¿Presidenta?
Galicia junio de 1458, Catalunya octubre del 2017, larga y desgraciada historia de una España concebida como una sociedad limitada y acostumbrada a la quieta espera de los beneficios intracoloniales.
Aun con mucha menos personalidad –su presencia pública es irrelevante– y mucho menos valor político, la Sra. Sáenz de Santamaría me recuerda cada vez que la veo o la escucho a algunas presidentas latinoamericanas de inocultable perfil dictatorial. Es más, la he vestido imaginariamente con el uniforme de la marina y adquiere cuando habla –sobre todo de la cuestión catalana– el aire decisivo y terco del almirante Carrero Blanco. Es castellanamente inflexible, intelectualmente corta, políticamente sin perímetro. Ahora mismo acaba de decir en Sevilla que es favorable a introducir modificaciones en la constitución, pero no a cualquier precio y, menos aún «para contentar a los nacionalistas». «Contentar», verbo minusvalorante que significa halagar sin profundidad alguna con el propósito de eliminar como sea a la mosca desazonante, en este caso los separatistas de Catalunya. Copio la información del periódico oficialista “El País”, así que no se le ocurra a cualquier guardia civil denunciarme a la fiscalía por apología de criminales, así los denomina irresponsablemente la juez Lamela, aunque –aun antes de sentencia firme– mediante una interpretación trasversal, como ahora se dice, de lo que estoy condenando. La vicepresidenta añadió, además, con desilusión visible, que los nacionalistas no se «contentan nunca».
Esta sumaria forma de pronunciarse me recuerda a mi abuela Emilia, que a veces me daba un duro para cenar fuera «a condición de que no invitase a Perico el de la farmacia porque era un anarquista». Inevitablemente este lenguaje me trae a la memoria asimismo un álbum infantil de cromos que retrataba el reino de la selva, donde el león era el monarca hastiado y la rana una chismosa cargante. Parece increíble que hayan pasado más de ochenta años desde el cuento de la selva y España siga sin andadura intelectual de adulta. Pero España es tan elemental e inapetente como “La amada inmóvil” de Amado Nervo: «¿Llorar? Para qué./ Este es el libro de mi dolor:/ lágrima a lágrima lo formé,/ una vez hecho, te juro, por Cristo/ que nunca más lloraré/ ¡Llorar! ¿Por qué?/ Serán un plácido florilegio/ un haz de notas que regaré/ y habrá una rosa por cada arpegio/ ¿Pero una lágrima?/ ¡Que sacrilegio!». Hasta aquí y ayudado por una consideración estática de la realidad española he llegado a esta fijación con la vicepresidenta. Pero cómo liberarme del paisaje exánime. Yo no me muevo si mi país no se mueve. Yo pido y él niega. Yo invento desde el alma y el niega desde sus huesos. Solicito un nuevo edificio político y siempre reaparece el Escorial.
Ruego dispensen este desahogo un poco atrabiliario, ya que opero dentro de un marco político disparatado en que la vicepresidenta, quizá devorada por la luz cantarina de Sevilla, procedió a unas declaraciones apalancadas en la lógica madrileña con una parrafada que hay que inscribirla en la catedral hispalense para memoria de nuestra era; dijo que era ilógico cambiar un texto constitucional que cuenta con un respaldo mayoritario de los españoles –el 88% de los españoles respaldó el texto de la carta magna de 1978– por otro con menos apoyos. Es decir, votos de hace 39 años. Votos ya de muertos en un porcentaje notable. Votos de supervivientes que en mayoría preocupante no han vuelto a pensar en si mismos o en el mundo que les rodea. Votos pétreos que amurallan cualquier paso que pretenda usar la juventud. Votos que surgen todos los días del sepulcro que preside el Valle de los Caídos. Votos para mostrárselos al Sr. Junker en un día sin copas.
