Josu Iraeta
Escritor

José Angel Alzuguren «Kotto»

Vivimos tiempos −como antaño− en los que se olfatea el riesgo, la incertidumbre. Parece como si todo fuera excesivamente superficial, con escaso sedimento, es decir, como la praxis de algunos en la política actual. Y es que el tiempo transcurre veloz, como siempre, de manera inexorable. Para unos es juez, para otros, verdugo, incluso los hay −y muchos− que lo consideran «periodo de transición». Unos y otros −quizá lo correcto sería unos contra otros− intentamos gestionar el tiempo del modo que más satisfacciones nos aporta, de manera que el conflicto, la divergencia, se gesta desde el inicio.

Han transcurrido casi dos décadas −(2005/10/31)− desde que mi amigo José Angel Alzuguren terminó sus días en una celda de la cárcel de Soria. En aquellos días se pudo medir el registro dialéctico de la clase política, cuando se produce una muerte «dentro» de las entrañas de la estructura represiva del sistema.

Recuerdo perfectamente la estudiada homilía política, repleta de obviedades y de un sentimentalismo gestual vacío, propio de los que no saben qué decir porque no tenían nada que decir. No conocían a «Kotto», ni sabían quién era. Ignoraban que era un hombre joven, trabajador, alegre y amigo de sus amigos.

«Kotto» era amante de la práctica del deporte. Colaborador y practicante incansable de todas las iniciativas culturales de Bera, el pueblo que le vio nacer. Montañero experimentado y activo defensor tanto del euskara como del conjunto de Euskal Herria. Es decir, para muchos españoles, el perfil de los vascos que nutren sus cárceles.

Apelar al diálogo y la «sensatez» resultaba hasta ofensivo, mientras se inhumaba el cadáver de «Kotto». En mi opinión, los responsables de la muerte de mi amigo no fueron otros que aquellos que dieron y continúan dando verosimilitud y «horizonte político-legal» a estos crímenes.

Pueden todos ellos indignarse, amenazar con querellas judiciales o increpar a unos y otros, pero sobre ellos pesa el estigma de compartir los «propósitos últimos» de quienes sustituyeron los GAL por la estructura represiva del sistema.

Hace diecinueve años poco importaba, tampoco ahora importa que lo camuflen con eufemismos y ambigüedades, el resultado era y es tristemente el mismo, la muerte. Sí, señores, la democracia, su democracia también mata.

Porque mi amigo «Kotto» no murió en una celda de la cárcel de Soria debido a su naturaleza violenta, ni siquiera porque ETA practicaba la lucha armada, no señores, murió porque la Constitución española impone el proyecto que impuso el golpista Franco, defendido a su vez por la mayoría −de naturaleza franquista− de quienes componían el grupo llamado «padres» de la Constitución. Ese es el problema.

Por eso, si lo que algunos pretenden es ahogar el presente y futuro de una nación como la nuestra. Si pretenden romper la columna que vertebra su destino. Si han decidido imponer que no sirven los argumentos definidos y con nitidez expresados.

Si pretenden seguir ignorando que es un proyecto serio, integrador y democrático. Un proyecto listo para ser activado, en plenitud de vigencia y ambicioso en la medida que nace para la convivencia de todos los vascos.

Si no son capaces de entender que, sin manipular la historia, debemos construir un texto, otro texto, capaz de generar una corriente de asentimiento que nos ayude a entender el presente y delinear el futuro, la historia nos juzgará y someteremos a vascos y españoles a otros cuarenta años de inseguridad, enfrentamiento y desesperanza.

Quizá sea por eso que hay quienes llevan años y años «adecuándose». Es así como periódicamente aflora en ellos la capacidad de situarse allá donde creen que conviene estar. Son los viscosos de siempre. Ahora son militantes de la palabra. Si se les escucha, «parece» que ha llegado la hora de levantar, de alzar la palabra que consiga iluminar la larga noche que ellos mismos nos regalaron hace más de cuatro décadas.

Confunden y manipulan los fines y los medios. No son, ni de lejos, procuradores de las cosas de su pueblo, se asemejan más a los profetas. Están, pero no son, parecen, pero tampoco. Son un producto serio de desarraigo.

A lo largo de las últimas cuatro décadas, han desarrollado una poderosa musculatura verbal, pero no han adquirido el hábito de poner en práctica sus prédicas.

Cierto que carecen de la necesaria energía creadora y producen discursos miméticos, pero no es menos cierto que conforman una estirpe que pese a ser alimentada con dinero público, suponen –como se pudo comprobar con la muerte de «Kotto»− una seria amenaza para la salud, no solo mental de la sociedad.

Sería deseable, pues, el esforzarse por evitar que el evidente y progresivo encanijamiento mental de muchos políticos tuviera cauces de filtración en la sociedad que los mantiene.

Nada permanece intacto, todo se metamorfosea. Cuando se produce el reencuentro con viejos conocidos, incluso con paisajes o libros, es difícil recuperar la experiencia primitiva. Uno se encuentra con que no importa tanto lo que tanto importaba, y la razón estriba en que han variado los criterios. Pues bien, algo similar ocurre en la clase política vasca.

Quiero finalizar afirmando que, ni somos, ni jamás hemos sido «iguales», pero teníamos parcelas comunes. Incluso llegamos a formar parte de la Asamblea de Parlamentarios Vascos, con un secretario general llamado Gabriel Urralburu Tainta. Si no recuerdo mal, era militante del PSOE, además de presidente del Gobierno de Nafarroa y socio de otro «famoso» socialista como Luis Roldán.

Qué tiempos aquellos.

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