Gorka Martija
OMAL-Paz con Dignidad

¿Otoño caliente o pacto de rentas? Inflación y beneficios corporativos

El otoño se presenta caliente en Hego Euskal Herria, donde se plantea el reto de impulsar la pugna sindical por negociar convenios que reconozcan y garanticen actualizaciones salariales correlativas al aumento del IPC.

¿Quién miente sobre los beneficios empresariales? Lanzaba la pregunta el diario "El País" el pasado 8 de octubre, y la conclusión es clara: miente la patronal. Mientras la retórica corporativa enarbola un discurso victimista sobre los efectos de la desaceleración económica y la crisis inflacionaria sobre sus cuentas de resultados, los datos del Banco de España constatan que los márgenes empresariales no han parado de aumentar en lo que llevamos de 2022. Tal y como señala el artículo: En los seis primeros meses de 2022 la facturación –de forma agregada– creció a una tasa muy alta: un 48,3% en comparación con el mismo periodo del ejercicio precedente, frente al 12,6% registrado un año antes.

Una realidad que ya ha sido aprehendida por la intuición popular, como demuestra la indignación general ante los históricos beneficios –y el consiguiente reparto de dividendos entre sus accionistas– obtenidos por Iberdrola en 2021. Y es que en el momento de hacerse pública esta noticia, julio de 2022, la inflación interanual en el conjunto de la UE ascendía al 9,8%. No es la única transnacional española que ha recogido frutos en este turbulento periodo: durante el primer semestre de 2022 el Banco Santander ha obtenido en el Estado español (es decir, al margen de lo obtenido mediante sus numerosas filiales en terceros países) beneficios por 652 millones de euros; el BBVA ha acumulado en ese mismo periodo y espacio geográfico un total de 808 millones de euros. Y la lista sigue: los beneficios del conjunto del Ibex 35 han crecido 8 veces más que los salarios en el primer semestre de 2022.

Se pone en evidencia el desequilibrio entre los recursos de que disponen para hacer frente al fenómeno de la inflación empresas por un lado, y clases populares por el otro. Y, sobre todo, queda patente el rol de desposesión de las segundas en beneficio de las primeras que desempeña este mecanismo económico.

Inflación, desposesión y lucha de clases

La inflación consiste en el aumento general y continuado de los precios de los productos que consumimos, tanto a nivel ciudadano individual como en el marco de la actividad económica, productiva, etc. Como ya hemos señalado, se ha producido un aumento importante de este indicador en el conjunto de Europa a lo largo de 2022. Aumento que viene a lomos de la subida de los precios energéticos derivados de la reducción del suministro gasístico desde Rusia con motivo de la guerra en Ucrania, pero que ya desde 2021 venía dando señales de alarma, fruto de los cortocircuitos en las cadenas mundiales de suministro durante y tras la pandemia, entre otros factores. Una presión inflacionaria que, más allá de la coyuntura, amenaza con tornarse estructural como consecuencia del agotamiento progresivo de los yacimientos de petróleo y gas, los famosos picos. Un contexto crítico que aventura una crisis económica y social de envergadura, hasta el punto de que FMI y BM hablan abiertamente de una posible deriva estanflacionaria –cuando, pese a estancarse el crecimiento económico, los precios continúan subiendo–.

La inflación significa fundamentalmente una pérdida del valor del dinero –con el mismo dinero se pueden comprar cada vez menos cosas– y, por tanto, una caída en el poder adquisitivo de la clase trabajadora. Esta es el único agente económico que no puede incidir directamente sobre la fijación de precios, y es la receptora última de la larga cadena mediante la cual el empresariado repercute a través del precio de venta de sus productos los incrementos que ha tenido que afrontar en las compras necesarias para su actividad económica. Pero no solo: muchas empresas y sectores están aumentando los precios por encima de sus propios aumentos de costes, alimentando aún más la espiral inflacionaria, pero generando incrementos sustanciales en los beneficios empresariales. La inflación genera su propio «efecto contagio» en una especie de ejercicio de emulación entre empresarios. Así, según un informe del Gabinete Económico de CCOO, los beneficios empresariales son los responsables del 83,4% de la subida de los precios en el primer trimestre de 2022. Esto está sucediendo especialmente en sectores como alimentación, hostelería o transporte. Una inercia de acumulación cortoplacista que denota las capacidades reales con que cuenta cada agente económico en esta coyuntura crítica: la lógica capitalista de la búsqueda del beneficio alimenta y se beneficia de la rueda de la inflación.

