Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Historia en dos países

La reciente condena de Anders Behring Breivik por la matanza de Utoya y Oslo y la grave situación de Iosu Uribetxeberria han provocado reacciones muy diferentes entre noruegos y españoles, respectivamente. En su artículo, el veterano periodista compara esas las reacciones populares en uno y otro estado para tratar de saber «cómo funciona la estructura intelectual de noruegos y españoles».

En el mismo día leo con detenimiento los comentarios populares –unos publicados en España y otros en Noruega– sobre los procedimientos forenses seguidos ante dos atentados con resultado de muerte. En el primer caso los comentarios se refieren a la pena dictada por un tribunal de Oslo contra Anders Behring Breivik por el asesinato de setenta y siete jóvenes en la isla de Utoya y en la misma capital noruega. El autor mantuvo en todo momento estar movido en su crimen por razones políticas. Los comentarios acerca del segundo procedimiento se refieren a Josu Uribetxebarria Bolinaga, del que se debate si por su gravísima enfermedad y tras un dilatado periodo de prisión debe ser excarcelado.


No voy a entrar en el relato y análisis de los hechos sometidos a los tribunales, pues son de sobra conocidos. Me referiré de modo sintético a los comentarios populares hechos mayoritariamente en España y Noruega acerca de estos sucesos y de su desenlace judicial. En suma, lo que me interesa, por tanto, es repasar las actitudes y lenguaje predominantes en noruegos y españoles. Es decir, trato de saber, manejando un sencillo mecanismo de estímulo y respuesta, y en un cierto horizonte general, en qué país vivimos unos y otros; saber cómo funciona la estructura intelectual de noruegos y españoles, qué grado de madurez poseen y como se ha dado, si es que se ha conseguido, el control emocional así como su correspondiente lenguaje en ambas ciudadanías.


Empecemos por España esta modesta indagación que afecta, repito, no al fondo jurídico y procesal de las dos historias, sino a su incidencia en el lenguaje espontáneo y colectivo de las dos sociedades. En un elevado porcentaje los emails o correos remitidos por los lectores a los periódicos y emisoras españoles son de una ferocidad terminante. La gente habla de venganzas terribles, con especificaciones tremendas: penas de muerte inmediatas, tormentos retorcidos, encierros en celdas inmundas de las que hay que tirar la llave al mar tras la clausura del penado, deseos de un dolor continuo e inacabable para los justiciados, invitaciones a que los tribunales manejen la ley del talión desde sus estrados… Es tal la ira de los comunicantes, entre ellos no pocos periodistas con derecho a columna de opinión, que uno se ve conducido irremediablemente a repasar sus libros sobre psicoanálisis y otras doctrinas del inconsciente colectivo y del subconsciente individual. El primer resultado de este repaso urgente es que estos acontecimientos provocan la surgencia volcánica de una serie de frustraciones que, en no pocos casos, tratan de redimirse mediante algo parecido al sacrificio del gallo decapitado por los santeros. No se trata, pues, de que los comentaristas lleven a cabo reflexiones más o menos duras y más o menos doctrinales sobre el delito juzgado o la personalidad de su autor, sino de dar salida, creo, a lo que los médicos del siglo XVI llamarían humores negros acumulados a través del tiempo por fracasos, injusticias o menosprecios humillantes recibidos en distintos lugares y situaciones, desde el marco de relaciones laborales a posibles experiencias familiares.


El español que se produce así rehuye participar en un juicio equilibrado ante un comportamiento tenido por antisocial y propone la decapitación del ser en el que habita un demonio. Es el alarido exaltado al par que liberador de una persona maltratada por mil poderes a los que al mismo tiempo teme enfrentarse en plenitud de razón. Como es lógico suponer, estos poderes, múltiples además, suscitan una fácil trasferencia de la irritación al sujeto más a mano. ¿Y qué más sencillo para lograr esa trasferencia que poner el pie de nuestra cólera sobre el corazón de quien ha protagonizado una acción definida como punible? Lo que se cree afán de justicia no es más, en muchas ocasiones, que el fruto de nuestra incapacidad para hacer frente serenamente a quebrantos sociales ante los que nos vemos cohibidos; una forma de obrar esquinadamente ante adversidades que nos han herido en otros planos vitales. Responde, en elemental interpretación, a una dinámica de compensaciones que opera desde estratos muy profundos.


La reacción violenta y desatinada de multitud de españoles ante determinados acontecimientos –y hablamos ahora de cosas de signo contrario para no hurgar más en la hora presente– ha profundizado la capa de elementalidades que definen a España pese al benemérito esfuerzo intelectual de una serie de conciudadanos empeñados en edificar una sociedad equilibrada. Elementalidades empobrecedoras del proceso racional y del lenguaje correspondiente. Esas reacciones meteóricas han producido, por ejemplo, resultados igual de absurdos que los que nos ocupan ahora; por ejemplo, han convertido la violación de indígenas americanas en una noble y democrática mezcla de sangres, lo que constituye un permanente agravio histórico en aquellas tierras; han relatado la brutalidad de la Inquisición como si se tratara de una honrada defensa del solar patrio; han producido un lenguaje que ha mutado los retrógrados levantamientos militares en justa y admirable resistencia popular a los excesos de los autócratas; han hecho de la Iglesia un ornamento de la Corona. La capacidad de hablar por hablar tiene embrujada a España.
A uno le entristece que el análisis ramplón de una condena, ya larga y dolorosa, en vista a su posible humanización, como es la que afecta a Iosu Uribetxebarria, dé lugar a un mar de crueldades verbales y deseos protervos en vez de producir una reflexión, sea en un sentido o en otro, cargada de elementos morales y de sentido social. La semejanza ideal entre este griterío y la desmandada actitud de los asistentes al circo romano produce un reflejo irreprimible de rechazo. Uno repite, sin poder evitarlo, aquel rechazo, resignado y al fin venial, que transmitía la frase del periodista agobiado a su compañero ilustre: «¡Qué país, Miquelarena!».


Yahora sigamos con las opiniones de noruegos afectados directamente por el crimen múltiple que ha protagonizado Breiwik. La casi totalidad han manifestado su satisfacción por la sentencia de veintiún años, revisable, que les hace posible, dice uno de ellos muy significativamente, «seguir adelante mediante este primer paso». Otro de los interrogados afirma: «Al fin. Punto final». Una afectada subraya que Breiwik «es un peligro y debe mantenérsele alejado de la sociedad». Un muchacho de sólo dieciocho años hace gala de su madurez intelectual en la siguiente frase: «Es mejor que le envíen a la cárcel, así nos libramos de tener que hablar de él cada vez que deban averiguar si está loco. Aunque para mí Breiwik ya no significa nada; es aire». El lenguaje usado parece sereno, sin estridencias, conducente a restablecer la vida diaria en Noruega. La actitud de los afectados resulta confortadora. Breiwik seguirá en la cárcel muchos años, aunque los juzgadores admiten que irán teniendo en cuenta la actitud del condenado. No parece que nadie haya echado mano de un exaltado repertorio de venganzas ni de un planto de estilo desgarrado.


En cierta ocasión que practicaba al billar en Londres con un alemán que debutaba en este tipo de entretenimiento y no acertaba ni una sola jugada, Julio Camba le dijo a su oponente mientras hacía seguidas las doce primeras carambolas de fantasía: «No se preocupe, mi querido amigo, porque tarde usted lo que tarde en vencerme, sigo estando seguro de que el porvenir es de las gentes del norte». Estoy convencido de esa realidad, pero me pregunto por qué pasa a los españoles lo que les pasa.

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