Iñaki Egaña
Historiador

Entre Torrente y Mortadelo

He elegido este título sabiendo que no es el adecuado. Y lo he hecho porque con él desciendo a una impresión que se ha desplegado, como los vientos racheados marinos que levantan olas de varios metros, entre los ciudadanos de a pie. El tema es serio. El activista italiano Renato Curcio calificó a los vascos que conoció del modo de cantarines y llenos de ironía. Dejemos llevarnos por los tópicos que nos caracterizan, para complacencia de quienes nos halagan.

El escándalo de Córdoba en la identificación de restos calcinados de dos niños, a los que la Policía Científica española identificó como huesos de pollo, no nos deja perplejos a los vascos, como parece ser que lo ha hecho a la mayoría de españoles. La Policía Científica debería ser el eslabón principal en la precisión de los escenarios, tal y como se repite machaconamente en diferentes seriales televisivos. No sucede lo mismo, por el contrario, en este lugar azotado por vientos saharianos y del Poniente que es España.

La impresión de chapuza y esperpento ha alcanzado uno de los clímax más intensos que conozco. Los que hemos denunciado que la Ley Antiterrorista, y por extensión la prolongación de la detención, está diseñada para limpiar los restos de un interrogatorio, hemos encontrado aquí una razón más para pensar que, fuera de las comisarías, las fuentes de investigación policiales son reducidas.

Ha debido ser, precisamente, un forense vasco, Paco Etxeberria, quien ha puesto el dedo en la llaga. En las biografías extendidas por los medios aparece su relación con conclusiones en casos como el de Allende, Víctor Jara o Joxi Zabala y Josean Lasa, incluso su participación en la recuperación de los restos de víctimas del fascismo, a través de Aranzadi. Pero la casi totalidad de medios obvia su compromiso e informes sobre torturados, como en el caso de Unai Romano. Tema tabú.

El ministro del Interior, Fernández Díaz, ha manifestado en referencia a la nueva interpretación, ajena por cierto a la oficial, que «todo escribano tiene un borrón» y se ha quedado tan ancho. Lo científico es sinónimo de exactitud. El resto es literatura, fábula, superstición. Y estas últimas son, en general, las conclusiones de numerosos trabajos de la Policía. Al menos en la cercanía.

No empezó el mundo ayer, como nos tratan de decir una y otra vez cuando se trata de la verdad. Primero fue con las carnicerías de la guerra civil. Los ganadores impusieron su código de olvido, como con el franquismo. La transición fue también cubierta con un manto. Hasta ayer, precisamente. El resto tenemos pasado. Pero los que cometen tropelías en nombre del Estado ninguna.

Pero no es así.

La «equivocación» de Córdoba no es la primera, ni será la última. Y quizás no sea tanta la pifia. Se que son atrevidas las siguientes líneas, pero estos días la idea me ha revoloteado como una mosca impertinente. Más aún cuando recientemente un militar ha visto rebajada por el Supremo su condena de violencia de género por sus galones en operaciones especiales, lejos del suelo peninsular. Al igual que el padre de las dos víctimas cordobesas. ¿Será la reciente condición militar del sospechoso la que indujo a la Policía Científica a certificar que eran huesos de pollo?

Decía que la lista de equivocaciones o mejor, de interpretaciones interesadas, es tan extensa, al menos en nuestro país que recibe los vientos del Cantábrico y más al sur los del cierzo, que una muestra será suficiente para refrescar la memoria. Que la tenemos, desgraciadamente, bien cultivada. Ya lo dijo Martín Villa, aquel flamante ministro que también llenó de borrones su paso por Interior: «lo nuestro son equivocaciones, lo de ellos son crímenes».

Recuerdo que cuando Carrero Blanco murió en aquella explosión que ahora los falsarios atribuyen a una confabulación de los servicios secretos de medio mundo, la Policía española abatió a uno de los participantes en el atentado, el donostiarra Iñaki Múgica Arregi, Ezkerra. Imaginarán que no fue así y yo mismo lo puedo corroborar. Estuve con Iñaki en las exequias de Artemio Zarco hace unos meses.

