Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

La cajita secreta

La tecnología avanza y tal vez nadie conserve sus dientes de leche sino una secuencia de comandos para una impresora 3D y el periódico que anuncia el fin de la Tercera Guerra Mundial será un holograma.

En toda casa que se precie, tal vez en el último anaquel de un armario ropero o bajo el polvo del desván, hay escondida una caja secreta donde se alojan los recuerdos familiares. Es una suerte de cofre rebosante de tesoros que no figuran en ningún mapa y que ningún pirata codicia porque tienen un valor más emocional que crematístico. Abrimos entre estornudos la caja de madera o de hojalata y la historia desfila ante nuestros ojos igual que un vídeo doméstico en un proyector.

Dentro de la caja, como en un juego de matrioskas, se albergan otras cajas menores. Hay cajitas subalternas donde se pueden encontrar joyas heredadas, una medalla dorada con una fecha remota inscrita al dorso, un imán de nevera, el recordatorio de la primera comunión de una prima lejana que no hemos vuelto a ver, la figurita de escayola que nos trajo la abuela de su visita a Fátima. «He estado encerrado en tu cajita con forma de corazón», cantaba Kurt Cobain.

En el arca del tesoro es posible hallar pequeñas porciones orgánicas de nosotros mismos. Guardo mis dientes de leche en una cajita de pastillas Juanola. Son un puñado de pepitas sobre la palma de mi mano, semillas calcificadas que cayeron en el combate de la infancia. La paleta que perdí sobre una tabla de skate en el patio del colegio. El incisivo que cedió ante un bocadillo de chocolate. La muela que me extrajo mi padre anudada a un cordel y que exhibió ante mi familia como un salmón recién pescado.

En mi caja de los recuerdos conservo un periódico que mi abuelo compró en Donostia el día en que la Alemania nazi firmó su rendición. Es un diario de Falange y ahora me resulta esclarecedor leer el contorsionismo argumental que ejecutó la propaganda franquista para que nadie recordara que el régimen español había ofrecido sus soldados a la Wehrmacht de Hitler en Krasni Bor o que los aviones de la Luftwaffe habían arrasado Gernika.

No falta en la caja mágica un mazo de fotografías antiguas, casi siempre en blanco y negro, tal vez en Agfacolor, con suerte alguna Polaroid con una críptica referencia garabateada en sus bordes. Vemos en las imágenes los rostros sonrientes de personas que nos abandonaron o cuyos rasgos han cambiado tanto que resultan irreconocibles. Entonces llega el momento de tenderle al hijo la fotografía de un grupo de adolescentes para que adivine quién de ellos es la madre o el padre.

La tecnología ha convertido el reducto privado de las fotografías en una pinacoteca donde se exponen nuestras vidas. No me refiero a las redes sociales en particular sino al fenómeno de los archivos digitales. Me adentro en la página web del Museo Vasco y encuentro en las fotografías de Eulalia Abaitua un Bilbao que ya no existe. Veo los rostros decimonónicos de las sardineras que extienden su mercancía en el Mercado de La Ribera. Veo a las hilanderas de lino, a las vendedoras de patatas, a las lecheras del Txorierri que caminan por el alto de Santo Domingo.

Escribe Walter Benjamin que la obra de arte pierde su aura de singularidad cuando se reproduce. Así, por ejemplo, un lienzo de Ignacio Zuloaga corre el peligro de convertirse en una baratija mil veces fotocopiada. Benjamin, que falleció en 1940, no llegó a conocer el milagro de los panes y los peces de Internet. Las imágenes multiplicadas hasta el hastío en combinaciones infinitas de píxeles.

Vittorio Storaro, uno de los grandes directores de fotografía de todos los tiempos, hace años que reemplazó el celuloide por los discos duros. Las viejas tiras dentadas de celulosa y bromuro de plata, dice Storaro, pertenecen al pasado. Sin embargo, el cine digital afronta inconvenientes como la conservación de los materiales. Cantidades ingentes de terabytes corren el riesgo de corromperse y perder su frescura originaria. «La gente anda equivocada con la eternidad informática. En un lustro esos archivos desaparecen».

Los archivos digitales tienen una naturaleza perecedera de la que no somos conscientes. Cuando un dispositivo informático flaquea, nos borramos de las imágenes igual que en esa fotografía de Regreso al futuro donde Marty McFly se desvanece ante la posibilidad de que sus padres no lleguen a conocerse. «Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía», dice el poeta Miguel Hernández. Algún día un virus corromperá los archivos jpg de mi móvil, escribirá el poeta de la era cibernética.

Internet ha cumplido los sueños más ambiciosos de los enciclopedistas franceses del XVIII. La red nos ofrece la oportunidad de acceder a toneladas de cultura e información que de cualquier otro modo serían prohibitivas. Se parece al libro de arena de Jorge Luis Borges, un volumen donde lo simultáneo se impone sobre lo sucesivo, una biblioteca circular contenida en un solo tomo sin principio ni fin.

Pero el flujo infatigable de Internet nos somete a la paradoja de la abundancia: lo numeroso pierde su valor frente a lo singular. Esta semana hemos visto arder la Biblioteca Jagger de Ciudad del Cabo y ahora sabemos que miles de libros y películas africanas han sucumbido al fuego y se han perdido para siempre. Lo ha dicho la directora del centro, Ujala Satgoor. «Siento una profunda tristeza porque algunas cosas son insustituibles».

Algún día alguien descubrirá una caja de madera o de hojalata en último anaquel de un armario ropero y recuperará nuestras fotografías de un disco duro y seremos una montaña de píxeles que se niegan a rendirse a la tiranía del tiempo. La caja, como la chistera de un prestidigitador, vomita toda clase de cachivaches. Pero la tecnología avanza y tal vez nadie conserve sus dientes de leche sino una secuencia de comandos para una impresora 3D y el periódico que anuncia el fin de la Tercera Guerra Mundial será un holograma.

«Todo lo que se creía perenne se desvanece», dice el Manifiesto comunista. Tendremos que resignarnos a almacenar retazos de nuestras vidas en una cajita con la esperanza de que alguien los encuentre y a sabiendas de que el tiempo, ese animal hambriento, jamás perdona.

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