Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Las leyes y el derecho

«No existe legitimidad sin respeto a la legalidad», está respuesta que el Gobierno español, en boca de su vicepresidenta Sáenz de Santamaría, dio al Gobierno de Catalunya y a su proyecto de consulta, anima la reflexión que el autor trae a estas líneas. Y desde una posición diametralmente opuesta, apuesta por la legitimidad democrática, «el núcleo moral de la justicia», y critica las intenciones totalitarias de la política legislativa de Rajoy, con leyes que van saliendo «del horno» para hacer legal todo disparate o beneficio de los poderosos.

Una de las más significativas pérdidas que ha sufrido esta empobrecedora época del mundo occidental es la fusión que se había logrado, tras dramáticos esfuerzos, entre el derecho y la ley, es decir, la unión más o menos profunda entre la legalidad, expresada en la letra de la ley, y la legitimidad, que constituye el núcleo moral de la justicia. El resultado es un áspero panorama normativo caracterizado por su circunstancialidad, que transparenta la intención totalitaria del legislador.


En cierto debate que sostuve con un fiscal le pregunté, ante su reiterada petición de ceñirse mecánicamente a la ley –en el marco de un positivismo negador de la calidad humana– si no debería atender el magistrado a la existencia de legitimidad en el precepto, que abreva siempre en la vieja exigencia moral del colectivo humano. El joven y arrebatado fiscal me contestó que la ley estaba siempre en un nivel superior al sentir del ciudadano. Le advertí que con su doctrina no sólo despreciaba la soberanía popular al reducirla a pura manivela para poner en marcha el motor del gobierno autocrático, sino que con tal postura se perdía el control sobre la marcha del mismo y se eliminaba la función creativa del ciudadano.


El fiscal me miró con una cierta y desconcertada ira –¡la ley es la ley!, me gritó casi– y creí captar que me consideraba un sujeto peligroso repleto de intenciones siniestras acerca de la paz social, que él reducía a pura obediencia. «Claro –me dijo–, usted es comunista o quizá anarquista, esas peligrosas utopías que desarman la estructura social protegida por las leyes». Le dije que la policía de Franco, es decir, la de siempre en este país, ya me había considerado desde esa perspectiva ideológica y en consecuencia me había abierto una ficha en los años sesenta que decía a la letra lo siguiente: «Antonio Alvarez-Solís. Intelectual liberal de izquierda. Peligroso». Yo no entendí nunca la mezcolanza de conceptos que se daba en aquella ficha, pero supe después que en otros ambientes se me definía como seguidor de la incipiente teología de la liberación, lo que sentó muy mal a una parte de mi familia, muy adicta a la catequesis de pobres y a la comunión sin tocar la hostia con los dientes. Es decir, el fiscal temía lo inevitable en mí, que ha sido siempre el respeto al pueblo como caldo primario de toda ordenación jurídica y social. Mis estudios sobre el Derecho Constitucional me han alineado con los que estiman que la ley, sobre todo en su expresión de Carta Magna, es un instrumento quizá inevitable, pero muy peligroso, ya que lo constituido puede esterilizar lo constituyente, que ha de ser perpetuo. Esto lo digo porque en Madrid los partidos españoles, sobre todo el Partido Popular, parten de una idea de la patria como resultante de una ley política inconmovible y multicomprensiva, creo que porque esto salvaguarda sus intereses en muchos aspectos. Por ejemplo, la Sra. Cospedal, que no sabe qué hacer con La Mancha inmóvil, es una señora constituida, y de ahí no se mueve, mientras la Sra. Mintegi, hija de un pueblo dinámico, es una señora siempre constituyente.


