Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La justicia política

«España necesita un tribunal popular en que los ciudadanos midan la honestidad de sus políticos», reclama el veterano periodista. Porque no hay tribunal capacitado para incoar juicios morales, como los de falsedad programática, y los parlamentos, «en infinidad de ocasiones, pasado ya el momento de las urnas, proceden obscenamente».

Vivimos una política impresentable por negar toda voluntad democrática. El Sr. Rajoy ha decidido, por ejemplo, inmovilizar al Gobierno que le suceda legislando con descaro y redondeando afanosamente el presupuesto nacional a una velocidad fulgurante desde un Parlamento que él y su partido saben que no volverán a manejar, al menos con mayoría absoluta. El Sr. Rajoy ha destruido el presente y contaminado el futuro. Piensa como Luis XV de Francia: detrás de mí, el diluvio. En este intento está alcanzando niveles antidemocráticos escandalosos, no solo por el fondo que contengan esas leyes, sino por alumbrarlas, al pie mismo de las elecciones, con la intención de imposibilitar o dificultar muy gravemente cualquier cambio legislativo que sus sucesores puedan intentar. Esto, democráticamente hablando, es misérrimo. La elegancia y la moral políticas son arrasadas. De hecho se instaura una dictadura.

Ahora ha puesto en manos de los jueces un Código Penal que autoriza la disolución de un partido político que esté implicado en graves casos de corrupción, lo que adquiere límites de suicidio –el chaleco explosivo– a no ser que el Sr. Rajoy resguarde la propia corrupción con la doctrina clásica de la irretroactividad de la ley ante el crimen. La última gran corrupción del PP. Esto de legislar tardíamente para convertir en criminales a sus sucesores evitando de paso la aplicación de esa ley a la formación política propia resulta absolutamente cínico.

En suma, haga el gobernante lo que quiera, finja la instalación de derechos purificadores donde solo hay voluntad de engaño, dicte leyes pretendidamente nobles al borde del propio naufragio y disponga jueces a su desgraciada imagen y semejanza… pero de todo esto no resurgirá la verdad ni la maltrecha democracia. Ante todo hay algo indiscutible: los tribunales ordinarios de justicia carecen de la potestad fundamental para lograr gobiernos leales, que es lo que precisan los ciudadanos. Sí, gobiernos leales a lo que han prometido y a quienes les han votado en virtud de esa promesa. No digo ya buenos gobiernos, que esto último depende plenamente de la decisión con que operen los ciudadanos. Pero ¿y si no son leales, qué hacer? En una época de inconsistencia del pensamiento en su aplicación real la gran cuestión es qué hacer ante la deslealtad electoral.

Estimo que el control político por parte de la ciudadanía sobre los gobiernos en cuanto al cumplimiento de sus programas electorales –que en esto consiste la lealtad política– es totalmente inexistente al confiarlo únicamente a unos parlamentos que en infinidad de ocasiones, pasado ya el momento de las urnas, proceden obscenamente. La ciudadanía se siente defraudada por unos gobiernos que convierten su quehacer cotidiano postelectoral en una gigantesca estafa programática. Y la justicia política ejercible contra ese complejo fraude no debe confiarse a quienes en las instituciones lo protagonizan o ayudan a que sea protagonizado. Por otra parte, los tribunales ordinarios de justicia no pueden inmiscuirse en lo político, ante todo porque los códigos penales carecen de las figuras de delito que les darían potestad en tal ámbito.

La magistratura penal o civil puede operar sobre la corrupción, sobre el abuso, sobre la facticidad criminal reconocida en las leyes, pero carece de facultades para incoar juicios puramente morales, como serían los de falsedad programática. Y no hay más que observar cómo está el mundo en este aspecto para constatar la necesidad ineludible de estos tribunales que sancionen la falsedad descrita. Para entrar judicativamente en tal terreno es precisa y adecuada una genuina justicia administrada directamente por el mismo pueblo mediante la creación de una magistratura popular, cuyas decisiones podrían dar paso a un proceso político contradictorio que habría de resolver una instancia como la Jefatura del Estado, con poder moderador que incluya la destitución de un gobierno seguida de las correspondientes elecciones. La limpieza del poder debe defenderse contra la corrupción del poder.

No es preciso un gran aparato legal para respaldar un organismo popular de estas características. Resulta estupefaciente que haya tribunales para todo menos para incriminar a los falsarios políticos. No hay tribunales que procedan con el solo recurso a argumentos de decencia. Unos tribunales formados por personas honradas que surjan del conjunto vecinal. Solamente personas estimables por su moral cotidiana pueden sentenciar sobre algo puramente moral como es el cumplimiento de la promesa electoral. Esto de apartar al pueblo de la custodia ejecutiva de la verdad constituye una perversión. Hasta a los santos los hizo la calle en los mejores momentos de la fe y por no seguir vigente este proceso es por lo que creo que ya no oímos cantar a los ángeles cuando muere un ser digno.

Conclusión. A los diputados debiera no solo hacerlos la calle sino vivirlos con aceptación después; una calle que ahora es alejada del juicio sobre la honestidad política de sus representantes apenas se hace el recuento de unas papeletas. Sí, los diputados están ahí para controlar al ejecutivo, pero un diputado puede ser, en determinados casos, un evadido de la decencia. Como dijo Cicerón en su cuarta Filípica: «¿Quién reconoce a Antonio como cónsul a menos que se trate de ladrones?». Esta realidad es la que empuja a disponer de un tribunal de justicia popular. Quienes lo rechacen limpien su subconsciente.

Es obvio que un tribunal popular encargado de juzgar la deslealtad del político a su promesa electoral ha de contar con los debidos poderes condenatorios; por ejemplo, la invalidación del gobernante que ha traicionado sus promesas. No se trata, pues, de ampliar atribuciones de los magistrados administradores de leyes escritas que acaban, día sí, día no, en jueces reales, sino de verdaderos ciudadanos sin otro código que el de la ciudadanía. Al fin y al cabo se trata de juzgar la traición a la ciudadanía y esta traición no figura en los códigos escritos sino que aparece por encima de los mismos y en el ámbito cotidiano de la gobernación. Yo magino que esta propuesta de tribunal será estimada como propia de libertarios persecutores de instituciones históricas, pero la experiencia demuestra que donde el pueblo juzga, la nación crece en responsabilidad y decencia.

España necesita depurar su política poblándola de lealtad y de razón. Hay que hacer que esa política española se haga cada día, pero no con ruidos verbales sino con contenciones éticas y de respeto a quienes, llamados a votar, son luego enterrados envueltos en la sábana sucia de sus propios votos. España necesita un tribunal popular en que los ciudadanos midan la honestidad de sus políticos y corrijan con verdadera soberanía la indecencia de no pocos de esos políticos y de las instituciones que los amparan. Hablo de España principalmente porque sus gobiernos han actuado reiteradamente como administradores de una finca habitada y trabajada por ilotas.

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