Félix Placer Ugarte
Teólogo

Las raíces de la corrupción

La reina Victoria del Reino Unido preguntó a Lord Melbourne en qué consistía un buen gobierno. Su primer ministro y mentor le contestó: «Gobernar, Majestad, es defender la salud de la moneda y la santidad de los contratos».


Y más tarde, en el capitalismo ya globalizado, Milton Friedman opinaba que gastar las utilidades corporativas en objetivos sociales es equivocado, porque esto equivale a imponer un impuesto sobre un dinero que pertenece a la compañía, a sus empleados y a sus accionistas, y no les incumbe la responsabilidad de gastar las utilidades en necesidades sociales.

Cuando el beneficio económico y, por tanto, el dinero y el enriquecimiento, son la meta del sistema económico imperante, protegido por el estado, la oscura sombra de la corrupción cubrirá iniciativas, empresas, negocios y relaciones adquiriendo mil caras diferentes: soborno, malversación, fraude, extorsión…

De todas formas la corrupción no es exclusiva de la economía capitalista. La historia de la humanidad está atravesada por esta ignominiosa práctica. Ya en el s. VIII a.C. denunciaba el profeta Miqueas: «Sus jefes juzgan por soborno, sus sacerdotes enseñan por salario, su profetas vaticinan por dinero y se apoyan en Yaveh diciendo:

«¿No está Yaveh en medio de nosotros? ¡No vendrá sobre nosotros ningún mal!». Apropiación de tierras y casas, extorsión de pobres eran una práctica, extendida entre jefes y autoridades religiosas de los tiempos bíblicos, al amparo del contexto económico, religioso y político. Más tarde el mismo Jesús de Nazaret denunciaba la hipocresía de escribas y fariseos corruptos (‘sepulcros blanqueados’, los llamó) que abusaban de los humildes en nombre de la religión y olvidaban la honradez, la compasión y la sinceridad.

En la larga historia de la humanidad, la conquista y expolio de pueblos, la corrupción de gobernantes, los abusos al amparo del poder otorgado ha sido y es una plaga invasora. Y desde instituciones y organizaciones de todo tipo -políticas, judiciales, eclesiásticas, sociales, empresariales- se han corrompido las relaciones públicas abusando de puestos de confianza y generando víctimas a las que con frecuencia se olvida y sufren las peores consecuencias de la corrupción, sin ser reparadas. Son los escándalos que cada día están saliendo a la luz.

Toda la opinión pública es consciente de esta situación, que se comenta con sensación de impotencia y ha generado una extendida desconfianza hacia quienes están en puestos de poder. Ha pasado a ser uno de los primeros índices de preocupación y malestar sociales como atentado flagrante contra los derechos humanos individuales y colectivos que reclaman denuncia y condena.

Pero lo importante no es sólo que estas acciones corruptas y sus responsables sean descubiertos y sus delitos castigados. Este mal y sus consecuencias no terminan en los culpables inmediatos. Es necesario, como indica Jorge Etkin, un análisis que aborde la profundidad de la corrupción centrada en el funcionamiento deformado de los sistemas e instituciones. Legitimadas por su ideología y dogmas, con su racionalidad destructiva y mentira institucional mantienen la impunidad de los actos corruptos y el desamparo de las víctimas. La corrupción encuentra terreno fértil en organizaciones y estructuras sociopolíticas y económicas cuyos mecanismos de funcionamiento pueden con facilidad desviarse legalmente ya que el problema está en las mismas instituciones.

Hoy somos conscientes de que la mayor corrupción globalizada está en un sistema capitalista, ante el que alerta el economista francés, Thomas Piketty, por su estructura intrínsecamente corrupta. Sus resultados la denuncian: según la Oxfam, en datos presentados en el Foro Económico Mundial este año, 85 personas físicas poseen la misma renta de la que disponen 3.500 millones de personas, es decir, la mitad de la población mundial en situación de pobreza. La ‘mano invisible’ autorreguladora del mercado, prevista por Adam Smith, no ha funcionado ni puede controlar esta corrupción global.

Por supuesto, no se puede olvidar la condición humana, sus limitaciones y tendencias egocéntricas e individualistas. Cuando ideologías, estructuras, sistemas y ambientes alimentan el afán de beneficio egoísta, los puestos de privilegio de información y decisión son lugar idóneo para la codicia, oculta por la falta de trasparencia y precipitada sin freno por la pendiente de la corrupción. Con consecuencias ilimitadas en la contaminación ecológica, en el fraude de las finanzas, en el mercado depredador, para llegar hasta el tráfico de armas y la misma guerra como fuente de enriquecimiento y negocio.

En este contexto determinados valores básicos para la vida social han perdido vigencia y resonancia: la solidaridad, la igualdad, el respeto de la diferencia, el altruismo… que muchos educadores tratan de descubrir e inculcar en niños y jóvenes, pero que son contrarrestados por el ambiente social que impone lo contrario. En última instancia, impera el convencimiento de que fuera del mercado no hay salvación o de que la salvación viene por el mercado y consumo, a costa de lo que sea.

Frente a este complejo y devastador panorama enraizado en los sustratos profundos de esta sociedad, de sus sistemas de organización y estructuras de funcionamiento no resulta fácil actuar con eficacia, encontrar soluciones y obtener resultados. Las repuestas deben venir del mundo de las ideas éticas que nacen de una concepción antropológica basada en la religación y práctica de una relación equitativa entre las personas y pueblos y con la naturaleza, donde no es el beneficio económico el centro del quehacer humano sino la calidad de vida desde una economía social, solidaria, sostenible, comercio justo.

Muchas gentes, grupos, movimientos convencidos y movidos por estas ideas y opciones están intentando y logrando múltiples alternativas de signos muy diferentes y plurales, confluyentes en actuar sobre las causas profundas de la corrupción sistémica.

En definitiva se trata de construir un nuevo modelo de sociedad justa, plural, inclusiva, multipolar, en colaboración social y económica, con valores culturales propios, donde los derechos humanos se ejerzan en toda su amplitud para personas y pueblos. Así lo pedía el papa Francisco, invitado a hablar al Parlamento europeo la pasada semana en Estrasburgo, criticando el tecnicismo burocrático y pérdida de valores sociales en la UE.

Entre nosotros, la recientemente elaborada ‘Carta de los Derechos Sociales’ es un instrumento importante para avanzar, desde principios que entrelazan lo individual y lo colectivo en un pueblo con su propia cultura económica; que pueda decidir democráticamente su camino liberador de corrupciones, cuyas raíces profundas y venenosas sólo podrán extirparse con semillas de confianza, solidaridad, cooperación, interdependencia que hagan brotar un bosque -un nuevo paradigma- de humanidad.

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