Iñaki Egaña
Historiador

Inteligencia artificial

Ha llegado una nueva revolución universal que cambiará los destinos de la humanidad. Tal y como supuso en el neolítico la agricultura, la industrial con la máquina de vapor o la reciente era de internet. Los avances no fueron ni serán únicamente técnicos, sino que afectaron y afectarán a las relaciones humanas, a la conformación de los códigos sociales y al trabajo, la lucha por la supervivencia. Tiene toda la pinta que esta nueva revolución, que en el último año y medio ha adquirido una velocidad de misil, no necesitará de un periodo de adaptación extenso, como las anteriores, sino que nos atrapará como un vendaval.

Surgirán negacionistas, contrarios al progreso, como en otras ocasiones, y producirá nuevas brechas sociales. La globalización de internet, sin cuya base la inteligencia artificial (IA) no se hubiera desarrollado, hará más eficaz su prosperidad. En esta ocasión, además, el tendido de la IA llega impuesto por unas pocas multinacionales de lo digital, a pesar de pequeños proyectos locales, que, en competencia, han provocado la aceleración actual. La globalización será más extensa que jamás.

Como en otros procesos, las mejoras técnicas servirán para que vivamos mejor y, en especial, para que numerosas tareas que nos consumen parte de nuestra vida, desaparezcan. En cierta medida, una continuidad de aquella utopía que propugnaba Paul Lafargue, con su «derecho a la pereza», una reducción drástica de la jornada laboral para avanzar en la sociedad del bienestar, para dedicarnos −era 1880− al arte, la ciencia y al deleite de la vida. Lafargue cayó en desgracia con el enaltecimiento del trabajo como parte de la necesidad de aumentar la productividad soviética. Marx ya había escrito que «el trabajo dignifica al hombre», obviamente en otras circunstancias.

A punto de superar el primer cuarto del siglo XXI, sin embargo, las coordenadas son bien diferentes. Las jornadas laborales se han reducido, al menos en el llamado Primer Mundo y también por la mecanización del trabajo, dando paso a escenarios desconocidos en la historia donde el ocio se ha convertido en una de las industrias más potentes del planeta. Paradójicamente, han surgido nuevas afecciones, en particular mentales, derivadas de ese tiempo libre ganado al trabajo. El turismo masivo, una de ellas, también nos invade en nuestros espacios. Otras, ya se han engendrado, en las fotografías y videos, indetectables los generados por IA de los humanos, la sustitución de la voz con fines delictivos. Más de mil expertos, entre ellos varios de sus animadores iniciales, firmaron un documento señalando que la IA era un «peligro para la humanidad». El debate de hasta dónde puede llegar aún es ciencia ficción. Pero todas las posibilidades, incluso la superación de lo humano y la aparición de una nueva especie, están encima de la mesa.

Como en toda revolución técnica, los puestos de trabajo se trasladarán a ámbitos diferentes. Con la IA desaparecerán, por el contrario, la mayoría que nos ha acompañado en las últimas décadas. Incluso la manera de abordar el conocimiento. Recientemente, el Fondo Monetario Internacional puso un porcentaje: el 40%. Se refería en particular a escritores, periodistas, traductores, analistas económicos, matemáticos, programadores, profesores, gestores, administrativos, sanitarios, ingenieros... La velocidad de los últimos meses hace suponer que ese 40% se quedará corto.

OpenAI fue pionera ya en 2015, con su propósito de generar una Inteligencia Artificial de código libre y beneficio para toda la humanidad. Tal y como aquellos solitarios de internet que intentaron desde plataformas muy modestas socializar la primera globalización digital. Pero al igual que sucedió entonces, con las empresas que dieron lugar al acrónimo GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), hoy un puñado de «big tech», grandes tecnológicas, se han hecho con la IA. Microsoft invirtió en OpenAI que lanzó ChatGPT, que se ha popularizado hace unos meses con su versión abierta GPT-4. La siguiente, que al parecer se mostrará después de las elecciones presidenciales en EEUU, romperá todas las barreras. La competencia, y ahí llega la carrera de los chatbots (conversaciones con la IA en tiempo real), tiene las suyas: Microsoft con Copilot, Google con Gemini... Para el Black Friday 2024 y la locura consumista navideña consiguiente, los productos con IA incorporada serán las estrellas.

Regulaciones, derechos de autor... serán frenos a su expansión. Pero no se pueden poner puertas al campo, al menos en este sistema neoliberal, donde «el más fuerte es el que manda». Aquellas «alucinaciones» (término popular para describir los errores de la IA) van desapareciendo semana a semana. El «cómo matar al presidente de EEUU» que rechazaba por impropio el GPT y era superado con la misma pregunta en un juego de rol, o la contestación falsa de que la capital de Francia era Berlín porque la IA interpretaba que París había sido invadida por Hitler en 1940, hoy son anécdotas. Cada vez son menos las alucinaciones.

En la cercanía, la IA nos atrapa en el corazón de nuestro proyecto político nacional y social. Es un chaparrón que no podemos evitar. Y en lo referente a la narrativa reciente e histórica, un reto de gran magnitud. En el que estamos además en una situación de inferioridad al pertenecer a una comunidad apenas reconocida, ser portadores de una lengua minorizada y transitar por espacios donde la hegemonía del relato ha correspondido a Madrid y París, a sus tesis colonizadoras, y en segunda instancia, a la máquina unificadora de Occidente, marcada desde Washington. ChatGPT-4 ofrece numerosos ejemplos. Pruébenlo y lo comprobarán con desasosiego. Una de las razones, sino la principal, es que el aprendizaje por refuerzo a partir de alimentación humana se ha producido con el volcado de internet, apenas un cuarto de siglo. Y ¿cuáles son nuestros mimbres digitales? Cercanos al cero, quizás con decimales. Urge espabilar si queremos sobrevivir.

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