Impuestos: ¿ideología u obligación democrática?
Si fuera cuestión de simpatía por una ideología u otra, la crítica moral no tendría sentido, todo sería correcto
Aún caliente la disputa sobre los impuestos y el bolsillo, ruego se me permita presentar una reflexión sobre lo que considero una falsa percepción del debate. No es nuevo, viene de muy atrás, de antes del Big Bang, que los liberales pidan que les bajen los impuestos porque el dinero que uno tiene, dicen, es sólo suyo porque es merecido, no debe nada a los demás y está mejor en su bolsillo que en las arcas del Estado. La mayoría de las respuestas a esta egoísta actitud de retención de los dineros «supuestamente propios» (en muchos casos, por varias razones, es dudable que lo sean) vienen expuestas de manera timorata y errada, principalmente del lado de políticos socialistas y periodistas que, con muy buena voluntad, apelan a la solidaridad de los ricos y dicen que es un debate ideológico, es decir, de modelos legítimos diferentes, sobre cómo hacer políticas públicas.
El pago y subida de impuestos no es cuestión de modelos ideológicos. Si así fuera, estaríamos tratando lo más importante de la política, es decir, de la organización de las relaciones entre los primates humanos, como si fuera una cuestión de gustos, de opciones igualmente legítimas, algo así como «Tú piensas así y yo pienso asá» y el desacuerdo se dirime democráticamente por mayoría. Con todos los respetos que el debate y contendientes merecen, esto es una solemne estupidez. Es tan insensato como decidir por mayoría si queremos un régimen fascista (por definición antidemocrático) o democrático. Si no queremos dar opción a la barbarie, si decimos que la violencia es ilegítima, si optamos por la convivencia radicalmente entendida, con todas las consecuencias de su significado, solo hay un modelo, una opción: la de la convivencia basada en la ética mínima del estricto cumplimiento de los derechos humanos, tanto civiles como sociales (económicos), ecológicos, de igualdad de género, etc., tanto para quienes viven hoy como para quienes nos sucederán cuando dejemos este mundo. Y esta ética mínima es una ética de igualdad de derechos, de distribución de la riqueza para poder vivir una vida digna. No es una ética que venga de dioses ni de la naturaleza ni de tradiciones ni de derechos naturales. Es una ética, un deber-ser humano, político, resultado de lo que subyace a la idea de «democracia»: el contrato social de todos los seres humanos, que, para deslegitimar la fuerza y violencia como formas de relación, en supuesta igualdad, independientemente de las desigualdades reales, establecen unos principios, derechos y normas básicas de paz y convivencia, permanentemente actualizables, basados en el reconocimiento de un valor supremo resultado de ese contrato: la dignidad humana. Entre las condiciones para la convivencia está el de la redistribución de la riqueza, aunque se explicite con otras palabras, como derechos sociales y económicos, para corregir las grandes desigualdades sociales existentes antes del invento y durante la práctica de la democracia. El contrato se leería, de forma resumida, de esta manera: «Constituidos todos y todas, de forma permanente, en cuerpo legislativo, ejecutivo y judicial, nos damos unos principios, derechos y normas de estricto respeto de tal manera que nadie tenga razones para apelar al uso de la violencia para procurarse una vida digna». ¿Ha tenido lugar o se ha firmado alguna vez este contrato? Contundentemente sí, todos los días, si vivimos, como decimos y creemos, en un sistema realmente democrático. Y obliga en sentido fuerte. Si fuera cuestión de simpatía por una ideología u otra, la crítica moral no tendría sentido, todo sería correcto.
Puesto que esos principios son los mencionados derechos humanos, serán leyes justas las que los respeten estrictamente. Y para que se puedan realizar todos los procesos democráticos de elección, de ejecución de esas leyes y de enjuiciamiento necesarios en casos de litigio, es necesario invertir en ello, gastar. Entre otras cosas, para hacer la tinta y el papel sobre el que se escribirán esas leyes. Y, para conseguir la convivencia y cohesión social necesarias, es racional y obligatorio invertir en educación, salud y protección económica justa y proporcionalmente a la riqueza del país. Para ello, todos estamos obligados a mantener la democracia económicamente. Yo diría que no es redistribución de riqueza sino reconocimiento y devolución parcial a la sociedad actual, que ha heredado el resultado del trabajo, del patrimonio científico, la tecnología de las precedentes generaciones, y de la propia política actual, que ha permitido y hecho posible los ingresos y beneficios obtenidos, en muchos casos, obscenamente excesivos. No se trata, por tanto, de ideología o modelo en el sentido de «yo tengo el mío y tú el tuyo»; ni siquiera se trata de solidaridad sino de compromiso adquirido, obligación de cumplimiento del contrato social que da sentido a la democracia.
Otra cosa es que se cumpla el contrato, pues la ideología individualista de la derecha económico-liberal es la siguiente: «Tengo derecho natural a enriquecerme sin límite de acuerdo a las leyes del mercado, y lo acumulado por mí es mío y no le debo nada a nadie, nadie me lo puede arrebatar, ni el Estado, en forma de impuestos, para cubrir las necesidades mínimas de otros, aunque gran parte de la población se esté muriendo de enfermedad, hambre, frío o sed. La solidaridad es algo voluntario, queda en el ámbito privado, de la caridad, de la práctica religiosa». Esta declaración y su práctica son una fuente de conflictos por ser insultante y un inmoral desprecio a la ética de los derechos humanos, a la democracia. Y los conflictos son legítimos si surgen de reivindicaciones legítimas para una convivencia en igualdad.
En realidad, la derecha liberal no está en contra del pago de impuestos. En teoría sí, pero en la práctica está en contra de que los paguen las altas fortunas. Sencillamente por egoísmo, cuestión psicológica de carácter más que de origen genético. Eso de que es ley de la ciencia económica el que sea mejor para el bien común bajar impuestos para alentar la inversión y creación de puestos de trabajo es pura fantasía, ideología, mito, dogma. La realidad muestra que no es así.
Otro mito del pensamiento liberal es la teoría capitalista del trickle down o derrame, según la cual, la distribución de la riqueza se hace de manera natural sin la intervención estatal, pues la acumulación en la cúspide de la escala social acaba filtrándose a todos los niveles inferiores, en los que siempre hay un limpiabotas dispuesto a postrarse por propinas, agradecido al sistema, pues, según la inmoralidad de esos liberales, es mejor ser explotado que estar en el paro, tal como han declarado después de la debacle financiera. Estos dos ejemplos de falsa teoría económica, ¿son ideología legítima u obscena e insultante inmoralidad, sobre todo vista la desigualdad existente hoy día?
Por eso he adelantado al principio que es un error enmarcar la disputa por los impuestos en simplemente una disputa sobre preferencias de modelos o ideologías legítimas, pues es más bien una disputa en el ámbito de lo más profundo de la democracia, que es la ética del contrato social, del cual surgen los derechos humanos. Son, por tanto, una obligación.