Josu Iraeta
Escritor

«Pescar a robo»

La evolución es algo inevitable, en todos los sentidos, tanto, que el resultado de los contrastes con la actualidad incluso puede resultar difícilmente creíble. Uno recuerda lo conocido en los años de niñez, en los 40-50 del pasado siglo, en la «Donostia mágica y señorial», los límites de pobreza extrema observados en el entorno y reconoce el mérito, la fuerza de voluntad y el esfuerzo por avanzar y prosperar de aquellas gentes.  

Eran tiempos difíciles, muy difíciles, la industria del metal −como la pesquera− sufrían el aislamiento al que eran sometidos por el régimen franquista. La escasez de materia prima mantenía las empresas del sector al mínimo rendimiento, lo que hacía que el poder adquisitivo del mundo del trabajo fuera verdaderamente escaso.

Mientras las bodegas y almacenes de Trintxerpe estaban llenos a rebosar con toneladas del mejor bacalao y no lo podían vender, el régimen consumía bacalao de Portugal en todo el Estado español.

Han pasado decenas de años y no parece que hayamos mejorado mucho.

En aquel tiempo, pocos querían trabajar en la mar, algo que muchos tenían como tradición familiar, pero la dureza del trabajo no era compensada, de ahí la llegada de muchos marineros gallegos y no solo a Trintxerpe, también al muelle donostiarra.

También son muchas las profesiones que han quedado «escondidas» en la historia. En el hermoso puente del Kursaal que une el barrio de Gros y la Parte Vieja, muchos «arrantzales de caña» se esforzaron durante años, aprovechando la marea alta, en la pesca del korkón, que, aunque no era muy apreciado por los donostiarras −el korkón vivía cerca de la alcantarilla del rompeolas− sí era estimado al otro lado del Bidasoa.

Eran conocidos como los korkoneros y pescaban «a robo», es decir, con el anzuelo limpio, sin cebo. Aunque, previamente «cebaban» el agua con pasta de sardina. Era necesaria mucha habilidad para pescar así los centenares de korkones que vendían.

Hemos conocido personas que obtenían del korkón el sustento de la familia.

Una muestra de la debilidad económica de muchas familias donostiarras en aquellos años del franquismo, el firmante de este trabajo la pudo comprobar en los campeonatos de pelota que la sociedad Amaikak Bat −calle 31 de agosto− organizaba en el frontón del barrio, cuando este aún se mantenía «entero» y no como ahora, víctima de la castración a la que fue sometido por el Ayuntamiento de Donostia, inhabilitándolo para la práctica de la pelota.

Seguro que el motivo no fue otro que mejorar el equipamiento e instalaciones deportivas de los donostiarras. Así se gana la confianza y el poder que otorga el voto.

Los mejores campeonatos de Gipuzkoa eran sin duda los del Antiguo y el de la Parte Vieja de Donostia, no hay duda y tenían mucha estimación, ya que seleccionaban a los mejores pelotaris. Tanto era sí, que −normalmente− muchos de los campeones pasaban a ser profesionales.

En uno de esos campeonatos y con el frontón a rebosar, el firmante de este trabajo estaba sentado en la grada de la cancha y merendaba viendo los partidos. Otro niño sentado junto a él y conocido del barrio, le sorprendió con un movimiento que le pareció increíble. De las peladuras de la naranja que había dejado en el suelo, el que se sentaba junto a él comenzó a comerse la parte blanca interna de su naranja. Jamás había visto nada parecido en su corta vida de once o doce años.

En el sector alimentario, la escasez de productos básicos hacía que todo fuera –no solo escaso− también caro, extremadamente caro. El pan y la leche −de calidad muy cuestionable− se obtenían con «cartillas de racionamiento» que regulaban el suministro en proporción de los miembros de la familia.

El aceite prácticamente no existía, solo podía obtenerse de forma clandestina, a precios exorbitados y en pequeñas cantidades.

En las carnicerías se veían pocas chuletas y menos solomillo, siendo el pollo asado el «rey» de bodas y bautizos.

Fueron tiempos de austeridad, tiempos que se prolongaron durante muchos años.

Dada la precaria economía familiar de las mayorías, y con el ánimo de prosperar a través del conocimiento, los seminarios y noviciados −lejos de su penuria actual− rebosaban de «vocaciones» que sirvieron −entre otras cosas− para dotar a muchos jóvenes de la preparación a la que pocos podían acceder en colegios privados regentados por diversas órdenes y congregaciones religiosas.

Esto nos lleva al primer párrafo y la mención a la evolución. Porque, a pesar de lo afirmado en el primer párrafo, no todo evoluciona y si lo hace, no siempre es para mejorar.

De las experiencias habidas y expresadas, quien me honra con su lectura pudiera concluir en lo afortunados que somos los vascos del siglo XXI, siendo nosotros los beneficiarios de la mejoría y el progreso aportados por la evolución en el tiempo, pero hay muchas verdades contrastadas que afirman lo contrario.

De esto nos informan amablemente desde la dirección empresarial, que manifiesta los graves errores que los jóvenes cometen en la elección de las licenciaturas, dejando de manifiesto −estos, los empresarios− su escasa memoria, olvidando a los miles de jóvenes licenciados que en las últimas décadas se han visto obligados a viajar lejos de nuestras fronteras −con su licenciatura bajo el brazo− y no siempre para desarrollar su incipiente profesión, sino para servir cervezas.

No sé si calificarlo de soberbia −desconocimiento no es−, pero algún calificativo merecen quienes no pueden negar lo vergonzoso de un sistema −el suyo− que se ve obligado a pedir colaboración a la ciudadanía para que aporte víveres, comida, en los hipermercados del país, que ayude a paliar la grave necesidad de miles de conciudadanos.

Estos empresarios tan serios y comedidos como sus responsables políticos me recuerdan mucho a los arrantzales de caña que pescaban korkones en el puente del Kursaal donostiarra, también «pescan a robo».

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