Los obispos y el indígena
Una comisión del episcopado venezolano ha viajado a Colombia durante la visita del papa para solicitar su apoyo, el de los criollos y el de la sociedad poderosa que ha explotado durante toda su historia al mundo indígena o, más ampliamente, a los desheredados.
Ahora esa sociedad que deshonró la democracia con dictadores abyectos y represiones sangrientas como el «caracazo» contra el legítimo gobierno de Hugo Chávez clama por la restauración de la Venezuela «democrática». El descaro es inaudito ¿A quién oyen en confesión esos prelados?
El portavoz de esta comisión de monseñores llegó con los números hechos, pero sin especificar ni el contenido de esos números ni las causas históricas que han llevado a Venezuela a la presente situación. El relato acusatorio ha destacado el número de muertes en Venezuela a consecuencia de los encuentros con la fuerza pública –los muertos del adversario no cuentan–, la cifra de los encarcelados pertenecientes a la oposición, el hambre del pueblo, la falta de medicamentos y el empobrecimiento de los servicios sociales y la ilegalidad de la asamblea nacional surgida de las elecciones populares que acaba de ganar el chavismo frente al parlamento parapetado ante una realidad social secularmente dolorosa. Más aún, el prelado que presidía este pelotón de finos curiales extranjeros en Bogotá solicitó la asistencia papal para que el Vaticano sostenga su apoyo a los poderes conservadores propietarios de todas las riquezas del país venezolano desde los tiempos en que se declararon sucesores de la administración española. La inverecundia de estos monseñores colombianos y venezolanos llegó al punto de provocar la más dura advertencia que he oído por parte de un pontífice escandalosamente acosado, en frentes múltiples, por una parte sustancial de su iglesia: ustedes, les advirtió a los 130 prelados presentes en una misa de asistencia multitudinaria en Bogotá, han estado alejados de la gente y a menudo se han callado ante injusticias o históricos conflictos como el narco tráfico. Y concluyó: «No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos». Apeló el papa varias veces a la justicia –la justicia entre los hombres no la justicia post mortem, que no es más que la caridad salvífica de Dios– como una de las condiciones primarias para la paz.
En mi larga vida he conocido ocho pontífices, pero ninguno ha pasado por el dolor del papa Francisco de ver a su Iglesia herida por la divisiones más profundas, con jerarcas católicos que más o menos abiertamente le acusan de rechazar sus treinta monedas para que prosiga el rumbo de una tradición superada. Acusaciones a veces ya no tan sutiles como las clásicas de la nómina vaticanista. Recordemos la carta que hicieron indecorosamente pública hace cinco o seis meses significados cardenales pidiendo que Su Santidad les «aclarase» decisiones papales que pudieran contener un desvío en la ortodoxia. Parte decisiva de los viejos poderes sociales, culturales y económicos temen perder el omnímodo respaldo de una teología ya superada por un cristianismo vivo –el hombre sigue siendo un ser religioso–, cosa perceptible en su asistencia fraternal a expresiones confesionales que proliferan en el mismo centro del control económico y social del mundo, como es EE.UU., donde el pragmatismo –lo útil es lo bueno, sea cual sea la ética de esa utilidad– penetra todos los ambientes. Esta percepción que tuve desde hace muchos años acerca de cómo se vivía la religiosidad católica me llevó a preguntar a un prelado de la comisión episcopal española, en una entrevista desde los micrófonos de la COPE, cuanto le parecía a él que tardarían tantos católicos españoles en convertirse de nuevo al cristianismo que habían abandonado de hecho. La Iglesia española aún está empapada, por ejemplo, de la perversión moral que había en la denominación de la Cruzada y la Iglesia universal tiene en su haber aún operativo la súbita muerte de Juan Pablo I a los treinta y tres días de pontificado, teniendo entre sus manos los papeles de las nuevas constituciones que habían de edificar una iglesia pobre para servir a los pobres, empeño básico ahora del papa Francisco.
El viaje del actual pontífice es quizá un movimiento más y en profundidad para proteger el cristianismo apostólico, que debiera constituir uno de los componentes morales de cuantos, creyentes o no en la trascendentalidad del ser humano, buscan una confluencia efectiva en la justicia social, la dignidad del trabajo y la libertad para elaborar una historia digna. Concretamente, para los cristianos que sienten su cristiandad no se trata, por ejemplo, de recobrar a san Francisco como un significado icono ceremonial sino de recobrar el árbol que extasiaba al santo; un árbol que no bordee los campos de golf sino que dé sombra libre al río convertido en mercancía por los mercados. Esto que digo no es un sermón sino un programa absolutamente terrenal frente a quienes esquilman a países como los suramericanos. Quizá el papa Francisco estime que ha llegado la hora de devolver sin más al César la moneda que estaba escondida en la boca del pez que se recría ahora en Panamá, las Islas Vírgenes o Luxemburgo. La economía no puede seguir siendo el opio del pueblo sino un mecanismo de justa atribución de la riqueza a los que verdaderamente la generan. Hay muchas formas de ser narcotraficante.
Las potencias occidentales –Norteamérica, Francia, Inglaterra, Italia…– y una serie de países orientales están aprovechando las naciones suramericanas como un territorio en que raer brutalmente su suelo en busca de puras materias primas que son exportadas diligentemente sin dar lugar a ninguna industrialización sostenible ni rentable en los ámbitos geográficos en que han sido halladas esas materias. Cuando ese suelo se agota o es violado por los poderosos intereses mundiales es abandonado por ese criollaje dedicado sólo a invertir su dinero en oscuros centros a miles de kilómetros y bajo la protección continuada de dictaduras sangrientas. La copiosa deuda externa de esos países latinoamericanos no es otra cosa que el resultado de su despilfarrado capital interno siempre en huida. El viejo sistema de las históricas encomiendas de indios –ahora enmascaradas con salarios de miseria que dejan bajo mínimos a grandes masas de trabajadores– sigue existiendo en un fondo radical que funcionó desde los tiempos de la colonización inicial. En ese mecanismo de usar y tirar las energías básicas tiene mucho que decir la jerarquizada Iglesia católica suramericana, que aún funciona intelectualmente con una fachada de rasgo misionero ¿Se explica ahora con toda claridad el surgimiento de movimientos religiosos como la teología de la liberación y las persecuciones que sufre? Ha sido difícil siempre ser un buen sacerdote –y los hay excepcionales– en esas tierras donde las masas han de inventar cada minuto la esperanza.
La vieja explotación sigue viva en manos más sutiles. Ya no es posible leer cartas tan simples y quizá de buena fe en el fondo como las que enviaba el llamado Apóstol de los Indios, fray Bartolomé de las Casas, cuando advertía al emperador Carlos V de la necesidad de suprimir la anticristiana esclavitud de los indios en las encomiendas, pues tenían alma y derecho a la propiedad, y cuando, además, esos esclavos podían ser sustituidos para el bien de la haciendas del reino, por esclavos negros adquiridos en las lejanas tierras africanas.
¿Acaso el trato que reciben ahora muchos pueblos suramericanos no es idéntico al que se daba a los indios en tiempos de fray Bartolomé aunque el camino se ande hoy con diferentes zapatos? ¿No se sigue dudando que estos pueblos tengan alma? ¿No son desnudados de propiedad y dignidad?