La libertad y los pueblos
En su segundo artículo sobre la libertad, el autor se acerca a los pueblos y a sus deseos de independencia y entiende que ese deseo no significa asumir un «individualismo capitalista con un corazón imperialis- ta», sino la posibilidad de construir un «socialismo internacional» en una voluntad de mutua relación en igualdad y respeto. Defiende que para ser libre, el ánimo político ha de ser rotundamente libre, algo que observa en los pueblos que luchan, pero advierte de que las élites controlan un lenguaje que hace muy difícil transmitir esos valores liberadores.
La canciller alemana, Sra. Merkel, ha dicho hace unos días al Sr. Rajoy, en respuesta a la petición del gobernante español de que Alemania comprometa su riqueza con las naciones europeas maltratadas por la crisis, que cada pueblo ha de defenderse por si mismo, tal como hacen los alemanes. «Ustedes –vino a decirle la canciller– han de procurarse su propio remedio aumentando su competitividad y exportando más, por ejemplo, a Latinoamérica». La respuesta parece repleta de lógica por parte de la canciller, que es liberal y, por tanto, creyente en una libertad absoluta del individuo para elaborar su propia vida, en este caso del «individuo» alemán si tomamos al Estado germánico como «una persona» sociológica y jurídica en el juego internacional. Lo que parece sumamente ilógico es que el Sr. Rajoy, un firme adepto del individualismo en la práctica de la libertad –que tantas desesperaciones e incluso muertes está produciendo en España–, haya hecho una petición como la referida a la dirigente alemana. Se ve que el liberalismo del Sr. Rajoy deja de ser tal cuando precisa la ayuda de los poderosos. Resulta indiscutible que en el marco del liberalismo capitalista vive el que se espabila para ello –la corrupción constituye la principal herramienta– o muere si cree que la vida ha de ser algo mucho más compacta y colectiva. En un artículo anterior ya hablamos de este asunto con referencia a las personas, pero hoy quizá haya que volver sobre la cuestión al referirnos a los pueblos, considerados aquí como individuos en su comportamiento capitalista.
Cuando analizo la postura de Euskadi –o de Catalunya, Gales, Bretaña, Escocia o Córcega, por ejemplo– pienso en su coincidente deseo de una independencia que les permita integrarse en un nuevo colectivo moral como sujetos que buscan una vida más digna e igualitaria para todos. Son pueblos maltratados ahora por el individualismo explotador que practican los estados que los dominan. Evidentemente, la independencia no significa para ellos la asunción de un individualismo capitalista, con un corazón imperialista, al menos por lo que creo conocer de Euskadi, sino la posibilidad de construir un socialismo internacional basado en la imbricación de todos ellos en una voluntad de mutua relación en igualdad y respeto. Euskadi ya ha expresado por boca de los dirigentes de la alianza independentista que su propósito de incorporarse a una Europa solidaria constituye parte importante de su decisión soberanista frente al Estado español.
En los estados actuales, surgidos de la doctrina de la «ilustrada» libertad individual, se ha falsificado desde su origen el proceso para dar a todo individuo una igualitaria dimensión protagonista. El llamado individuo que constituye, según mienten, la masa teóricamente soberana no formó nunca parte real del poder político. El individuo que contaba y cuenta en el seno del estado capitalista es el individuo perteneciente a los estratos superiores de la gran burguesía, que posee de una u otra forma el dominio del sistema.
De ahí las revoluciones que esa constatación produjo en el siglo XIX. Movimientos revolucionarios que hoy tratan de resucitar pese al envenenamiento ideológico que han sufrido los pueblos. Ese individuo granburgués, libre para destruir la libertad común, construyó los estados verticalistas que han tenido perpetuamente una doble misión: mantener sujetos a quienes albergan en su ámbito ambiciones de libertad colectiva o popular y conducir los pleitos, tantas veces bélicos, entre las respectivas soberanías nacionales en cuanto se refiere a colisiones de sus intereses. En suma, esos estados sometieron dentro de sus fronteras a los pueblos que no querían ser simples sujetos pasivos en un falsificado juego electoral.
Ahora la pérdida del poder exterior, al agudizarse la piramidalización del poder por parte de unas pocas potencias, ha conducido a quienes dirigen esos estados capitalistas en quiebra a una feroz opresión doméstica para evitar asimismo quedarse sin el poder interno, que es el que les facilita la última y compensadora explotación de las masas. Ciertamente saben que si su histórica dominación interior deja de existir por destruirlo las pretensiones independentistas intrafronteras, su poder, ya tan carcomido, va a quedar prácticamente disuelto.
No se trata de un trotskismo fuera de época, mas el socialismo o colectivismo humanista que se logre en esas intentonas nacionalistas apoyará la difusión universal de ese socialismo o colectivismo de que hablamos. Cierto es que las inclementes y maniobreras minorías capitalistas, algunas de ellas enmascaradas de democracia nacionalista, operan solapadamente en el interior de esas naciones en busca de libertad y harán lo indecible por dificultar la lucha independentista, pero ante ello ha de esperarse la decisión popular, que ha de ser poderosa si la ciudadanía pretende investirse de una autoridad que le permita cambiar radicalmente la sociedad. Para ser libre hace falta que el ánimo político sea rotundamente libre.
La pregunta que cabe hacerse es si todas estas cavilaciones no acabarán amortizadas en el marco de la pura teoría. Muchos ciudadanos creen en esta época que el poder de la minoría es de tal modo inalterable que nada cabe hacer para sustituirlo y se consuelan con el recurso a las tecnologías y a quienes las manejan, los tecnócratas, para modificar benéficamente, no más, la situación. Es decir, tratan de sustituir la política, que ha de ser pensamiento creativo, por unos puros procesos mecánicos para operar ciertas mejoras materiales sin rozar siquiera la sustancia del sistema. El actual Gobierno español ha decidido, por ejemplo, amortizar la capacidad de pensamiento de las generaciones presentes declarando absurdo el estudio de la filosofía. Sea dicho esto de paso.
Ante esta insidiosa pretensión de empobrecimiento de la inteligencia cabe una única advertencia: no es imaginable que los pueblos se lancen en pos de su liberación si no cuentan con un plano ideológico conductor. Nadie se revoluciona si su revolución no tiene un destino poblado de objetivos. En el fondo el drama actual no brota sólo de una mala cosecha de dirigentes sino de la carencia de objetivos para abordar seriamente la liberación. El individualismo capitalista ha de ser enfrentado con una filosofía de signo contrario. Ya sabemos que es fácil oponer a un pensamiento de este carácter la condena de utopía, sobre todo si el término utopía ha sido previamente desposeído de su significado filológico de hacer, efectivamente, algo fuera de lugar. ¿Y qué más fuera de lugar, desde la óptica capitalista, que la instauración de un colectivismo moral para conseguir una aceptable existencia? Es habitual que expresarse desde la utopía de izquierda produzca el menosprecio de quien vive en la élite conservadora, que no es otro que el individuo que sufraga revoluciones «utópicamente» liberadoras que hoy desangran a pueblos como el árabe para abrir la puerta a nuevas explotaciones.
La batalla para desalojar del lenguaje a las élites que lo adulteran tiene una importancia capital. Mientras el lenguaje esté dominado por esas élites, es muy difícil transmitir a los pueblos los valores liberadores. Por ejemplo, dificulta mucho el progreso revolucionario el lenguaje de muchas iglesias sobre la paz que dictan desde la cumbre esas minorías opresoras. Una paz que duerme a las conciencias o las traslada a la lejanía del trasmundo. Faltan iglesias combatientes. Lo pienso como cristiano.