ha provocado el sacrificio de nuestra juventud.

Todos los pueblos y colectividades humanas tienen el derecho fundamental a borrar del mapa la imposición del «relato único», a aceptar el reconocimiento de todas las víctimas y el derecho a la reparación de las mismas. En suma, los jóvenes del presente serán los veteranos del futuro. Depende de nosotros que esta joven generación conozca un relato cercano a la verdad que sufrieron quienes les precedieron, dictado libremente y sujeto a toda crítica por quienes dieron sus vidas para escribirlo.

Esperemos que, como históricamente ha ocurrido, el ímpetu, las ideas, los nuevos y viejos conceptos ideológicos y el revoltijo de iniciativas, de debates, de visiones y de fuerza revolucionaria confluyan y configuren una fuerte tendencia que empuje a nuestra sociedad en su camino hacia el cumplimiento de su voluntad.

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