Cuando yo era joven algunos muchachos discutíamos seriamente en la Facultad acerca del Derecho Natural, del que unos decían que era una difusa invención platónica o religiosa, y otros sosteníamos la existencia de ese derecho, como real ámbito en que refugiar un enigmático y primordial fondo de exigencias morales que dan legitimidad a la vida. Si el Sr. Gallardón fuera partidario del Derecho Natural no se empecinaría en su asoladora creación de leyes, que sólo responden a la necesidad transitoria de tener a mano un garrote concreto para evitar que la vida en el Estado español se salga un milímetro del diseño fascista en que la embute el Partido Popular. Desde que el Sr. Gallardón es ministro de Justicia lo único que rige la acartonada y neblinosa vida española es la legalidad más absoluta, dentro de un positivismo que va de Jellinek a Kelsen, autores que sostienen que la soberanía no es más que el Estado en acción sin ninguna clase de vínculo con la moral. En esas fuentes bebió Hitler.


Llegados aquí hemos de dar algunas vueltas más a eso de la legalidad y la legitimidad para dejar medianamente claras algunas cosas a las que no parece se dedique mucho tiempo en las Facultades de Derecho actuales. Los romanos establecieron la frontera epistemológica entre lo legal y lo legítimo. Hasta Roma el poder político, con sus habituales reyes, redactaba leyes a medida que el monarca deseaba que se hiciera una cosa u otra, se castigaran determinadas conductas o se las tuviera por respetables. Un ejemplo magnífico es el trimilenario Código de Hammurabi, en el que el monarca determinaba qué hacer en cada caso con las actividades humanas en su reino sin dotar a las normas de un basamento moral que les diera consistencia ante su circunstancialidad. Como hace ahora el Sr. Gallardón.


Con los romanos la cosa cambió y la legalidad fue imbuída de cierta legitimidad mediante la consideración del panorama moral que orienta secretamente al hombre. En las leyes romanas se castigaba el asesinato, por ejemplo, pero ello tenía por base cierta consideración intelectual y moral de lo que significa la vida, la libertad, el respeto social, la dimensión del espíritu. Cierto es que este fondo moral no alcanzaba ni beneficiaba plenamente a los esclavos –que en cierta manera eran como los trabajadores de la Sra. Báñez, aunque más atendidos entonces– pero la historia de la justicia cobró, con tales consideraciones morales, una dimensión trascendente que hoy ha vuelto a perderse, ya que el Sr. Gallardón parece preferir el funcionamiento casuístico de los ostrógodos al comportamiento más refinado y profundo de los quírites.


Desde luego es precisa una normativa legal, ya que el juzgador ha de tener en cuenta los aconteceres sociales,  pero esta legalidad se arruina si en el fondo no está alimentada por un afán de legitimidad basada en una moral forjada por las costumbres, creencias, abrigos y protecciones que la existencia humana ha ido aflorando desde un misterioso fondo que no acabamos de percibir sino cuando es acosado por la incontinencia de los gobernantes. A este respecto no es difícil deducir de la actual política legislativa del Sr. Rajoy que las leyes van saliendo de su horno a medida que necesita meter mano en los fondos de la seguridad social, justificar el injustificable empobrecimiento de infinidad de ciudadanos, reducir el ámbito de la libertad y de las ideas o negar a algunos pueblos que yacen bajo al bota española la capacidad para elegir públicamente lo que desean ser como ciudadanos en plenitud de derechos.  


Vivimos en Carpetovetonia como nos hizo vivir el Genocida durante cuarenta años, con la única diferencia que antes las leyes surgían de la vara de un único caudillo y ahora, como sucedía con los gremlins cuando se mojaban, los caudillos se multiplican por todas las esquinas del Estado español, con el jolgorio apropiado y la pillería simple de quienes pueden hacer los mismo que el ausente, pero sin el temor que suscitaban sus reacciones. Se trata de franquitos sin miedo a Franco, que redactaba leyes según lo que le convenía hacer en cada momento y con la dimensión que le parecía oportuna. Eran leyes encuadernadas en cuero color caqui. Ahora esas leyes se redactan en una tarde de confusión y como medio de librarse del enredo dramático en que previamente han convertido la vida los autores de tales normas. Son leyes para hacer legal todo disparate o beneficio de los poderosos.


Si se me permite un lenguaje discutible diría que se trata de leyes con la misma función que los tampax.

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