Esa Policía tan diligente difundió la nota de que en la explosión quedó herido de muerte Iñaki Múgica. Le realidad fue que el donostiarra había sido presuntamente identificado en una de las calles colindantes a la Claudio Coello y abrieron fuego de inmediato. El infortunado se llamaba Pedro Barrios. Sólo tenía 19 años y murió confundido con Ezkerra. Jamás hubo una rectificación. El borrón del escribano.

Entre tantos, recordar el caso Almería, en el que tres jóvenes santanderinos fueron acribillados y como en Córdoba, los guardias civiles quemaron los cuerpos para que no fueran reconocidos. Sobre estos sucesos jamás las autoridades de Interior han desmentido aquella primera e increíble nota oficial, en la que se afirmaba que los jóvenes iban armados, indocumentados y perdieron la vida en accidente de circulación después de que los números dispararan a las ruedas de su coche. Más leña a la hoguera.

Un par de ejemplos, sucedidos en España para que no me llamen excluyente, entre un pajar lleno de comunicados oficiales, fábulas avaladas por una sed de venganza permanente que no tiene parangón en Europa, quizás en los límites continentales, en zonas marcadas por conflictos religiosos. Para nada científicos.

Lo más serio del tema viene dado por la constatación de que estos informes pretendidamente científicos han servido como pruebas de cargo en decenas de juicios contra ciudadanos vascos. ¿Cuántos de ellos se encuentran en prisión gracias a fábulas convertidas en textos con label? Me viene a la memoria, dichosa memoria, los jóvenes acusados de matar a un concejal de Leitza que dos años después salieron en libertad sin cargos. Su inculpación fue resultado de un trato perverso a las que siguió el correspondiente peritaje añadiendo las pruebas pertinentes.

La penúltima nota nos ha llegado estos días con el informe de la forense de la Audiencia Nacional, Carmen Baena, alias Marisol Valcárcel. Luego explicaré lo del alias porque no sólo somos los vascos sus dueños. Contradiciendo a los profesionales de la medicina de nuestro país, a Instituciones y a lo que haga falta, Baena proponía que la agonía de Josu Uribetxeberria se materializara en prisión.

A Baena, y también al super estrella Garzón, le presentaron una querella criminal en 2011 por sucesos ocurridos en 2008. Fueron nueve detenidos que la inculparon de su inhibición en las torturas que sufrieron. La Audiencia Nacional es fuente de cualquier suerte de noticias. Otra de tantas: aquel juez que, tras un informe psiquiátrico, puso en libertad a un narcotraficante que, por supuesto, desapreció de la faz de la tierra.

He tenido la oportunidad de leer estos días la única novela de Carmen Baena, porque en sus ratos libres, que deben de ser muchos, se dedica a la literatura. Una metáfora. Hace año y pico presentó su trabajo «Descansen en paz». Diecisiete euros. Dicen que en la primera novela todos nos desnudamos y la de Baena parece no ser excepción. Una forense adscrita a un juzgado madrileño va contando, en capítulos estancos, sus experiencias. La forense se llama Marisol Valcárcel, el alías que citaba, el alter ego de Baena que, por otro lado, no lo oculta.

Me ha llamado sobremanera la atención el último capítulo. No he podido sino ligarlo a lo que la que llamamos prensa canallesca ha escrito en los últimos días. Un juez mantiene una tensa relación con la forense Valcárcel a la que había acosado descaradamente. ¿Cuánto de realidad, cuánto de ficción? La autora lo sabrá. Una autora que no tiene, precisamente, buena fama.

¿Por qué lo de la fama? Vuelvo al comienzo de este artículo. En febrero de este año, el forense Paco Etxeberria fue entrevistado en las páginas de este mismo periódico. Fue tajante en muchos aspectos, pero sobre todo en uno. Reproduzco literalmente: «Los forenses de la Audiencia Nacional son y han sido encubridores». Todos sabemos a qué se refería. Fríos vientos del infierno, que diría Dante.

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