Juan Ibarrondo

Qué, cómo y para qué producir, el futuro de la economía vasca

La retórica del new green deal pasa horas bajas en Europa tras la ofensiva trumpista en la economía y la militarización. El maquillaje verde se deshace según la burocracia europea rebaja cada vez más las normas medioambientales y de derechos humanos.

Mientras, se abre la barra libre para la triple transformación, digital-energética-militar, estrechamente relacionadas entre sí y entendidas como tabla de salvación para el mantenimiento del crecimiento de las tasas de ganancia de las élites económicas europeas en tiempos difíciles.

En ese contexto, la cuestión de la descarbonización pasa a segundo término, pero continúa el impulso público a los megaproyectos de energías renovables, que muestran su verdadero rostro según vamos conociendo la aparición de macro centros de datos, que consumirán una buena parte de la energía que llaman verde.

En nuestro país, buen ejemplo de ello es el macrocentro de datos proyectado en Álava por la Socimi Merlín Properties, que se calcula utilizará casi tanta energía como la utilizada actualmente en el conjunto del herrialde.

A esto hay que sumar la vuelta de los apoyos económicos públicos a la compra de automóviles de gasolina o diésel, que muestran las resistencias a renunciar a los combustibles fósiles.

A la vista de todo ello, ahora entendemos mejor la «obsesión» por la instalación masiva de parques fotovoltaicos y eólicos en montes y tierras de cultivo alavesas.

No se trata tanto −como nos vendían− de sustituir la energía fósil por renovable para evitar el cambio climático, como de dar de comer al insaciable apetito energético del capitalismo digital, dirigido −de momento− por las grandes corporaciones estadounidenses (GAFA); así como de satisfacer el ansia de beneficios en constante aumento de las empresas de la construcción y la energía, financiadas por los grandes bancos. A nadie se le escapa, por otro lado, que las megainfraestructuras energéticas y los macrocentros de datos suponen una afección sin precedentes al territorio.

A estas dos grandes transformaciones se les suma la tercera pata de la triple transformación que se trata de poner en marcha, en Europa y en Euskal Herria, la transformación de la industria de uso civil en militar.

El sector militar está en auge, y ya lo defienden sin complejos los voceros de las élites económicas vascas como una oportunidad que no puede dejarse pasar. Una oportunidad entendida como alternativa ante el declive de otros sectores, especialmente el de la automoción.

No podemos olvidar tampoco que la industria militar es un sector muy demandante de energía, lo que explica en parte la vuelta de la energía nuclear −además del uso militar de esa energía−, y muy digitalizado, con la utilización de las llamadas tecnologías de doble uso, eufemismo para justificar la industria de la guerra.

Entrando en el meollo del debate sobre el futuro de la economía vasca, hay quienes argumentan, con cierta lógica, que la industria vasca −pilar de nuestra economía− necesita mucha energía, y que una nación que se pretende soberana no puede ser tan dependiente energéticamente como lo es Euskal Herriaa en estos momentos.

Para tratar sobre este argumento y encarar el debate sobre el futuro de la economía vasca, propongo responder a tres preguntas muy sencillas, pero imprescindibles para orientarnos, más allá de esoterismos económicos.

¿Qué, cómo y para qué producir? De las respuestas a estas preguntas dependerá el rumbo de la economía vasca en las próximas décadas.

La respuesta de la economía clásica capitalista a la pregunta de qué producir sería: cualquier cosa que pueda venderse. Sobre cómo producir: hacerlo de la manera más eficiente posible, es decir, en el menor tiempo posible y con el menor coste posible para conseguir el mayor beneficio posible. La pregunta sobre para qué producir, sería respondida como tautología: para seguir produciendo, o dicho de otra forma, para mantener el crecimiento económico.

Si nos conformásemos con estas respuestas, no habría nada que objetar a la fabricación de armas o a la instalación de infraestructuras dañinas, pues lo importante no es su valor de uso, sino su valor de cambio, por utilizar la terminología marxista.

Desde esa perspectiva, cultivar hortalizas o colocar placas fotovoltaicas en tierra fértil, construir bicicletas o minas anti-persona es, pura y simplemente, una cuestión de mercado, pero ha sido precisamente esa confianza ciega en la varita mágica del mercado la que nos ha llevado a la grave situación que ahora vivimos.

Sin embargo, desde una perspectiva económica que busque el bienestar humano, la soberanía nacional y el mantenimiento de la paz; es decir, si la economía debe servir para garantizar el sustento de la humanidad, como escribió Karl Polany, las respuestas son mucho más complejas, puesto que es necesario conciliar de forma política intereses y aspiraciones a veces contrapuestas.

Si nos preguntamos qué producir para lograr un razonable bienestar y cierta soberanía sobre el territorio en que habitamos −en paz y concordia con los vecinos− lo primero que necesitaremos será comida, agua y techo.

