Exilio, nostalgia y libertad
El derecho a la autodeterminación lo habíamos ganado en un tribunal internacional, a pesar de ese veredicto muchos murieron luchando
Una y mil veces he visto los golpes absurdos contra mujeres y niños, calles vacías llenas de militares patrullando. Recuerdo desde mi memoria de niño exiliado, cuando dos soldados detuvieron a mi madre en la ciudad de Dajla, tenía entonces siete años. Las balas caían en la gran ría desde el este. Yo temblaba de miedo, ya no podía jugar a las canicas, ni entrar a la tienda de mi abuelo en busca de un puñado de caramelos que compartía con mis amigos.
A medida que crecía, extrañaba la casa de mis padres en el barrio de Colomina Roja, cerca del mar. Entonces los peces saltaban por toda la ría en busca de la luz del día, en busca de la luz de la noche. Recuerdo la azotea a la que subía de noche para ver las estrellas del Sahara y oír el impacto de las olas sobre la arena.
Recuerdo mi último día en la ciudad de Dajla, lloraba por una pelota de plástico amarilla que mis padres dejaron en casa. Mi hermana de tres años agarraba la mano de mi padre y yo me envolvía en la ropa de mi madre. Huíamos hacia el sur, perseguidos por el ejército marroquí. Mi padre llevaba unas galletas, un poco de gofio y leche en polvo.
En medio del desierto cerca de la larga línea de tren que une la ciudad minera de Zouérate con la ciudad portuaria de Nuadibú, allí nos rescató un Land Rover. Hacia el este emprendimos la huida, buena parte de nuestra familia quedó atrapada en la ciudad.
Fueron largas noches y días interminables de travesía. Los aviones bombardeaban, el intercambio de artillería lo oíamos de vez en cuando. Mi padre nos cubría con su túnica azul del polvo de arena, mezclado con el frío del Sahara.
Cada nueva tierra que atravesaba la caravana de coches ofrecía un paisaje distinto, nuevas montañas e interminables colinas desnudas. Aquello parecía el anuncio de un nuevo planeta, pero era la meseta pedregosa de la hammada de Tinduf.
Campamentos formando hileras se veían en aquella inmensidad. Mi hermana pequeña lloraba y mi padre le daba las pocas galletas que quedaban. Yo preguntaba por mis abuelos, por las cabras y los dromedarios. Mi padre estaba callado, mi madre miraba aquella extraña tierra que se abría ante sus ojos.
Así fue como la mayoría de los saharauis perdimos nuestra tierra, hace ya más de cuarenta años. Una generación ha perecido en el exilio y otra ha nacido en él. De pequeño me enseñaban el mapa del Sahara Occidental, sus ciudades, sus playas y dunas. Siempre me habían dicho que teníamos un país bañado por el mar y rico en recursos naturales. Siempre me habían dicho que nuestros abuelos eran guerreros y poetas, hombres duros como el desierto y profundos como la luz de las estrellas en una noche de invierno.
Me habían repetido hasta la saciedad que aquella tierra nos pertenecía. Éramos sus legítimos dueños. Sabía el nombre de las montañas, de los oasis. Conocía la palabra Tiris, Zemmur, Adrar Sutuf y Saguia El Hamra. Allí estaba la leyenda de los campamentos de jaimas, de los pescadores y de los oteadores.
El derecho a la autodeterminación lo habíamos ganado en un tribunal internacional, a pesar de ese veredicto muchos murieron luchando.
Ahora algunos dicen que nuestra tierra, el Sahara Occidental, pertenece a otro país. A pesar de los años de espera y sufrimiento, a pesar del sacrificio y la condena del exilio. No podemos vivir hoy en las ciudades que nos arrebataron, seguimos en un lugar duro e inhóspito.
Se equivocan o no conocen la historia humana de un pueblo. La esperanza en que la razón suprema de la libertad se imponga frente al egoísmo de los intereses. La ceguera de un mundo que observa atónito e indiferente como golpean a una mujer o matan a un niño.
Es el derecho del veto de Francia a favor de un muro lleno de minas. A favor de cada golpe silencioso, la hoguera ardiente de Gdeim Izik, miles de jaimas quemadas.
Se repetirá una y otra vez, en cada generación, en cada horizonte y todos los días. La injusticia no derrotará la determinación de un pueblo que ha dejado escrito para la historia, un largo relato sobre una tierra que no perece, una tierra que resiste ante cada revés, ante cada golpe.
Sobre las montañas del Tiris
volará el pájaro Bubisher
se posará encima de cada jaima
buscará el viento del oeste
la brisa del mar
las lágrimas de una niña
el rostro de la libertad
el viento de arena
la mirada de un dromedario
que busca un pozo
después de muchos años
cerca de algún oasis
poblado de acacias.