Mientras, los sectores asalariados pierden poder adquisitivo de manera acelerada, en un contexto de deterioro creciente de las condiciones del empleo que viene, al menos, desde el estallido de 2008. Además del chantaje del desempleo estructural y la agudización de la precariedad de las condiciones laborales, el salario ha venido siendo objeto de un ataque constante durante los últimos 15 años. Así, el ajuste y la devaluación salarial han sido y son el centro de las estrategias empresariales. Fruto de las constantes vueltas de tuerca en este ámbito, se ha acrecentado un abismo: en la CAV, la parte de la renta global que en 2009 estaba compuesta por salarios se situaba casi 10 puntos porcentuales por encima de la parte que se destinaba a rentas de capital; en 2018 esta diferencia se había reducido al 5%. En la CFN, las rentas de capital directamente superaban a las de trabajo en casi cinco puntos porcentuales ese mismo año. Este fenómeno ha operado incluso durante un periodo en el que la inflación no ha venido siendo aparentemente un problema grave: tal y como recoge un reciente estudio del sindicato ELA, en el territorio de Gipuzkoa el salario real disminuyó una media de 1.164euros al año entre 2008 y 2020 –fruto del desajuste entre un IPC que ha subido un 12,3% y un salario medio que sólo ha aumentado un 8,1%–. Una devaluación salarial permanente que afecta en mayor medida a aquellos sectores más precarios –en gran parte feminizados y racializados– y a las trabajadoras bajo condiciones de subempleo –cuya tasa en el caso de las mujeres triplica a la de los hombres en los territorios de la CAV y la CFN–. Esta realidad ahonda en una crisis de reproducción cada vez más acuciante, donde la constante sobrecarga de los hogares funciona como «colchón» ante la crisis. Estamos, en definitiva, ante una lógica sistémica que el actual incremento desmesurado de precios no hace sino agudizar hasta límites inasumibles.

La principal lección a extraer a este respecto es la necesidad de mirar la inflación desde un prisma de lucha de clases. No estamos ante un fenómeno «meteorológico», puramente técnico. Por el contrario, se trata de una lógica de redistribución de la riqueza hacia arriba y, correlativamente, de desposesión de las clases trabajadoras y populares. La capacidad adquisitiva que pierde la parte asalariada por el aumento de precios se convierte automáticamente en beneficio empresarial, lo que una parte pierde lo gana la otra. La inflación es, por tanto, uno de los principales terrenos de disputa política, social y sindical, del ciclo que se abre para este otoño.

Apretar abajo como salida político-empresarial

Pese a los abultados márgenes de beneficio a que está dando lugar en la actual coyuntura, la inflación es un fenómeno susceptible de generar graves disfunciones sistémicas en el propio metabolismo capitalista. Es por eso que desde distintas instancias de poder de nuestro entorno se están aventurando apuestas en diversos sentidos, todas ellas marcadas por el sello indeleble de la defensa del interés corporativo y el disciplinamiento de las capas populares.

En el marco comunitario, el BCE sigue el ejemplo de la Reserva Federal estadounidense y se ha lanzado a la subida de tipos de interés, que ya alcanzan el 2% en una carrera que no tiene visos de concluir. Una medida que responde a la ortodoxia monetarista que ha sido seña de identidad histórica de la institución: reducir la masa monetaria y «enfriar» la economía como única salida frente a la inflación. Dado que las medidas de control de precios operan contra los fundamentos de la gobernanza económica comunitaria –salvo en lo que se refiere al gas, con implicaciones sobre el sector industrial y cuya escalada de precios está sometiendo a los mercados a tensiones insostenibles, por lo que se encuentra en proceso de definición de un mecanismo coyuntural de fijación de topes en el ámbito de los 27–, lo único factible bajo su prisma es reducir el dinero en nuestros bolsillos, es decir, el empobrecimiento general como vía de freno de la escalada de precios. En la práctica, estamos ante una medida al servicio del capital financiero que va a poder extraer mayores márgenes de, por ejemplo, las hipotecas a tipo variable –véanse a modo de ilustración los márgenes de beneficio de BBVA o Santander en 2022 que hemos reseñado al comienzo–. Esto acarreará sin duda un aumento del impago de hipotecas, endurecimiento y reducción de la capacidad de financiación de PYMES, cooperativas etc., y en general una ralentización económica que podría dar lugar a cierres de empresa, ERE, despidos y, por tanto, aumento del desempleo.

