Portugal regresa a Portugal
Cada vez entiendo mejor a Erasmo de Roterdam encaramado a la frase concluyente: «Non placet Hispania». Sin más añadido. Ya en aquella época España exhibía con soberbia la elementalidad de su inteligencia y se enorgullecía del aislamiento más radical y menospreciante respecto a su contorno histórico.
El embajador de un reino alemán escribió que era imposible dialogar con una corte vuelta altaneramente de espaldas a la realidad europea de la época. El invento español del autismo político e intelectual ha perdurado hasta el presente. España segó de raíz sus escasas minorías políticamente cultas, los brotes de una ciudadanía responsable que no confundiera el gobierno con el mando; la razón con el cornetín. Pues seguimos igual.
Las últimas y agobiantes jornadas postelectorales han constituido un espectáculo abominable tanto por el leguaje de la mayoría de los dirigentes políticos como por el gritado en las adhesiones de sus seguidores. La exhibición continua de un fascismo agobiante, doblemente fascismo por su tosquedad verbal, ha producido que las minorías progresistas de España hayan vivido entre el exilio interior y la conspiración inútil, una vez más arrastradas por la riada. España sigue sin leer, sigue sin pensar. Sigue sin dignidad en la mayoría de sus conductores institucionales, como demuestra el triste papel del Sr. Rajoy haciendo unas ofertas degradantes a quienes hasta ayer eran víctimas de su escarnio¿Qué opinan sus seguidores de esta lamentable liquidación de principios a cambio de la cabecera del banco azul?
La situación me recuerda a las Cortes de Cádiz, que se muestran siempre como ejemplo del liberalismo sólido y democrático y acabaron en la sumisión contenida en el manifiesto de los Persas a Fernando VII –sesenta y ocho diputados que encabezaba el cardenal don Pedro Quevedo– solicitándole la restauración del absolutismo, supongo que para restablecer la «estabilidad» al regresar el monarca a su trono tras el cautiverio en Francia.
El texto de ese documento revela lo que sucesivamente han venido cultivando los dueños de la política española, que mienten una transición tras otra: «Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días de anarquía después del fallecimiento del antiguo rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias (en este lapso de tiempo) les obligase a ser más fieles a su sucesor». Y así se restauró en seis días el poder absoluto. Cádiz, el gran símbolo, quedó en las canciones cachondas de José María Peman: «Con las balas que tiran los fanfarrones/ se hacen las gaditanas tirabuzones». Sí, «non placet Hispania».
España necesita enfrentarse consigo misma en una revolución múltiple que abarque desde su verdadera dimensión territorial hasta la instauración de la economía necesaria para funcionar como colectividad. España no puede seguir explotándose a sí misma para mandar los beneficios de su autocombustión a quienes la mantienen en una constante reventa en Madrid. Esta revolución, que ha de ser mucho más que «reformas», le conferiría a España y Estados como el español una inicial modernidad que se intentó y se traicionó ya en la República del 31.
Es absurdo mantener que hemos entrado en la mecánica del desarrollo internacional –al fin débil mancha de estrellas en un universo oscuro– que a su vez va restringiendo brutalmente los espacios vitales de las masas. Si de verdad persiguiéramos la justicia social esta sería la hora de que España se encaminase a una nueva concepción y uso de sus potenciales volúmenes productivos, basada en la deconstrucción de las monstruosas acumulaciones sectoriales para navegar por las aguas próximas, populares, que permitan una redistribución del trabajo y de la riqueza.
Ya no es hora de ser «eficaz» sino de recuperar el concepto de «utilidad». La eficacia habla el lenguaje cerrado de las minorías explotadoras y la utilidad lo hace en nombre de una confortabilidad de la población total. Un gobierno español, tal como está planteado, puede ser eficaz en las grandes cumbres de las minorías frías, pero no tiene la menor utilidad para quienes viven en la frontera de lo imposible. Desde esta óptica es una traición hablar de crecimiento. Y un engaño gritar el ¡Viva España!, esa máquina constitucional troceadora de carne congelada.
Cuando un pueblo va engalanándose con la miseria no es hora de sacrificar a los ciudadanos en el tajo de los sueños vacíos. Quienes eso hacen, delinquen. Y quienes delinquen quedan inhabilitados para un juego político en que tras las cartas manejadas no hay una sola realidad. Cuando se llega a esta situación resulta indignante que políticos emboscados en una institucionalidad tan frondosa como dañina aspiren a retener un poder que es explotado en ridículas satrapías por dirigentes que jamás lograron sacarlas de la miseria. A estas alturas de la descomposición española no es aceptable pretender la restauración con otro invento igualmente español: el uso del mocho. Aquí no basta con fregar el suelo, hay que levantar otro edificio. No sirven las limosnas que tratan de satisfacer a los pobres. No vale decir: «Tome usted, para café». Y dejar en su mano un terrón de azúcar.
Y ahora vayamos a la pregunta propia de cualquiera que tenga el alma sanamente revolucionaria: ¿qué hacer para enfrentar este acabamiento de la justicia social, esta extinción de la democracia, esta carencia de sólidas referencias ideológicas? Dándole vueltas a la cuestión mi corazón político regresó a la revolución portuguesa de los claveles. Estuve en torno a ella durante un largo tiempo en Lisboa. Traté fraternalmente con Otelo Saraiva de Carbalho, que dio la orden de poner claveles en las bocas de los fusiles que salían de sus cuarteles entre el entusiasmo popular; me recibió el almirante Antonio Rosa Coutinho, el llamado almirante rojo, para hablar de su concepción de unas fuerzas armadas al servicio democrático del pueblo; me reuní con grupos universitarios del Partido Comunista en un ambiente de unidad; visité a los aún encarcelados del movimiento sindical… Portugal era un bloque formado a partes iguales de decisión y esperanza.
Luego pasaron los años y la izquierda europea entregó Europa a los mercados y procedió a la venta de las masas en unas colonias repletas de constituciones. Seguí con entusiasmo la rebelión griega contra las cuentas perversas de Bruselas, de Berlín, de los grandes bancos internacionales que votan todos los días sin necesidad de urnas. Grecia fue al fin traicionada. Pero regresó Portugal movida por el alma común que despertó un día con las notas estremecedoras del ‘Grándola, vila morena’. Y concluí que el mundo necesario ha de eclosionar de una voluntad común frente a la explotación brutal que no contabiliza los cadáveres. Esa voluntad no puede estar hecha con tornasoles, con patriotismos volubles a tanto los cien gramos. Portugal ha regresado a Portugal y los portugueses no quieren seguir pagando el gran banquete de los mercados. Espero que esta vez la traición disfrazada de «estabilidad» no entre como la espada en la carne de los ciudadanos que fabrican la riqueza ajena con el hambre y la desesperación propias.
El remedio a este inmenso seísmo no está en las líneas rojas sino en construir políticas de amparo y promoción social que conformen la verdadera patria de quienes ahora no tienen patria alguna. Porque una patria que no da de comer dignamente no vale dos higos. Hoy soy portugués.