Las últimas palabras de Pablo Ibar
Es entonces cuando el condenado, ya más muerto que vivo, tiene derecho a pronunciar sus últimas palabras, tal vez espontáneas o puede que ensayadas durante años en la intimidad de su celda, quizá palabras de amor o de perdón.
El 8 de diciembre de 1980, un empleado de hospital llamado Mark David Chapman le reventó cinco disparos a John Lennon a las puertas del Edificio Dakota de Nueva York. Lennon, que iba a morir desangrado antes de que pudieran atenderle los servicios de emergencias, todavía acertó a subir unos peldaños y pudo decir «me han disparado». Después se derrumbó en el vestíbulo. El conserje que le encontró, Jay Hastings, ha terminado subastando su propia camisa ensangrentada hace apenas un par de años. Mientras tanto, Chapman continúa encerrado en la prisión de máxima seguridad de Wende. Esta semana le han denegado por décima vez la libertad condicional.
Si las últimas palabras de Lennon parecen prosaicas o anodinas, qué podríamos pensar de Elvis Presley, que le dijo a su compañera Ginger Alden «voy al baño a leer» y nunca regresó. La semana pasada se cumplieron cuarenta y un años de aquel día. Hacía tiempo que el rey había dejado de ser el rey. Había engordado. Su esposa le había abandonado. Flaqueaba en los conciertos. En 1970 había ofrecido su ayuda al presidente Nixon para acabar con el comunismo, las drogas y la influencia perniciosa de los Beatles. Era 16 de agosto de 1977 cuando la joven Alden encontró a Presley envenenado de barbitúricos en el suelo del cuarto de baño de su mansión de Memphis.
Pero los libros de historia también nos han legado despedidas gloriosas –reales o apócrifas– que tienen el brillo solemne de un epitafio y demuestran vocación de perdurar a través de los siglos. «¿Tú también, Bruto, hijo mío?» cuentan que dijo Julio César entre las puñaladas conspirativas de los senadores. «He arado en el mar», dijo Simón Bolívar durante su agonía en Santa Marta. «Estoy muy aburrido de todo», dijo Winston Churchill en sus horas finales en Londres. «Digan que dije algo», le espetó Pancho Villa al periodista que le vio morir tras una emboscada en Chihuahua. «He tomado dieciocho vasos de whisky, creo que es el récord», dijo el poeta Dylan Thomas antes de caer redondo en el Hotel Chelsea.
El Departamento de Justicia Criminal de Texas, en un fúnebre ejercicio de coleccionismo, recopila y expone al público las últimas palabras que pronuncian los reos antes de ser ejecutados. Entre las 553 declaraciones almacenadas desde 1982 puede adivinarse, por ejemplo, la historia de Cary Kerr, acusado de haber violado y estrangulado a la joven Pamela Horton a las afueras de Fort Worth en 2001. Era 2011 y por primera vez las autoridades texanas ejecutaron a un hombre con pentobarbital, una sustancia utilizada hasta entonces por veterinarios para el sacrificio de animales. La página web del departamento aún conserva las últimas palabras de Kerr: «Soy un hombre inocente. Nunca confíes en un abogado de oficio».
Otros prisioneros han puesto en duda su condena hasta el suspiro final. Cameron Todd Willingham, detenido por un incendio en el que murieron sus dos hijas en 1992, defendió su inocencia en el patíbulo entre blasfemias que los fedatarios texanos, con un gesto de mojigatería o de piedad, han amputado de los documentos oficiales. «He sido perseguido durante doce años por algo que no hice», dijo Willingham momentos antes de la inyección de pentotal sódico en 2004. En el año 2002, el Estado de Texas había ejecutado a William Chappell después de un tortuoso proceso judicial en el que hubo acusaciones de abuso infantil y una condena por dos muertes por disparos. «Todo lo que pedía era una prueba de ADN y no la conseguí. Me vais a asesinar y siento lástima por vosotros».