El informe o noticia a la que sigo en esta digresión lo firma Raúl Limón en “El País”, claro, que se titula aterradoramente “Sáenz de Santamaría enfría la reforma de la Constitución”. Esto es, aún no asamos y ya pringamos. Ante esas palabras escucho próximas las aclamaciones en la capital de la España: «¡Presidenta, Presidenta!». ¿Es lo que desea y prepara Rajoy o se trata de las honras fúnebres anticipadas a quien no quiere morir? Ya que cuenta con apoyos como el del líder del PSOE que según el artículo del Sr. Limón «defiende la reforma constitucional para determinar cómo Cataluña se queda en España, pero que no se pueda ir». ¡Señor, haz el milagro de que la noética pase un momento por España!
Por qué esa mortal inmovilidad española, que echaba de menos el ilustre conservador don Marcelino Menéndez y Pelayo cuando describe la desgraciada y reprobable audacia de los heterodoxos españoles, que llegaron a asentar su luteranismo o su erasmismo cristiano –es decir su ansia de libertad– en el centro mismo de la vieja Castilla, cansada de explotaciones materiales y de ausencia de libertades; harta de imágenes fijas y de dogmas; agotada por el papel de tierra de cristianos viejos. Una España a la que se hizo renunciar a la verdadera existencia conducida, como afirma Viktor Frankl, por la «voluntad de sentido», anclándola en el principio ahora rajoyniano de que «las cosas son como son». ¿Y cómo son, Sr. Rajoy? España y los españoles han quedado huérfanos de la voluntad de sentido, que es algo inmensamente más importante que la ley o las constituciones. Esa voluntad de sentido que ha llevado a los catalanes a levantarse pacífica y democráticamente para recobrar su propio ser y dar sentido a su vida más allá de lo policial que funciona con fluido ajeno.
Qué poco sabe usted de su propia tierra, Sr. Rajoy… Si supiera algo entendería algo sobre la revitalización del alma gallega que también se alzó contra la España infértil en varias ocasiones. Galicia es esto que manifestaron los irmandillos en 1458 y que sigue esperando en el ADN galaico: «Puesto que todo hombre es ‘obligado’ a morir por tres cosas, la primera por su ley, la segunda por su rey, la tercera por su grey et por la cosa pública de su ciudad et libertad della… asy mesmo vyendo como éramos robados et destruidos de nuestras propias casas et bienes et nuestras villas, et la república destruyda de sus libertades y franquesas…, por la presente conoscemos et otorgamos, nos, los cavalleros de suso nombrados, que nos aliamos, confederamos et hermandamos con los concejos, alcaldes, jueces, oficiales et ombres buenos de las dichas cibdad de Santiago et villas de Noya et Muro… por nos acrecentar et abmentar las tres cosas sobredichas… et acrecentar la justicia» (citado en “La rebelión irmandiña”, de Isabel Beceiro).
Pero no les valió a los gallegos ni su oferta de obedecer mejor al rey castellano, ya que los arzobispos, obispos, nobles unionistas y otros sobrepuestos agiotistas vendidos a la Corona de Castilla destruyeron aquel propósito de libertad y los irmandiños fueron ejecutados o encarcelados. Galicia junio de 1458, Catalunya octubre del 2017, larga y desgraciada historia de una España concebida como una sociedad limitada y acostumbrada a la quieta espera de los beneficios intracoloniales. Ante eso, el Código Penal es reformado para convertir en teledirigido delito el odio, que es sentimiento tan difuso, profuso y confuso que según la Real Academia de la Lengua Española, tras definirlo sintéticamente como «antipatía o aversión hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea», dice, en apenas tres líneas, que en lo jurídico ha de administrarse con carácter restringido. Pues ante esta advertencia ha de leerse la amplitud que alcanza la aplicación de la nueva figura delictiva. No se puede dejar estas posibles condenaciones en manos de magistrados imbuidos del propósito con que fue creada la Audiencia Nacional. Así lo creo como ciudadano dotado de libertad de expresión, ante la acción de la magistrada Lamela. Sí, España precisa saber «qué es ser español», como ha dicho ese extraño político hispano-francés que es el ex jefe del Gobierno de París, Sr. Valls. Pero de estos personajes hablaremos otro día.