Andoni Olariaga
Filósofo

La condena como acto performativo

La intención primigenia fue y sigue siendo la de distinguir entre demócratas y violentos. Esa distinción simbólica venía arropada por un sistema jurídico, que ya en el siglo XXI, elevó a hecho jurídico lo anterior: aquel partido que no condenaba cierta violencia (solo cierta) sería ilegalizado. Y así fue.

Vivimos tiempos pasados. Nuestro pueblo no deja de sorprender. Es curioso que cuando la historia ha pisado el acelerador, Euskal Herria vuelva ahora a escenarios y debates pasados y pesados. Escenarios y debates, que, tarde y temprano, había que volver a abordar, porque la historia siempre se repite, antes como tragedia, ahora como una gran farsa. Mientras el preso político Patxi Ruiz se debate entre la vida y la muerte, surgen pintadas contra sedes, domicilios e incluso Herriko Tabernas embargadas. En Madrid el ruido mediático de las condenas parecía no tener tanta fuerza, porque mientras lo anterior sucedía Bildu alcanzaba un acuerdo histórico (que después sería «matizado») con el PSOE y Podemos para derogar la reforma laboral.

Pero no podemos obviar que hemos vuelto a debates y posiciones que parecían ya superados: nuevas olas de condenas, titulares maliciosos («Bildu rehusa condenar los ataques callejeros», etc.), debates de Twitter estériles y endogámicos... han irrumpido en el debate político. Y volvemos a donde lo habíamos dejado, simplemente porque nunca lo habíamos superado. En una semana bastante convulsa nos encontramos con un escenario terrible: tenemos a un preso en huelga de hambre en estado grave reclamando sus derechos; un trabajador muerto en accidente laboral; pintadas contra sedes, domicilios y bares; cierre de locales autogestionados; multas policiales desproporcionadas; manifestaciones de la ultraderecha campando a sus anchas mientras otras pacíficas son reprimidas; etc. ¿Hay que condenar todas, algunas sí, otras no, en base a qué criterio?  Pongamos, que sí, y que, de hecho, algunos partidos políticos, no sólo han rechazado todas, sino que, además, han llamado a revocar o poner medidas para que no vuelvan a ocurrir los hechos anteriormente citados. Y pongamos, que aún así, no ha sido suficiente: no basta con rechazar y proponer medidas, lo que hay que hacer es condenar. ¿De donde viene esa obsesión por la condena?

El problema es, que las palabras no son sólo palabras (un plato no es un plato, como decía el gran filosofo M. Rajoy), son acciones que involucran el uso de una lengua natural, y están sujetas a reglas y principios que tienen consecuencias en la realidad. Esto es, hay palabras que son actos del habla. Por ejemplo, los matrimonios convencionales se sellan con un acto de habla que tiene tres elementos: el acto mismo («yo os declaro marido y mujer», y toda la parafernalia anterior y posterior); la intención del habla (hacer efectiva la palabra); y las consecuencias materiales y simbólicas que causan la unión de las anteriores, el hecho jurídico de ser matrimonio o pareja de hecho.

La condena es un acto del habla que contiene esos tres elementos: el acto de condenar (con toda su parafernalia de titulares, escenificaciones parlamentarias, etc.); las intenciónes de este acto, y las consecuencias materiales y simbólicas que causan el hacerlo o no. Vayamos por partes. La violencia se ha condenado, se condena y se condenará en todos los lugares. Pero en el estado español, el mismo acto del habla tiene intenciones y consecuencias particulares que en otros países no se dan, por lo tanto, la condena aquí tiene otro significado, otras intenciones y otras consecuencias (vaya que sí). ¿Qué es lo que busca, realmente, el acto performativo de «condenar»? ¿Acaso busca erradicar todas las violencias? ¿O trata más bien de crear un sistema simbólico jurídico, que naturalice algunas, eleve a violencias y terrorismos a otras (en este caso, protestas callejereas), y al final, justifique un estado de las cosas y una deslegitimación de ciertos proyectos políticos?

La intención primigenia fue y sigue siendo la de distinguir entre demócratas y violentos. Esa distinción simbólica venía arropada por un sistema jurídico, que ya en el siglo XXI, elevó a hecho jurídico lo anterior: aquel partido que no condenaba cierta violencia (solo cierta) sería ilegalizado. Y así fue. Pasaron los años y surgió Bildu como coalición de partidos políticos: en sus estatutos se rechaza la violencia como instrumento para la consecución de objetivos políticos. Desde entonces, ha venido rechazando todas las acciones de índole violento o intimidatorio. Todos los derechos para todas las personas, sin hacer excepciones. ¿Acaso ha sido suficiente? No, evidentemente. ¿Cuál es el problema? El acto del habla de la condena busca, sin reparos, legitimar un sistema simbólico y jurídico que manda a la cárcel a jóvenes por una pelea de bar bajo delito de terrorismo, y condecora a torturadores o rescata con dinero público a bancos que luego no lo devuelven. Un acto del habla que como dice Jule Goikoetxea entiende como normalidad democrática a la violencia reglada y como violencia a la protesta no reglada. Es así de simple.

¿Acaso es un instrumento positivo para la convivencia? Lo que parece conseguir es lo contrario, dividir y criminalizar, aparte de anular el pensamiento crítico. Un acto del habla que crea asimetrías entre violencias estructurales y protestas callejeras busca crear y expandir el imaginario de los demócratas y los violentos que tanto dolor ha traído, no busca solucionar aquellas cosas que condena, sino lavarse las manos escudándose en al acto performativo. Porque para eso sí que sirve, y vaya de que manera: para salir al portal del consistorio, condenar solemnemente todas las violencias, para después, ya con la conciencia tranquila, seguir sin cambiar las condiciones simbólicas y materiales que hacen posibles aquellas.

Tenemos una clase política que hemos malacostumbrado a ese proceder: condenar violencias y no hacer nada o poco para hacerlas desaparecer. Y lo que necesitamos es una clase política que ofrezca soluciones políticas. La cuestión es cómo actuamos como sociedad a los retos presentes y futuros que tenemos. Y para ello, debemos salir de estos aires de inquisición y empezar a afrontar la realidad con soluciones políticas, con un eje como principio y como objetivo político y social claro: todos los derechos para todas las personas.

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