Antonio Álvarez-Solís
Periodista

La importancia de la moral

El autor de este artículo hace en él una proclama en favor de la restauración del «lenguaje moral», imprescindible, dice, para «la restauración de la dignidad humana». Se lamenta de que esta sociedad ha «caído en el cepo» de una modernidad que es «paradigma de progreso puro y desnudo».

Hay que rescatar el lenguaje moral, secuestrado por la tecnocracia que ha destronado a todas las ideologías en nombre de un pensamiento único sin más pretensión que la del clan. Hablo del lenguaje moral. Sin ese lenguaje moral, tan maltratado por materialistas de vuelo corto y positivistas de ecuación y bolsa, será imposible la restauración de la dignidad humana, que es la materia básica que necesitamos urgentemente para levantarnos, hombres y pueblos, de la postración. Porque esa restauración es materia más de alma que de máquinas, de principios que de informática.

En el cuarto mundo –el tercero ya lo han metido en la lavadora y lo han planchado debidamente– esto lo tienen claro. Necesitan trigo, pero ante todo comprensión y respeto. Necesitan trabajo justamente remunerado, trabajo humanizado, que es mucho más que empleo. Desde este punto de vista no es admisible seguir sobreponiendo el concepto occidental de eficacia, básico en el citado materialismo positivista, a la necesidad del motor moral.

¿Qué contiene la eficacia del norte poderoso? ¿Para dónde gira la brújula de esa eficacia? Un norte que huye cada vez más hacia el norte. ¿Hablamos de un cierto idealismo? ¿Por qué no? Un idealismo inyectado en el trabajo, en la política, en las relaciones sociales. Un idealismo hecho de carne y huesos, que nos devuelva dignificada la materia de que está construido el mundo. Porque hay un idealismo materialista, que no tiene nada que ver con el idealismo de la resignación.


Hemos caído en el cepo de otra modernidad, haciéndola una vez más paradigma del progreso puro y desnudo. Sartre se opuso radicalmente a esta concepción del progreso, sustituyéndola por su método que denomina «progresivo-regresivo». No hablo, pues, de encíclicas. No pretendo afirmar, como moraleja, que el mejor sombrero es el de teja. Según la lectura que Ferrater Mora hace de la hipótesis sartriana «un método puramente progresivo (el que defiende el neocapitalismo) consistiría en una serie de hipótesis anticipadoras a priori que, si se tomara como una ley, daría por resultado la previsión de fenómenos como si estuviesen enteramente predeterminados (es decir, la libertad resulta innecesaria).

En cambio, un método puramente regresivo consistiría en un análisis del sujeto a estudiar con la convicción de que ya se conoce previamente el resultado del estudio (también lesiona la libertad). El método progresivo-regresivo no admite estos apriorismos que, en último término, son formas de positivismo y de mecanicismo en los que han sucumbido, según Sartre, muchos marxismos».

Lo que nos pasa, esa tremenda herida de la desposesión moral del ser que estamos padeciendo, tiene mucho que ver bien con la rendición ante una brutal presión del poder imperante o bien del poder que llega. Poderes que, entre otras cosas, manejan o pueden manejar la perversa sutilidad de dividir la muerte en muerte buena y muerte mala; de administrar la sangre derramada siempre como acto de justicia o denunciar esa sangre siempre como crimen sin más. Entre unos y otros radicales se ha llegado a la mezquindad de desnudar la palabra de su verdadera alma para transfundirla a un lenguaje tan solemne como falsario.


Hablar de valores hoy no es equivalente al eudomonismo griego, que perseguía la felicidad como sumo bien. La felicidad es un concepto variable. Por parte de los modernistas, que son hoy los que deben preocuparnos ya que constituyen el poder, el sumo bien constituye una retórica impropia del tiempo «científico» que vivimos. Incluso hablan de los valores con un retorno o retintín visiblemente cínico, como un recurso circunstancial. Para ellos el hambre es simplemente un fallo en la propia organización de la vida. Fallo que no inhabilita al sistema, insuperable por principio. La incultura es simple fruto de una personalidad perezosa. La pobreza, un abandono de la exigible diligencia por el individuo. El delito constituye una despreciable agresividad alojada en individuos desordenados, cuando no, y en el mejor de los casos, un disturbio biológico.

Para esos modernistas del progreso la felicidad es entrar en una fría contabilidad de medios. Los dioses no tienen culpa alguna por la existencia de tanto disturbio y practican el esquí tranquilamente en el invierno del Olimpo. Vivimos en un mundo en que solo son ejemplares los que saben multiplicar por nueve.

Sin embargo, la moral crepita bajo la piel. La moral, los valores, esas sustancias innatas que resisten en el interior adosadas a una fe limpia –la igualdad, la generosidad, la verdad, el bien, la responsabilidad trascendente– claman desde la razón tozuda y calma. La razón de los verdaderos revolucionarios. De esas emociones que llaman a la cercanía con el prójimo y al respeto del equilibrio colectivo no puede hablarse en un mundo moderno, que tiene un «sensato» y fastuoso aparataje tecnológico para organizar la convivencia trasformada en una existencia vertical y, consecuentemente, opresiva. Frente a ese mundo la moral que hoy obviamos presiona con la llamada a la confortabilidad vital, que no tiene nada que ver con la agónica satisfacción epidérmica que produce lo que urgentemente nos adviene, nos encandila, nos atropella y finalmente nos acaba.


El futuro ha de aspirar a una confortabilidad en que las cosas constituyan una suave realidad que funciona geológicamente bajo una discreta dinámica de lo estático. El futuro ha de ser elaborado con una mente «progresiva-regresiva». Progresiva en cuanto elimine la servidumbre que nos hace no-ser; regresiva en cuanto rescate aquellos valores de los que nadie puede prescindir sin extinguirse. Porque la vida de los hombres y de los pueblos no está hecha para navegar con los informes económico-financieros del Fondo Monetario Internacional ni de los bancos centrales, esas organizaciones carcelarias custodiadas por nuestros «progresistas».

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