A dos mil kilómetros de Texas, en el Estado de Florida, el ciudadano estadounidense de origen vasco Pablo Ibar aguarda su sentencia definitiva desde hace veinticuatro años. Ha pasado dieciséis años en el corredor de la muerte de la prisión de Raiford, en una celda sin ventana de dos metros de anchura, bajo la acusación de haber asesinado al dueño de un club nocturno y a dos bailarinas en 1994 en la ciudad de Miramar. Después de tres juicios manchados de indecisiones e irregularidades, el juez Dennis Baily ha confirmado esta semana que el próximo 1 de octubre se abrirá un cuarto juicio. El proceso podría prolongarse hasta abril de 2019. Hace ahora seis años, el hombre que había sido condenado junto a Ibar, Seth Peñalver, consiguió salvar el pellejo con una absolución por falta de pruebas.
Pablo Ibar tiene cuarenta y cinco años y es sobrino de José Manuel Ibar, «Urtain», el boxeador de Aizarnazabal que fue dos veces campeón de Europa de los pesos pesados. El padre de Pablo, el pelotari Cándido Ibar, había llegado a Estados Unidos en 1968 para jugar en Dania Beach en los años dorados del jai alai en Florida, cuando los frontones de la costa atlántica eran un lucrativo santuario de apuestas donde se dejaban caer las celebridades de Hollywood. Ahí tenemos a estrellas como John Travolta, Jayne Mansfield, Paul Newman o Errol Flynn luciendo palmito para la prensa junto a los gladiadores de la cesta punta. Es cierto que la pelota vasca cayó en desgracia a partir de los ochenta, pero aún conserva un hilo de vida. El propio Pablo Ibar estuvo a punto de debutar antes de que le detuvieran a los veintidós años de edad.
Ibar alega que pasó la noche de los crímenes en la casa de su novia Tanya. En la cámara de seguridad de Casimir Sucharski, una de las tres víctimas de Miramar, dos asaltantes irrumpen de madrugada en el salón del chalé y se deshacen, primero a golpes y luego a tiros, tanto de Sucharski como de las dos trabajadoras del Casey’s Nickelodeon que le acompañan, Sharon Anderson y Marie Rogers. En un instante fugaz de la grabación, uno de los asesinos se aproxima a la cámara con la cara descubierta y sus rasgos recuerdan a los de Ibar. El vídeo no tiene sonido y la imagen es nebulosa, pero a estas alturas del proceso se ha convertido en la prueba más contundente de la acusación. El abogado de la defensa, Benjamin Waxman, recuerda sin embargo que se han constatado cinco desviaciones entre los rasgos faciales de Pablo y los del asaltante.
Una vez más, el caso Ibar regresa a las primeras planas. El periodista gallego Nacho Carretero, autor del celebrado y televisado “Fariña”, publica el próximo 4 de septiembre su trabajo “En el corredor de la muerte sobre el preso L31274 de la Prisión Estatal de Florida”. Mientras tanto, el director andaluz Manuel Martín Cuenca continúa el rodaje de la serie documental “The Miramar Murders”. Pero aunque este proceso llame nuestra atención, está lejos de constituir una anomalía. El Estado de Florida ha llegado a acumular hasta cuatro centenares de personas en la lista de espera de la pena de muerte. A la mitad de ellas se les ha denegado la revisión de sus casos. Este pasado jueves, Amnistía Internacional denunciaba además las ejecuciones de personas con discapacidad mental grave así como el notorio sesgo racial de las condenas.
Vemos fotografías de la camilla de la muerte y es fácil imaginar al reo sujeto con correas, con los brazos en cruz, a la espera de la inyección intravenosa y una agonía sedada de media hora. Hay una cortina que abre el espectáculo de la muerte a una discreta bancada de público a través de una ventana. Es entonces cuando el condenado, ya más muerto que vivo, tiene derecho a pronunciar sus últimas palabras, tal vez espontáneas o puede que ensayadas durante años en la intimidad de su celda, quizá palabras de amor o de perdón o quién sabe si insultos de rabia que los fedatarios de turno se encargarán de censurar sin contemplaciones. Palabras, en cualquier caso, memorables por ser las últimas. Solo los suicidas y los condenados a muerte disponen del privilegio de meditar una frase final brillante para la historia. Y es que donde no existe el derecho a la vida, tenemos que conformarnos con el consuelo raquítico de la posteridad.