Aster Navas

Nos veremos las caras

Volvemos a funcionar como «avanzadilla». Frente al resto de servicios públicos –especialmente sangrante ha sido la lamentable atención telemática prestada por instituciones como la Tesorería de la Seguridad Social– en Educación hemos mantenido, hemos preservado incluso en los momentos más críticos, la presencialidad.

En ocasiones veo caras. Quiero decir en una manilla, en una boca de riego, en un buzón de correos, en el conjunto formado por las ventanas de una fachada. «Pareidolia» dicen que se llama ese fenómeno psicológico de asociación. El caso es que, a menudo, mi percepción va un punto más allá y veo en esa boca de riego sorpresa y en esas manillas –basta fijarse en los tirafondos que forman los ojos– un cabreo importante, un reproche más que evidente o una alegría contagiosa.

Me viene todo esto a la cabeza porque después de estos días de descanso «nos veremos las caras» en la Escuela. Sí, ya sé que, dicho así, no suena muy allá; conviene que en esta ocasión nos lo tomemos en el sentido literal y no en el figurado: desaparecerán las mascarillas.

Resulta ilusionante, motivador; más si cabe en esta recta final de un curso tortuoso; después de dos años cargados de inquietud, sabe a premio, a liberación. A fin de cuentas el proceso de enseñanza–aprendizaje se basa en la comunicación y los tapabocas (este sinónimo es muy elocuente) la han restringido, la han limitado, la han condicionado. El cubrebocas ha sido –lingüísticamente hablando– un «ruido» constante, tan molesto como el del extractor de una cocina; va a ser un alivio apagarlo y escucharnos sin crispación, sin forzar la garganta. Va a ser reparador recuperar esa versatilidad, esa precisión con la que se coordinan nuestros rasgos; reconocer en esas combinaciones infinitas, la ironía, la duda, la indiferencia, el entusiasmo; que esa inclinación de los labios, que esa nariz arrugada, confirmen lo que creemos leer en la mirada, lo que nos transmite una ceja enarcada.

De esta situación somos especialmente conscientes los profesores de lenguas pero ha afectado a toda la comunidad educativa: bretes que en prepandemia controlábamos con una «cara», con un gesto, han precisado otros recursos: ha sido más importante en el aula el volumen de nuestra voz que la entonación que le imprimíamos; no transmitíamos ni recibíamos toda la información y esto ha repercutido claramente sobre la convivencia. En el portal Educación 3.0 hay una excelente entrada sobre este tema en la que Cristina Jiménez tampoco olvida situaciones que a menudo hemos aparcado (alumnado de reciente incorporación que desconoce completamente la lengua o con déficit auditivo) y nos explica cómo sortearlas.

Vienen días muy especiales en que resetearemos, pondremos a punto un código, el facial, imprescindible en contextos (cuáles no lo son...) educativos.

–En Secundaria, esa habilidad, aunque oxidada, está –habrá que actualizarla– conseguida. Son los más pequeños quienes no han desarrollado completamente esa destreza crucial porque se basa en un mecanismo de imitación, de observación y no han podido «observar». Todo esto lo explica muchísimo mejor que un servidor el neurobiólogo italiano Giacomo Rizzolati en «Las neuronas espejo: Los mecanismos de la empatía emocional»
«Vemos que a los niños de la pandemia, los que ahora tienen dos o tres años, les está costando más empezar a hablar y, si antes el desarrollo del lenguaje ya estaba consolidado a los dos años, ahora vemos que se está retrasando a los tres»– dice Sylvie Pérez, @sylvieperez, psicopedagoga de la Unibersitat Oberta de Catalunya.

–En el caso de los adolescentes, la mala noticia se llama «síndrome de la cara vacía». Muchos de ellos, asegura el psicólogo José Antonio Galiani, no van a prescindir de la mascarilla. Durante estos dos años les ha servido para ocultar el acné, los bracketts y una nariz o una boca que no han evolucionado –están completamente convencidos– como ellos esperaban. Por otra parte y teniendo en cuenta su estado anímico –un auténtico tobogán– renunciar a ella les va a exponer, les va a desnudar emocionalmente y a esa edad buena parte de ellos no está por la labor.

Volvemos a funcionar como «avanzadilla». Frente al resto de servicios públicos –especialmente sangrante ha sido la lamentable atención telemática prestada por instituciones como la Tesorería de la Seguridad Social– en Educación hemos mantenido, hemos preservado incluso en los momentos más críticos, la presencialidad. Por supuesto que en otros muchos espacios se va a tomar la misma medida pero en muy pocos convivirán en treinta metros cuadrados más de veinticinco personas durante seis horas seguidas. Curiosamente ahora la AEP nos dice que en la franja escolar en que no era obligatoria la mascarilla –menores de seis años– su incidencia no ha sido superior al resto de niveles educativos.

Por otra parte hay miembros del claustro que son personas vulnerables y que van a afrontar un riesgo especialmente alto.

De nuevo incertidumbre, mucha incertidumbre.

Llevo aquí más de veinte años y los enchufes de mi casa me siguen mirando con los ojos como platos como si no me hubieran visto nunca. Reparo en ellos de cuando en cuando, en su continuo asombro, en la indiscreción con que vigilan cada una de mis rutinas.

El más impertinente, el más descarado es el del baño. No se corta ni lo más mínimo.

En fin.

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