No hay libertad sin dignidad social
Se refiere el veterano periodista a la dignidad no solo como «una determinación interior de nobleza», sino como «un reconocimiento externo de la grandeza del hombre». Esa dignidad, prosigue, no es posible «si se nos arrebata la herencia de la tierra», y su reflexión le lleva a afirmar que ya es hora de defender «otro sistema posible, y además necesario, en que las necesidades humanas constituyan la carta de navegación de las instituciones y de los gobernantes».
Cuando se aproxima el final de la existencia, con el mar interior en reposo –y esto lo escribe un anciano de largo calendario–, la muerte que se acerca funciona como una vela: no calienta, pero proyecta una luz suave que delata los fantasmas que bailan ladinamente sobre la dudosa realidad del entorno. Es una ayuda inestimable la parte amical de «la hermana muerte», como decía el bienaventurado de Asís. En esas horas de plenitud la verdad es ante todo una realidad mansa. Todo recupera su auténtico valor: la vanidosa economía se reduce a una cuenta familiar en un sencillo cuaderno rayado; el lenguaje del poder desvela su tantas veces intención insidiosa; el arte es simplemente una estrella azul y hasta la teología se encoge en una oración que recupera a Dios como un viejo y paciente camarada que ha estado ahí muchos años. En ese momento surge el hombre sin otra memoria que el presente desnudo y sereno.
Hagamos, pues, cuenta de ese presente. Con sencillez. Con afán de vida. Primer resultado: no es verdad que seamos libres si carecemos de dignidad. Y la dignidad no es solo una determinación interior de nobleza sino un reconocimiento externo de la grandeza del hombre. Esa dignidad no reconocida resulta profundamente dolorosa.
Segundo apunte: es radicalmente falso que sea posible la dignidad si se nos arrebata la herencia de la tierra. La voluntaria renuncia a las cosas engrandece el espíritu. La pobreza del desheredado niega cualquier teoría y opera como una lanzada inicua. Constituye un crimen miserable.
Tercera anotación: no es lícito hablar de leyes absolutas. Las leyes absolutas arruinan el curso de la existencia, niegan la paz y crean servidumbre. Convierten la convivencia cotidiana en una carga insoportable ¿Quién tiene, además, el poder justo para dictar esas leyes?
Cuarto apartado: Las necesidades básicas del ser humano constituyen la única balanza política para sopesar con verdadera justicia la intención política del gobierno de la sociedad. Si esas necesidades son atendidas, el gobierno es honesto. De no ser consideradas, sea cual sea la razón, el gobierno actúa en corso y debe ser juzgado severamente.
Conclusión: los saberes que nieguen, con cualquier argumento pretendidamente intelectual, la paz del pueblo, la serenidad de la existencia o la justicia distributiva, constituyen siempre una falsificación de la sabiduría, igual que el reloj político conlleva con frecuencia una mixtificación del tiempo.
Cuando un sistema de poder pudre la vida de la colectividad, suelen sus dirigentes recurrir a mil artilugios verbales para enmarcar la catástrofe por ellos suscitada como un inevitable movimiento de ajuste de lo inevitable y permanente, que se estima violado por la locura de diabólicos agentes. O denuncian excesos viciosos de la ciudadanía como origen de esas conmociones. O violencias de nefastos soñadores radicales, cuando no simples corrupciones de minorías que deben ser eliminadas de la gran construcción fundamental, que nunca se estimará injusta. En la historia no hay mención de ningún sistema que haya reconocido su propia obsolencia. La mención del orden internacional necesario, que el sistema representa en grado de perfección, elimina cualquier posibilidad de una revivificación social de signo contrario. La ensalzada libertad, que debería conducir la reposada razón hacia la benéfica búsqueda de otros fines, se convierte así en un riesgo que se «debe» reprimir duramente por el orden sistémico. Un repaso sumario a la historia de las sociedades prueba concluyentemente que la verdadera libertad solamente aflora en los espinosos momentos revolucionarios, en que el «ello», si recurrimos a un lenguaje psiquiatrizado, libera el subconsciente con el riesgo de sus inevitables monstruos.
Ahora vivimos una época de naufragio de un sistema, con su civilización correspondiente, en que los grandes valores permanentes en las profundidades del ser –la libertad, la justicia, la solidaridad ante las tangibles necesidades del individuo…– se convierten en obscenidades que enturbian el sistema, que se niega a admitir su descomposición, convertida en agonía volcánica. Las masas empiezan a percibir que su impuesto sacrificio en pro de una renovación del sistema «insustituible» –en esta hora el capitalismo cancerizado ya– constituye puramente un crimen colosal contra la dignidad vital, moral y material, del pueblo, humillado hasta límites insoportables.
Es hora, pues, de sostener que hay otro sistema posible, y además necesario, en que las necesidades humanas constituyan la carta de navegación de las instituciones y de los gobernantes. No es cierto que «los mercados», tal como están concebidos –puros juegos monetarios– sean imprescindibles, que la creciente y despótica verticalización –además suicida– del poder conlleve progreso alguno para la humanidad que vive en la calle. Uno imagina el surgimiento de una liga de estados sociales en que el comercio crezca sobre la complementariedad y la defensa mutua ante el capitalismo. ¿Por qué no? En que la producción industrial se desarrolle con un espíritu colaborativo. ¿Por qué no? En que la diplomacia sea abierta. ¿Por qué no? En que la innovación y la ciencia no tributen al insolidario y radical sistema de patentes actual. ¿Por qué no? En que se tenga real derecho al trabajo en comunidades democráticas y libres, conscientes de su propiedad colectiva sobre el medio. ¿Por qué no? Nos dirán: pero todo eso acabaría con la compleja construcción del orden internacional. Y uno responde: ¿por qué no? ¿Acaso el orden nuevo que sugerimos, abierto y realmente democrático, sería menos orden? El orden internacional presente es una estructura excluyente que tiene por objeto la explotación, impidiendo el progreso de los pueblos que han sido destinados a proveer mano de obra barata, directa o indirectamente, y unas capas de consumo perfectamente controlables. Si el submundo que facilita ahora unas «cuantas» de energía medida y determinada desplegase su capacidad creadora para la competencia y el autoconsumo, el imperio se desmoronaría como un montículo de arena. Pero esos pueblos permanecen aherrojados por los bloques dominantes que dirimen su competencia tras unas fronteras vigiladas permanentemente. La literatura sobre este problema es amplia y sugerente, pero ha sido interceptada mediante cien maniobras distintas, una de ellas, quizá la más eficaz, alejándola de los más significativos centros de formación universitaria, que son los que dominan en absoluto la posibilidad de ilustración popular.
La necesidad más apremiante, dado el panorama descrito, es la recuperación de la dignidad social para volver a trabajar con el instrumento aguzado de la libertad reconstruida. Recuperar esa dignidad, aunque sea asumiendo errores propios de toda revolución, es vital para reponer al ser humano en el disfrute de su calidad moral, el bien más importante quizá porque no cotiza en Bolsa.