La responsabilidad del Estado en las guerras sucias
Lo que reclamamos es un reconocimiento del Estado de su responsabilidad última y suprema en las guerras sucias, empezando por el levantamiento de los secretos oficiales.
Barrionuevo no ha sorprendido a nadie. Ha reconocido, testificado y se ha jactado insolentemente, desde su impunidad y desvergüenza, de lo que ya era sabido y conocido por unos y otros; es decir, que fue el Estado el que organizó, financió y dirigió al GAL. No solo al GAL, claro está, sino también a los Guerrilleros de Cristo Rey, la triple AAA, el Batallón Vasco-Español, etc. Ya se sabía y ya lo sabíamos, porque no están olvidadas, ni se pueden olvidar aquellas viejas pintadas de imputación al Gobierno y al PSOE. Además, están los precedentes más crípticos de muchas otras declaraciones de Vera, Galindo, González, etc. Nadie duda ni dudaba de la identidad de la «X» de Garzón, igual que ha sido y es pública y notoria la práctica generalizada y alardeada de la tortura, en la que los sicarios ejecutores, por muy despreciables que sean, son instrumento del responsable, que es el Estado.
Las declaraciones de Barrionuevo han constituido un cambio cualitativo, en el enjuiciamiento político de la llamada «guerra sucia», porque por la cualidad y contenido del testimonio prestado, ya no sirven las respuestas y monsergas habituales. No basta con las condenas. En muchas ocasiones las condenas, por muy sonoras que parezcan, no son más que un ardid dialéctico para ocultar la última responsabilidad que corresponde al Estado, por encima y además de la responsabilidad de los sicarios. Barrionuevo fue un sicario cualificado, pero sicario al fin y al cabo. Las condenas ceñidas exclusivamente a la persona del sicario pueden servir para ocultar las últimas responsabilidades y convertirse en puras tácticas dialécticas de ocultación de las últimas responsabilidades, cuando no de corrupciones y otras irregularidades.
El poder judicial y, específicamente, la Audiencia Nacional, y en concreto, por ejemplo, el Juez García Castellón y compañía, han tenido la oportunidad de oír dichas declaraciones de Barrionuevo. Pero no van a hacer nada, ni es preciso que lo hagan, ni nadie les va a pedir que lo hagan. Se trata de una cuestión de Estado. ¿Pero qué tendría que hacer el Estado?
El Estado debería reconocer de una vez y oficialmente que ya se ha producido el cese de la violencia, el desarme y la disolución de ETA. Obviamente, a estas alturas ya es indiscutible que tal hecho se ha producido «la paz vasca» y que además se ha producido de un modo unilateral y, por lo tanto, sin precio político. Esta historia política, que tiene características y rasgos novedosos, constituye, además, el máximo exponente de respeto al papel emblemático de las víctimas en el porvenir político, que es el de simbolizar la paz, y que no puede ejercerse más que desde el reconocimiento expreso y explícito de todas las víctimas de todas las violencias políticas.
El Estado tiene ahora una ocasión más –y una obligación moral y política– para reconocer su responsabilidad en las guerras sucias. Si es el Estado es responsable hasta económicamente de las actuaciones de sus representantes, aunque sean actuaciones irregulares o ilegales, ¿cómo no va a serlo políticamente?
Resulta no solo discutible, sino incluso patética, la actuación de la Audiencia Nacional, arrastrándose en los vestigios de sus propias andaduras y persiguiendo a los miembros de una dirección de organización que no solo no existe, sino que colaboraron en el acuerdo de su autodisolución. Y ello, mientras no tiene lo que habría que tener para exigir responsabilidades por todos los innumerables hechos de las guerras sucias que quedarán en la historia sin indagación judicial. La Audiencia Nacional persiguió hasta a los mediadores internacionales, a quienes esta sociedad deber un agradecimiento perpetuo. ¿En qué va a poder contribuir para la paz un órgano judicial, que es la edulcoración constitucional y continuación directa del Tribunal de Orden Público?
Pero más que patéticas resultan ya ridículas las menciones a ETA y de las víctimas exclusivamente de ETA hechas y repetidas por políticas y políticos, cuando se encuentran en situación problemática. Mencionar a unas solas de las víctimas constituye un intento de utilizarlas políticamente y, por lo tanto, de degradarlas; y la repetida y reiterada evocación de ETA no es en el fondo más que un reconocimiento de que no se aportó nada para la pacificación. Esa es la gran responsabilidad de la extrema derecha, de la derecha y de buena de parte del PSOE; pero sobre todo y en última y superior instancia lo es del propio Estado.
Se aduce la existencia más de 350 presuntos casos de acciones de ETA no resueltas judicialmente. Pues bien, esos 350 casos no resueltos judicialmente y otros 500 o 1.000 casos mal resueltos podrían aclararse y resolverse en ocho días si el Estado asumiese su responsabilidad en las guerras sucias y si además se convirtiese en agente pacificador y de declaración de la paz. Pero, ¿cómo va a contribuir alguien, a quién se pretende imputar o responsabilizar penalmente –y, por lo tanto, personalmente– por hechos de hace veinte o treinta años cometidos por una organización que ya no existe y que efectuó la evolución política que efectuó?
La responsabilidad que estamos reclamando del Estado tendría que ser también eminente y estrictamente política. ¿Para qué nos iba a servir una imputación penal y personal de Barrionuevo –aunque él ha sacado a relucir explícita y tácitamente gravísimas actuaciones no enjuiciadas, como la de Larretxea y el GAL en general–, o inevitablemente con ese testimonio la de González y otros? Igual que las pomposas y altisonantes condenas. ¡Para nada! Que le vayan a Barrionuevo nuestros sentidos insultos de sicario y criminal convicto. Y que junto con ellos le vayan las alabanzas de la extrema derecha, que son mucho más corrosivas y peores. Lo que reclamamos es un reconocimiento del Estado de su responsabilidad última y suprema en las guerras sucias, empezando por el levantamiento de los secretos oficiales, que no lo está haciendo ni el gobierno actual. ¿Por qué? Desgraciadamente, no hay ni puede haber respuesta digna.
Ya han cesado los ecos de las declaraciones de Barrionuevo, pero no debería quedar sin destapar la verdadera significación y las consecuencias de las mismas.