Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Práctica del federalismo

El federalismo no es verdadero y constituye una flagrante trampa si es un federalismo de concesión y, más aún, si esta concesión ha sido ajustada a un hecho constitucional previo sobrevenido desde el poder de uno de los socios.

El federalismo no es verdadero y constituye una flagrante trampa si es un federalismo de concesión y, más aún, si esta concesión ha sido ajustada a un hecho constitucional previo sobrevenido desde el poder de uno de los socios.



Algunos socialistas españoles vuelven a hablar de federalismo. Y no pocos ciudadanos exigen la derogación de la Constitución del 78, un aparato trucado que nació del miedo a protagonizar una soberanía madura que demandaba un duro compromiso con el pensamiento libre y la asunción de riesgos como los que conlleva, por ejemplo, el derecho a decidir, que era fundamental para que la Transición no quedara en pura y hueca retórica; como así ha resultado.

Un español suele reaccionar temerosamente cuando le solicita un protagonismo comprometedor, como debiera haber sido la construcción constitucional. Ante una conmoción política que suponga el ser o no ser, el español huye de su implicación y prefiere que le «decidan» unos poderes rígidamente permanentes, que se sostienen devorando a sus propios hijos. La soledad con él mismo, es decir, la soledad responsable que le signifique, le estremece. Este aspecto me recuerda la respuesta de un grupo de gallegos al juez que les interrogaba sobre su denuncia por las bofetadas que habían recibido de un chulo de romería. «Pero ustedes eran por lo menos diez», observó prudentemente sorprendido el magistrado. «Eso es cierto, Señoría, pero íbamos solos».

Si la Constitución del 78 no es eliminada hasta la raíz la práctica democrática española seguirá consistiendo en escuchar bostezando un sermón para feligreses de cepillo dominical y agua bendita en el templo con las puertas cerradas. Es evidente que la «democracia» retrofranquista del 78 fue concebida para jibarizar la libertad comprometedora y regurgitar flatulencias producidas por ese rencor espeso e inespecífico que se multiplica en la historia de una España resuelta a no hacer nada «urbi et orbe». Es un rencor suscitado por estas aceptaciones forzadas, por estos compromisos desleales con lo que de verdad se piensa o se sufre.

Insisto. El gran drama de los españoles es que odian con un odio tan sugerido, tenaz, inconcreto, acumulativo e inextinguible que han decidido convertirlo en sustancia jurídico-penal, en delito, para hacer algo «útil» con él. Pero el caso es que el odio constituye una aversión o aborrecimiento de tipo moral, lo que le reduce a una manifestación o sentimiento que no cabe en ningún código, excepto el canónico. Esto me lleva a pensar si una «vista» por odio, ahora que está de moda penalmente, debiera desarrollarse en un confesionario y con un juez revestido con su estola ¿El odio es pecado o es delito?

De ese odio que hablamos participan históricamente las instituciones, que lo cultivan con una estupefaciente brutalidad intelectual y moral hasta convertirlo en motor primario de su gobierno sobre un pueblo que desprecian. Pensaba en ello hace algunos días en que se produjo un hecho escasamente relevante, pero profundamente significativo: la intervención y denuncia de un ciudadano por desacato, creo que en Euskadi, que no respondió al saludo de unos guardias civiles.

Lo grave de esta degeneración jurídico-filosófica es que el odio convertido en delito simplemente por sus posibilidades de suscitar hechos materialmente criminales, permite al juez aplicar prisiones «preventivas» que es otra monstruosidad jurídica de tomo y lomo, ya que encarcelar para prevenir convierte el vivir cotidiano en un existir «sub conditionem», lo que eleva al juez a un nivel de inteligencia celestial. Quizá esta capacidad previsora podría convertirse en un máster para abrir los tribunales a los cartománticos. No quiero ni imaginar, en la peor de mis fantasías parkinsonianas, al juez Llarena observando cuidadosamente la bola de cristal para detectar lo que yace en una conciencia mientras la Guardia Civil espera instrucciones. Yo podría perfectamente cometer el delito de pensar en la instauración de la república segoviana, o promoverla ideológicamente, en el entrañable pueblo en que ahora vivo. ¿Sería por ello un delincuente?

