Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La política no tiene izquierda

Europa no me gusta porque carece de izquierda con que preparar el golpe que abata a los que han destruido la esperanza popular.

Cuando era muy joven seguí con apasionamiento el boxeo. Me arrebataba Marcel Cerdan, un francés que logró ser campeón mundial de los pesos medios –el mejor peso del boxeo–, porque no le vi ni una sola carnicería, ni proceder con un diluvio de golpes. Triunfaba con un impacto seco y preciso y respetaba a su oponente. Quizá por su elegancia fue el amor pleno de Edith Piaf, mi inolvidable Edith Piaf del vals “La vie en rose” o de la pena de “No, je ne regrette rien”. De vez en cuando este viejecito desea bailar en la pista del agónico París. Pero este papel va de otra cosa..

En aquella época seguí también a un púgil gallego que no llegó a la cumbre porque no tenía izquierda. Ahora, sí; ahora va de política. Europa no me gusta porque carece de izquierda con que preparar el golpe que abata a los que han destruido la esperanza popular, los que tratan de envenenar el anhelo y sentido del populismo; sí, del populismo que mantiene con limpia pretensión el alma del mundo que necesita su liberación, de ahí el odio que suscita. Invitar a otra sociedad radicalmente distinta es la razón de ser del populismo, el gran perseguido a lo largo de la historia ¿Qué si no el populismo es lo que deben cultivar con esmero los que han sido despojados de todo? El populismo fue siempre la fuerza que detuvo el brazo de la opresión desde los tiempos de Atenas y, ya ahora, en las dos últimas centurias en que esos poderosos traicionaron incluso al capitalismo burgués para sumergirse en el alborozo ofensivo del fascismo, la hidra de las siete cabezas: el dinero homicida, el desprecio de la tierra, la guerra permanente, la destrucción de la palabra, el engaño perverso y continuado, la pérdida del sentido de la existencia en los pueblos al privarles de su identidad, la contaminación de las culturas con las varias e impúdicas globalizaciones que han pervertido el justo y luminoso universalismo que fue la sustancia sutil de lo verdaderamente europeo, ya que de ello hablamos.

Escucho decir a un socialista como el señor Sánchez en la convención socialdemócrata celebrada en Alemania que el secesionismo de los que buscan su propio camino «es una amenaza para el proyecto europeo». Pero ¿aún está en fase de proyecto la unidad europea después de cincuenta años de sobarla con toda suerte de requiebros? ¿Qué es lo que impide esa maduración? ¿No será la mala calidad del fruto? Contemple al respecto, Sr. Sánchez, la obra de zapa de los socialistas. ¿Olvida usted, como todos los camaleones socialistas, aquella reunión del 1948 en La Haya donde un iluminado o luminoso Jean Monet habló de una unión europea que empezó a morir ya en el parto por obra de ustedes, los socialdemócratas que en la primera gran guerra europea ya renunciaron a ser la izquierda? ¿A qué viene ahora esa retórica de oficio funeral por esa democracia en cuyo ámbito, usted lo ha dicho desde el púlpito alemán, «nadie está por encima de la ley y nadie puede violar la Constitución para conseguir objetivos políticos»? Pobre y en el fondo angustiada retórica ¿De qué objetivos políticos habla usted? Ahora resulta que usted se aferra al antiguo Testamento para prolongar un dios inalterable y amenazador. «Nadie está por encima de la ley», clama usted como un profeta de Israel. Pues por encima de la ley está el hombre, el ciudadano que no fue hecho para el sábado, sea dicho con ese lenguaje judaizante que usted emplea con decisión en la etapa que vivimos. Por encima de la Constitución está la libertad, esa necesidad con que viene a la vida el ser humano ¿O acaso su blasfematorio socialismo no vino al mundo en su día con la intención de cambiar la ley para liberar al ser humano? Hablan ustedes con liviandad, desdén y engreimiento mientras empollan los huevos de que han salido Macron, la Merkel, Berlusconi y ya en tono menor ese aprendiz de brujo que es Alberto Rivera, ultimo dislate español en una Europa a la que contamina una Universidad como la «Juan Carlos» con sus extrañas realizaciones paramilitares unos representantes en el Consejo de Europa como el señor Pedro Agramunt o tantos otros servidores de la degradación.

No hay izquierda en Europa. Los comunistas han olvidado también su origen y en España contemplan con despecho desde el balcón de su sede a unas Comisiones Obreras que defienden en Catalunya la república como gran herencia de la libertad que les permitiría volver a ser una organización de clase. Unas Comisiones Obreras cuyo secretario general, Unai Sordo, afirma en Madrid, con rencor hacia sus compañeros catalanes, que «en España no hay presos políticos ni exiliados». Unai y Sordo, también es mala pata.

Europa se ha quedado sin izquierda y solamente emplea la derecha para abatir a la derecha, lo que equivale a un acuerdo por debajo de la mesa. Poco porvenir queda a quien contempla invadido por la admiración dolorida este supuesto combate social entre la derecha dominante y la izquierda sediciosa. Juego en el recinto de la mentira. Las dos miran con recelo al obrero. Por eso, porque quedan pocos, los izquierdistas residuales han de gritar su populismo como espartanos en el estrecho paso de las Termópilas. Griten los populistas su populismo alto y claro. Al fin y al cabo los justos siempre acaban alzando la bandera. La necesidad se convierte en la baza ganadora de la libertad. Algún día los historiadores se tropezarán estupefactos con que Europa Unida fue una gran y tiránica conspiración que no dio para más que una nota de pie de página. Pero hoy por hoy ha de contarse con que Europa Unida no tiene izquierda real, porque la otra ha subido amañada al ring. O admitimos eso y vestimos la cota de malla o nos disolverán en el ácido legal de las leyes inmóviles y de las constituciones inertes. La verdad está con los sacrificados en el altar de una demoledora pitonisa. Cometeríamos un mortal error si escuchásemos con respeto sus augurios.

Una izquierda auténtica se distingue de la izquierda fingida en que no habla de plazos para superar la miseria o la injusticia; en que no recurre a la oferta de mejoras, tantas veces sine die, sino que exige el todo de presente. La verdadera izquierda maneja el puño que corresponde. No se trata, ni mucho menos, de conducir la acción liberadora al desastre, entre otras razones porque ya vivimos en ese desastre. «La vida podéis quitarme, pero más no podéis», dijo el santo Domingo de Silos a su rey navarro. Claro que eran otros tiempos para los santos y los reyes, como me dijo con su sempiterna sonrisa mi nunca bien ponderada Doris Benegas, de la Izquierda Castellana, en cierta ocasión en que andábamos por las tierras que parieron granito en Segovia.

El problema es que muchos ciudadanos no acaban de aclarase con lo que es la auténtica izquierda porque creen en el orillo que identifica tramposamente al paño. Pues la izquierda es lo radicalmente otro. Lo demás son enredos de una sonora retórica de latón para compradores de baratijas. Piensen eso porque la justicia tiene un lenguaje muy llano.

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