El BCE también fue la primera institución en proponer el que ya es el mantra predilecto entre distintas autoridades político-empresariales del Estado y de la CAV: el pacto de rentas. Un concepto ambiguo que adquiere tintes diferenciados según quién lo enarbole. Se han traído a la memoria los Pactos de la Moncloa de 1977 como forma de expresar el espíritu que debe guiar una intervención en este sentido, lo cual es cuanto menos conflictivo desde el punto de vista popular.

Formalmente, el pacto de rentas se presenta como un acuerdo entre representantes de la empresa y el trabajo para repartirse de manera pretendidamente justa o equitativa los costes de la inflación. Pero, dado el flagrante desequilibrio existente entre salarios y beneficios empresariales, la pretensión de lograr soluciones imparciales o equitativas sólo puede entenderse desde la servidumbre al poder corporativo. En este sentido, la figura del pacto de rentas desde la mirada patronal se orienta más bien a prefijar marcos generales institucionalizados de contención salarial en un ámbito determinado, prioritariamente el estatal. Acuerdos generales que posteriormente se trasladarían al resto de ámbitos de negociación colectiva. Esto proporcionaría cierta certidumbre al sector empresarial y evitaría un otoño de disputa, convenio a convenio, en el que los sindicatos pugnen por garantizar subidas salariales correlativas al IPC. La agresiva sobreactuación ante medidas gubernamentales como los impuestos a banca y energéticas reflejan una realidad evidente: resulta poco probable una firma de la patronal en este ámbito que no garantice una serie de intereses corporativos fundamentales vinculados a la moderación salarial. La CEOE ya se ha mostrado tajante al respecto.

Contención salarial, es decir, asumir a priori por la parte trabajadora un determinado margen de pérdida de poder adquisitivo, echándose sobre la espalda, por tanto, una parte de la inflación. Un reparto de los costes de la actual crisis de precios que garantice el mantenimiento de la rueda del beneficio empresarial –que, como hemos visto en el caso de las empresas del Ibex, se está nutriendo de la espiral inflacionaria–, a costa de institucionalizar una determinada cuota de expropiación de la renta trabajadora vía pérdida de poder adquisitivo. Una línea de actuación que socavaría esfuerzos en la dirección contraria como el que representa la política de subidas continuadas del SMI por parte del Ministerio de Trabajo. Y que juega sobre el terreno abonado durante los últimos 15 años de crisis, en los que el peso de los salarios no ha hecho más que decrecer. El pacto de rentas, por tanto, ahonda en la devaluación salarial sostenida como vía de salida de la crisis de rentabilidad capitalista en que nos encontramos.

Frente al señuelo del pacto de rentas, ganar condiciones de vida

El objetivo parece claro: aprovechar el shock colectivo generado por la inflación y el turbulento escenario político que le acompaña –guerra de Ucrania, tensiones geopolíticas, agudización de la crisis ecológica y energética, etc.– para establecer a la baja nuevas condiciones de desposesión de las capas populares, blindando el beneficio empresarial y anulando la capacidad colectiva para escalar el conflicto social y sindical.

Se impone, por tanto, como primer paso un rechazo del relato patronal del pacto de rentas, para construir, a partir de la impugnación, nuevas trincheras desde las que ganar espacios y derechos, palmo a palmo. En lo concreto, el otoño se presenta caliente en Hego Euskal Herria, donde se plantea el reto de impulsar la pugna sindical por negociar convenios que reconozcan y garanticen actualizaciones salariales correlativas al aumento del IPC. Este va a ser un punto fundamental de la agenda socio-sindical del ciclo que se avecina. Pero no solo: la pelea por garantizar que las condiciones materiales de las clases subalternas no se vean mermadas por la espiral inflacionaria se extiende a otros ámbitos, como el de las pensiones –donde la pelea por la adecuación de su cuantía a los incrementos del IPC viene de largo y trasciende con mucho la actual crisis de precios– o las prestaciones sociales y la financiación de los servicios públicos. Y afecta también al ámbito de los trabajos de cuidados situados fuera del ámbito mercantil, sometidos a una cada vez mayor presión como consecuencia de la pauperización general.

Bajo esta mirada poliédrica de las luchas que se nos avecinan, tenemos una cita en las cuatro capitales de Hego Euskal Herria el próximo sábado 19 de noviembre, a través de la convocatoria de la Carta de Derechos Sociales de Euskal Herria bajo el lema «Pobretzeari Stop!». Es el momento de darle un vuelco a la situación en la pugna cada vez más encarnizada entre la gran empresa y los sectores populares por ver quién desposee a quién.

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