Pero hoy estamos hablando de los brotes de federalismo que surgen en el gobierno del señor Sánchez, que se entretiene atrayendo a los pájaros a base de echarles alpiste. El federalismo es un concepto de muy difícil interpretación. En principio y muy elementalmente entraña ese federalismo un acuerdo para que en Estados que alojan nacionalidades de muy distinto origen étnico, cultural, político, lingüístico o social –es decir, naciones– puedan convivir esas naciones reservándose una capacidad de gobierno muy ancha de costuras en cuanto al ejercicio del poder. Definido así el federalismo su instalación es tarea muy simple y razonable. Se trata de construir una estructura política que facilite actuaciones o proyectos que redunden en un beneficio común. Pero esta estructura no tiene validez alguna si es vertical y una de las naciones federadas se reserva el poder preeminente. Los verdaderos federalistas estiman, a la vista de lo que acabo de afirmar, que la federalización no es fiable si sus componentes no provienen de una auténtica y previa soberanía política. El federalismo no es verdadero y constituye una flagrante trampa si es un federalismo de concesión y, más aún, si esta concesión ha sido ajustada a un hecho constitucional previo sobrevenido desde el poder de uno de los socios.

Cabe, no obstante, que una negociación conducente a una realidad federal pueda contemplarse sin exigir una independencia previa si hay una recta disposición a negociar sobre una mesa sin condicionamientos previos de soberanía ¿Pueden Catalunya o Euskadi fiarse en tal sentido del convocante español para lograr un resultado auténticamente federal? ¿Permitiría España que el federalismo de que hablan los socialistas españoles, y teniendo en cuenta sus deslealtades históricas, fuese algo más que un autonomismo un poco más amplio que el presente, pero conservando los mismos rasgos chatamente administrativos? Mientras los posibles federados no tengan confianza en la verosimilitud del federalismo ofrecido como tal por Madrid, esto es con su justicia independiente, su orden público encarnado en fuerzas policiales exclusivamente propias, su hacienda libre y otros poderes por el estilo, lo ofrecido por los socialistas españoles es simplemente un cepo para cazar ingenuos. O lo que es más grave, un camino para elevar la tensión hacia límites muy graves.

Lo primero que debiera hacer el presidente Sánchez sería convocar una gran y solemne conferencia de nacionalidades asentadas ahora en el Estado «nacionalista» español para abordar una nueva, honesta y dinámica constitucionalidad. Si no procede en tal sentido el actual jefe del Gobierno de Madrid, el conflicto actual con los países catalanes, con la mayoría de los vascos y una masa cívica relevante en Galicia conducirá al desmembramiento del Estado español apoyado hasta ahora en una agónica Europa Unida que está entrando en una visible desintegración contenida a duras penas por el renacido imperialismo alemán y sus inestables aliados franceses e italianos. El centralismo español reviste ya síntomas graves de naufragio. España es una moneda virtual con la que no se puede hacer ninguna clase de negocios políticos. El panorama de la gobernación española es absolutamente deplorable; sin líderes que ofrezcan el más mínimo relieve, con masas en la calle que solamente pueden aspirar a una sobrevivencia puntual, con una desvertebración ideológica prácticamente absoluta, con una moral de saltimbanquis. No dramatizo. Trato tan sólo de unirme a los ciudadanos que rechazan el mito del apocalipsis, porque saben que ante «el sufrimiento –como dice Sesboüé– nuestra libertad se ve obligada a tomar posiciones para bien o para mal. A nosotros corresponde en definitiva dar sentido al sufrimiento que se nos impone».

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