Miedo. Carta a los españoles
Ser español es cosa muy cara; para lograrlo hay que vender la libertad, el pensamiento, las propiedades morales más íntimas, que acaban pudriéndose en el desván de los compradores de poder.
Leerán esta carta quizá muy pocos; los no globalizados. No importa. Trata del miedo, que hace del ser humano un despojo maltratado de la libertad magnífica en que vivieron y por la que murieron en algunos casos los filósofos áureos que dialogaron con la luz y subieron al Olimpo. La escribo en mi nueva y postrera casa, en pleno y ensimismado campo, tras escapar de la ciudad esterilizante y falsamente cosmopolita de Madrid. Madrid contamina mortalmente la libertad y la «democracia» de quienes conviven con él. Europa conocerá ya tardíamente esta contaminación.
Vuelvo a mi propio reencuentro en un hogar pequeño y cálido tras «huir», como dicen torticeramente los gubernamentales encastillados en la línea Maginot madrileña, de un ambiente que me iba paralizando poco a poco. Repito, es una casa chica y cálida que me grita que la utopía no es un imposible, un sueño de refugio, sino una muestra real de lo que sería un justo reparto de la riqueza. Me recuerda esta nueva situación física y moral mía a Fritz Schumacher y su pasión por esa «economía intermedia», como él la definió, que está al servicio de los hombres que tienen alma y de una naturaleza que tiene límites. Una casa abarrotada de estímulos para el pensamiento que se declara libre. Tan chico es mi nuevo hogar que en él no cabe el miedo ¡Gran Dios, qué gran descubrimiento, justo ya en la frontera! Ese miedo profundo que hace de los españoles una nación áspera, secularmente dolorida, desconfiada, que teme de modo permanente una agresión inconcreta afrontada con fuerzas débiles desde un confuso genoma autoritario. Los españoles no padecen de temores concretos, determinados; simplemente temen, con un temor generalmente inconcreto y desvecinado. El resultado es que ese temor instalado fantasmalmente en la estructura vital española conduce a una paradójica agresividad de respuesta tanto más peligrosa por cuanto carece de sentido. Pero el español no reconoce hallarse en este trance acre y acusa vulgarmente de radicalismo punible a quienes denuncian su agresividad e incapacidad para comprender al «otro» como elemento soberano en el juego de las libertades. Ignora, por lo visto, que cuando se mira en el espejo es mirado. Es obvio, sin embargo, que el ser invadido por un temor difuso sufra una angustia aniquiladora de origen paranoico. Ese ser angustiado no se atreve a mirar con reposo, a pensar despacio, a leerse a sí mismo. En el presente histórico vacila entre el crimen –Franco– y el suicidio –la monarquía quizá–. ¡Qué peligrosos son los moralmente suicidas para la convivencia o simplemente el contacto! En cualquier caso vive el español con un corazón extrasistólico. Yo estimo que de ahí proviene que oiga, pero no escuche y hable para protegerse, deprisa y mal, un lenguaje que es hermoso. El español espera acurrucado y furioso ante sus adversarios a que un «héroe» venal y cínico cree para él la seguridad protectora que él es incapaz de fabricar con uso de una razón vigorosa. Seguridad engañosa que destruye lo que al parecer está salvaguardado. De ahí la rudeza desazonada del pueblo español al comprobar que su playa está desierta al descender la marea; de ahí, también, que su repetida derrota le retumbe dramáticamente en el interior. No conquistó jamás el español; se limitó a huir hacia adelante. El mundo está repleto de españoles huidos, de españoles valiosos en busca de la paz y de ellos mismos. Ser español es cosa muy cara; para lograrlo hay que vender la libertad, el pensamiento, las propiedades morales más íntimas, que acaban pudriéndose en el desván de los compradores de poder. Todo esto hace que los españoles confundan, para vivir su irrealidad, el valor con el himno, la voluntad con la ceguera, la grandeza con el arrebato.
En el escaso pueblo al que me he retirado dedico mi tiempo a pensar en el perpetuo desamparo de los españoles, yo sufrí ese mal, mientras miro mi árbol y echo alpiste a los gorriones. Paz, siempre paz. Si los españoles lograran la paz del alma sus vecinos serían sus vecinos y con ellos hablarían desde el recaudo de cada cual, que es donde se forja la palabra en igualdad y con sustancia. España nació sin levadura, es pan ácimo comido en una mesa carcelaria vigilada por un loco. Es hermosa España, pero sus dirigentes, miles de dirigentes tribales, no saben contemplar los gorriones, siempre encañonados por un furtivo al que entretiene nada más que la destrucción del paisaje sobre el que suele alzarse el monumento que corona un caballero con su espada dispuesta sobre el caballo enlucido con gualdrapas y arreos sobredorados. He leído con detenimiento y abundancia la vida cierta de esos caballeros que se degollaban mutua y permanentemente en las Indias no para servir a un rey lejano y sordo sino para llenar el hueco de su nada interior, tremenda, exasperante. Hay que leer el Quijote, ese fenomenal tratado político repleto de un erasmismo acosado por los jueces reales que arrasaron todas las colmenas ayer, hoy, mañana. En las páginas de la vigorosa historia van encadenados los galeotes mientras el Caballero los contempla desde la cercanía y Sancho aclara que «son gente forzada del rey, que va a galeras». El Caballero fija sus ojos fruncidos en la reata y clama: «¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? Como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza y no de su voluntad. Y aquí encaja la ejecución de mi oficio, desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables». Escribía esto don Miguel ya en los años en que tenía puesto «el pie en el estribo/ y con ansias de la muerte», como comunicó al conde de Lemos al dedicarle la segunda parte del colosal libro. Conservaba aún en los ojos la luminosa Italia renacentista que conoció huido de la justicia de Castilla. Mozo de poco más de veinte años entraba al enriquecedor servicio del cardenal Acquaviva, joven aristócrata romano herido de letra y horizonte. Fue don Miguel uno de esos españoles a los que, para nuestra fortuna como herederos, su patria expulsó hacia el bosque de todas las heterodoxias que han abierto caminos liberadores a la humanidad desfallecida. Allí, en la sugestiva Italia del despertar del hombre, recibió don Miguel la semilla de su grandeza.
Es doloroso constatar esta pertinacia del poder español en menospreciar y aún perseguir a tantos españoles ejemplares por su talento, honorabilidad y honradez mientras florecen en la opulencia y distinción personajes reprobables que hacen de la sociedad española algo parecido a una larga procesión circular de orgullosos galeotes. Me recuerda tan inmóvil «teología» del orden y la ley aquella frase del jesuita granadino Francisco Suárez que tras tanto enredo metafísico, normativo y castrador que padeció su vida concluyó, para situar la libertad en sus justos y anchos términos, con aquella frase que nunca escuchó España: «La voluntad es más perfecta y libremente actúa cuánto más perfectamente se nueve a sí misma». El miedo no permite nunca que actúe la voluntad serena, con lo que la libertad que dicen vivir los españoles, procesionante en el miedo, se convierte en prostituta.
Aquí termina la carta de un español entristecido a quienes no saben disfrutar de su patria, fallida por culpa imperdonable de tantos y tantos de sus dirigentes.