Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La cárcel como pensamiento

O España se decide a pensar seriamente, es decir, a crear verdaderas estructuras críticas ante los problemas sociales o culturales, o su existencia seguirá siendo un permanente resguardo de violencia. En mí esta reflexión es constante porque creo que la secular incapacidad española para encarnar dialécticamente las sucesivas variables de la historia tiene su base en esta ausencia de un juego mental digno de tal nombre.

Yo atribuyo esta pobre realidad mental a la carencia de datos significativos sobre el entorno en que España ha vivido durante siglos. La mente de la élite española está hecha de meandros estólidos. Repetiré el párrafo que en la obra de Henry Kamen ‘Imperio’ define esta carencia que afectaba a sus clases dirigentes, una de las menos viajeras de la Europa de entonces: «Aunque con excepciones eminentes la élite española –nobleza y clero– pecaba de poca sofisticación cultural. Un embajador del Imperio en Madrid dijo, en la década de 1570, que cuando los nobles hablaban de ciertas materias lo hacían igual que un ciego hablaría sobre los colores. Pocos autores extranjeros fueron traducidos al castellano. Los europeos, sin embargo, sí conocieron las obras castellanas. En 1520 publicaron ‘La Celestina’; en 1540, el ‘Amadís de Gaula’ y entre 1600 y 1618 dieciocho obras muy populares. Los castellanos no tradujeron ninguna obra del alemán. Lo mismo ocurrió con el inglés».

El español es un ser, al menos en un 90%, que piensa (¿?) sobre lo que ya ha decidido, no que decide tras lo largamente pensado. Pensar le parece una debilidad que disminuye su personalidad. Como suele decir el Sr. Rajoy «las cosas son como son» o «hay que hacer lo que hay que hacer». El panorama mental es desértico. La levedad del discurso avergüenza. El militarismo mental resulta aterrador. Las palabras han sido desvinculadas de los conceptos que las generaron. Todo está envuelto con papel de ‘La Gaceta’.

Lo que afirmo en el párrafo anterior ha vuelto a rebullir en mí tras la detención y enjuiciamiento, dado el caso, de esos muchachos vascos a los que la Audiencia Nacional ha intervenido como encadenados al veteropensamiento militar de ETA, cuando ya la misma ETA opera como una estructura encaminada a la paz mediante los pasos dados hacia su disolución. Juzgar o condenar, por tanto, como proetarras activos a unos jóvenes que únicamente defienden el derecho a la independencia de su nación equivale a plantear como irresoluble la existencia de algo con la dimensión de una guerra que acabará siendo más larga que la de los cien años. España, que no puede ordenar su día a día, precisa prisioneros que prueben que el gran conflicto bélico colonialista aún existe y es lo fundamental para «sentir» país. Sin ese conflicto, u otro de similar importancia, la cabeza política de España, moldeada por 500 años de encontronazos desgraciados con medio mundo, queda absolutamente vacía, ya que sus problemas íntimamente existentes en el orden político y social –cuestiones absolutamente domésticas– no forman parte de su insustancial democracia y están en las manos resolutorias de los caudillos correspondientes que cuidan y explotan la finca, dejando para las masas el patio trasero para que se entretengan con sus variopintas peleas, amores, desamores y heroísmos de tipo recitativo. En España lo que no es televisión es Guardia Civil, si resulta aceptable esta imagen para resumir tan laberíntica realidad como es la española. El guerrero español necesita Catalunya y Euskal Herria para justificar su imaginario héroe popular.

España es anaerobia. Pero decir esto no abre el camino preciso para resolver la vida de casi cincuenta millones de personas, incluidas las prisioneras en las leyes de Madrid, que son tetánicas. Pero tetanizar no es unir diferencias en el maloliente agujero de la infección. El tétanos es una enfermedad muy grave. Y eso perjudica incluso a una Europa ya empeñada por su parte en la paleontológica ocupación de construir una nación única con materiales de derribo de cien pueblos diferentes y abordada por unos políticos la mayoría de los cuales se han revestido precipitadamente de la europeidad teorizada en los bares y restaurantes de Bruselas, una urbe que representa paradójicamente la imposibilidad de una unidad nacional en si misma.

Todo esto es un disparate monumental que se sostiene porque casi trescientos millones de seres no miran más allá del dedo que le da obsesivamente a la pequeña pantalla de sus pequeños demonios informáticos. Hace unos días tuve ante mí, en un cruce callejero, a dos representantes de esa Europa estultamente cruel, uno de los cuales decía muy solemnemente al segundo de la pareja: «En mi oficina ya tenemos una máquina que piensa por su propia cuenta». Cavilé, con el Sr. Rajoy, que España puede tener al fin un papel influyente en Europa ¿Pero qué papel? Posiblemente el que están tratando de reconstruir subliminalmente con docenas de documentales extrañamente dedicados por Televisión Española al führer de la Gran Alemania ¡Cuantas cosas quedan en las alcantarillas del subconsciente!

Pero volvamos a lo nuestro. Es necesario, rigurosamente necesario para proceder al saneamiento de lo español que la política española elimine de su programa vital la obcecación por el encarcelamiento de los disidentes. Encarcelar no constituye una política sino una obsesión por protagonizar una personalidad imperialista fracasada cien veces a través de los siglos. Encarcelar es una muestra de miseria moral, entre otras razones porque esos presuntos disidentes no son más que protagonistas de su propia, noble y ambicionada libertad. No aspiran a romper España, esa frase que parece dar a España la calidad de un frágil florero. Muy por el contrario, desean esos jóvenes fijar España implícitamente sobre el plano político y, en consecuencia, dotarla de la fuerza racional necesaria a fin de ser un buen vecino. Nadie está haciendo tanto por la madurez española como esos separatistas que pretenden tenerla como vecina sólida y eficiente. Todo pueblo que aspira a la soberanía precisa una vecindad de naciones fuertes y realizadas para levantar un diálogo creador de oportunidades morales y materiales. Y Catalunya y Euskal Herria limitan con dos Estados negados para entender una colaboración abierta y expresiva

¿Pero son los españoles y los franceses tan significativamente antidemocráticos como parece cuando se toca el problema de las libertades ajenas que abordamos hoy? ¿Son dos pueblos genéticamente antidemocráticos –sobre todo España– o les han jibarizado la cabeza para que no quepa en ella la libertad? Prefiero responder a esta pregunta con la voz de Marta Harnecker: «Grupos de profesionales y no de políticos son los que hoy adoptan las decisiones o tienen una influencia sobre éstas. La aparente neutralidad y despolitización de dicho órganos oculta una nueva manera de hacer política de la clase dominante. Sus decisión se adoptan al margen de los partidos (Esta última frase abre el camino a otra discusión sobre la realidad actual de los partidos). Se han perfeccionado enormemente los mecanismos de fabricación del consenso, monopolizados por las clases dominantes, que condicionan en un alto grado la ‘voluntad’ del electorado y, por otra parte, se ha restringido mucho la capacidad efectiva de las autoridades (escasas y huidizas) generadas democráticamente como forma de establecer una protección contra la voluntad de los ciudadanos» (Sobre estas últimas palabras habría que afinar ciertos análisis acerca de la responsabilidad moral de esas autoridades)

El resumen de todo esto es que mientras España maneje la cárcel como argumento político, de esas cárceles saldrá recrecida la razón de los encarcelados.

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