Aster Navas
Director de Burdinibarra BHI

Enseñar los calcetines

Cuando nos sentemos a «explicar» lo que hemos estado haciendo durante estos meses, a rellenar las memorias de este año que termina, sólo mencionaremos en esos aburridos informes los contenidos académicos que hemos desarrollado. Sin embargo en Burdinibarra hemos «enseñado» muchísimo más de lo que imaginamos.

Lo «enseñan» todo, hijo; qué poca vergüenza... –solía decir mi ama tapándome, escandalizada, los ojos al pasar junto a la carpa del Teatro Lido (un «tórrido» espectáculo de revista) en las fiestas del Carmen–.

Bien mirado «enseñar» es un verbo arriesgado. Tiene además amistades turbias y peligrosas como «destapar», «descubrir», «desnudar»...

Los docentes solemos olvidar que en la vida cotidiana aprendemos muchísimo de quien no nos pretende «enseñar» absolutamente nada y de situaciones que en principio no tienen la más mínima finalidad didáctica. Creemos que «enseñamos» Lengua, Matemáticas, Ciencias Naturales o Geografía, y no nos damos cuenta, como dice el pedagogo Jurjo Torres, del currículum oculto que desarrollamos involuntariamente: la forma de sujetar el libro de texto, nuestros vaqueros sin desgarrones, el viejo Ford Fiesta que llevamos aparcando diez años junto al instituto, ese anillo de plata justo en el dedo meñique, el pin del Bilbao Basket en todas nuestras chamarras, esa sudadera del Primark...

Quizá –se me ocurre ahora– durante muchos años, uniformes y batas blancas sirvieron para silenciar, para ocultar esa intimidad que ahora se nos escapa a cada momento sin darnos cuenta.

El territorio personal es siempre más fascinante que el académico; las patillas largas del profe de Educación Física mucho más que los estiramientos con los que comienza rigurosamente cada clase; el reloj de bolsillo del compañero que les enseña Química mucho más que las tablas periódicas; la mascarilla de diseño de la de Cultura Clásica, bastante más que la cuarta declinación. La bicicleta embarrada del profe de Bio, el móvil de última generación de la de Inglés, el pañuelo palestino de la secretaria tienen más misterio, provocan mayor inquietud de aprendizaje que cualquier libro de texto. Frank McCourt nos da en su novela "El profesor" ejemplos elocuentes del gran poder educativo de esos retales de nuestra vida personal que llegan al aula: el escritor irlandés decide «exponerse» (otro verbo peligroso) para enseñar, dejarse ver para poder sobrevivir; «mostrarse», nos viene a decir a los del gremio, viene con el kit.

No sabemos qué lectura hacen los alumnos, pero es indiscutible –si no son intencionados o mero postureo– el enorme valor pedagógico de este tipo de mensajes: primero, porque aportan una visión plural de la realidad; segundo, porque humanizan el proceso de aprendizaje muy tocado en este momento por la digitalización pandémica y el distanciamiento.

Jackson en "La vida en las aulas" explica perfectamente esata evidencia: hay una transmisión implícita de conocimiento en la que no reparamos que tiene mayor efecto que la explícita y mucha más repercusión en la formación de la personalidad del individuo que cualquier teorema o análisis sintáctico.

Incluso el espacio en que educamos, el momento en que lo hacemos. El reloj parado de la biblioteca, el mobiliario de los despachos del equipo directivo, las obsoletas tarimas de algunas clases, la precaria iluminación de algunos pasillos. Hay, al respecto, un estupendo estudio de María Acaso y Silvia Nuere que tenéis colgado en la Red.

No sé si me estoy «explicando». Por cierto que «explicar» también se las trae: «no le debo ninguna explicación», «te lo puedo explicar todo». «Dejadle que se explique», suele pedir el que aún mantiene un mínimo de sensatez, antes de que la muchedumbre lleve a algún desgraciado, a algún inocente a la horca, a la hoguera. Las explicaciones se deben, son deudas inaplazables.

Sí, en nuestro trabajo conjugamos verbos difíciles y enormemente connotativos de cómo se espera que enseñemos y –ahí quería llegar– en un contexto a menudo más significativo que nuestro discurso.

Ahora, ya con el centro vacío, y aún con tiza en las manos, cuando nos sentemos a «explicar» lo que hemos estado haciendo durante estos meses, a rellenar las memorias de este año que termina, sólo mencionaremos en esos aburridos informes los contenidos académicos que hemos desarrollado. Sin embargo en Burdinibarra hemos «enseñado» muchísimo más de lo que imaginamos.

Eso sí, seguramente nuestra asignatura no ha sido en absoluto lo más importante que han aprendido de nosotros esos adolescentes que –no lo olvidemos– se pasan seis horas al día observándonos y que, por vernos, nos han visto, a estas alturas, hasta los calcetines.

En fin.

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