Una vez conseguidas estas prioridades, pensaremos en conseguir calor en invierno, o tal vez −tal como se avecina el cambio climático−, frío en verano; compañía, en un mundo donde la soledad no deseada aumenta entre otros motivos por la virtualización de las relaciones; salud y educación, de calidad, pública y universal; cultura y diversión.

Decirlo puede parecer pueril −tan degradada en su sofisticación está la ciencia económica en estos tiempos− pero también resulta bastante difícil de rebatir que el futuro de la economía vasca debería ser capaz de acercarse al logro de estos objetivos.

Obviamente, se me dirá, de acuerdo, pero todo eso, ¿quiénes lo disfrutarán? ¿Será un disfrute común o solo de algunos privilegiados? ¿Los de aquí o los de fuera?

Preguntas clave sin duda, pues la economía de mercado −como sabemos− ha aumentado las desigualdades de tal forma que son cada vez menos quienes pueden disfrutar de esos bienes que alguna vez consideramos derechos (comunes o sociales) y que, cada vez, son más privilegio de unos pocos.

Además, la ola de xenofobia y racismo que inunda Europa y reclama: derechos sí, pero solo para los de aquí, es un peligro para cualquier concepción humanista de la economía y la política.

De manera que el futuro de la economía vasca debería tratar de lograr esos objetivos para todas las personas, independientemente de su origen, género o condición, como reza la Declaración Universal de DDHH.

La formulación que en el siglo pasado hizo la izquierda abertzale, «vasco es todo aquel que vive y trabaja en Euskal Herria», va también en esa línea de construir un soberanismo inclusivo.

Vistas así las cosas, la pregunta que surge enseguida es si la propuesta de las tres grandes transformaciones que proponen las élites nos acerca a esa situación ideal que tratamos de conseguir o nos aleja de ella.

Utilizaré para tratar de contestarla un argumentario basado en una fuente bastante heterodoxa, pero eficaz por su simplicidad.

Hace ya décadas, Ivan Ilich escribió un libro no muy conocido con el título de "Convivencialidad". En él, argumenta que una herramienta no es convivencial cuando en todo el proceso desde su diseño hasta su uso produce más daños que beneficios a la sociedad.

En ese sentido, la digitalización, tal y como se plantea por parte de los tecnofeudales, es una dinámica no convivencial. No hay más que ver sus nefastas consecuencias para la salud mental de la población, entre otros graves perjuicios o nocividades ligados a la extracción de datos y el control social, frente a supuestos beneficios como los cantos de sirena transhumanos y las más que dudosas ventajas de su extensión a casi el conjunto de las relaciones humanas.

Más claro aún es el caso de la industria militar, que nos vende seguridad y beneficio económico cuando en realidad provoca guerras, muerte y desperdicio.

Por último, el caso de la transición energética, entendida no como una sustitución de energía fósil por renovable sino como adición al consumo de energía −como hemos visto− también perjudica más que beneficia a la sociedad y el medio ambiente.

Por tanto, y también desde el punto de vista de la soberanía, una perspectiva a tener cada vez más en cuenta ahora que vemos colapsar la globalización neoliberal, las prioridades deberían ser otras, que podamos calificar de convivenciales siguiendo la clasificación de Ivan Ilich.

La conservación de la tierra fértil, garantizando la soberanía alimentaria y la subsistencia del campesinado; preservar el agua potable, un bien indispensable y cada vez más escaso por el consumo excesivo y el cambio climático; la generación y uso de la energía de forma renovable, descentralizado y racional en su consumo; cuidar la salud colectiva, entendida en sentido amplio, atendiendo al conjunto de los determinantes de la salud, y, finalmente, poner en marcha una educación integral de la población, que fomente la justicia social, la paz y el buen vivir como valores humanos inalienables.

Desde luego, esto no quiere decir que haya que renunciar a la industria, ni dejar de reconocer la complejidad de las relaciones económicas actuales, ni tampoco negar la necesidad de una transición hacia las energías renovables, pero sí entender que cualquier estrategia económica o industrial que perjudique estas prioridades va en contra de la soberanía y enturbia más que aclara el futuro.

De esa forma, las prioridades señaladas serían lineas rojas que no debemos sobrepasar, si queremos garantizar la supervivencia de los ecosistemas naturales y sociales básicos para nuestra subsistencia como pueblo libre.

La solidaridad, el sentido de comunidad, la tradición del trabajo compartido, la democracia directa, participativa o asamblearia..., forman parte de estos ecosistemas desde un punto de vista ecosocial.

Mantenerlos y desarrollarlos es tan importante como el cuidado del medio natural, del que −a fin de cuentas− forman parte.

Por tanto, a partir de estos parámetros, deberíamos iniciar −en mi opinión− el necesario debate sobre el futuro de la economía vasca, sin dejarnos distraer por fuegos de artificio y argumentos interesados que juegan contra el bien común y buscan el beneficio particular.


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