Iñaki Egaña
Historiador

¿Qué hacer?

«Tenemos un pasado, lejano y cercano, que no podemos evitar y que, al margen de su interpretación, nos ha agrandado como país. Nadie ha reivindicado una arcadia feliz, un paraíso terrenal, sino un mundo más justo, solidario y especialmente propio. En esa aldea global en la que nos hemos convertido, la especificidad y la defensa de lo nuestro, en el sentido más amplio, tiene que ser prioridad.»

No aspiro a ser pretencioso con semejante título. También intentaré no parecerlo. Únicamente deseo aportar una ligera reflexión a un año que se presenta quizás con menor impulso que el superado. Alguien marcó con un círculo rojo el 2012, como un año especial. Lo fue pero, probablemente, no colmó las expectativas que habíamos puesto en él. Por eso abordamos 2013 con otro tiento. Vamos aprendiendo.
No se fue 2012 hartando el horizonte previsto. Quizás porque llevamos muchos años esperando para abrir de par en par la puerta a la esperanza. Cualquier destello nos anima a concebir ilusiones, como no podría ser de otra manera, mientras que el sonido de los cerrojos nos colma de zozobra.


La semana pasada, quiero traerlo a mis notas, en el acto organizado conjuntamente por Goldatu y Euskal Memoria sobre el Proceso de Burgos, la familia de Roberto Pérez Jáuregui, muerto por la policía en las protestas por la farsa franquista, leyó un texto en recuerdo del fallecido: «ha valido la pena, a pesar de que, en nuestro caso, el precio pagado haya sido tan alto».


Esa es precisamente la esperanza y la decepción, que va y vuelve, que se apega a nuestra epidermis con ardor. No puedo menos de arrimarme a tiempos pasados, muy cercanos, hace apenas cinco años cuando la brújula no dejaba de balancearse. Es difícil reflexionar con frialdad cuando las salidas están copadas, cuando la inercia se ha adueñado del escenario. Pero en política se exige efectividad, pragmatismo.
Es cierto que el pragmatismo está reñido con la utopía. Pero necesitamos de ambos. En esta pugna entre lo posible y lo imposible, hemos mantenido el barco de la contienda, con la cabeza bien alta, por cierto. A un precio, como decía la familia de Pérez Jáuregui, muy alto. Esa debe de ser la tarea más urgente. Descargar el coste humano de un proyecto que sigue adelante.


En un proceso unilateral, como el actual, los pasos en esa dirección son inciertos. Pero nuestro compromiso debe crecer. ¿En qué dirección?, me preguntarán cuando se ha hecho de todo y hemos sido capaces de llenar Bilbo en la mayor concentración vasca del siglo XXI. Aunque la audacia es un arma de doble filo, audaces deberemos ser para mover a un paquidermo como el español y a otro como el francés que se escuda cómodamente en el de Madrid.


Se dirá, asimismo, que hace cinco años, cuando comenzó el viraje a la nave, el pragmatismo venció a la utopía. El tiempo marcará interpretaciones. Creo que la utopía sigue vigente, intacta en la versión que más nos atrae. Por la que luchamos. Y aunque a veces confundamos utopía con sueño, es saludable sorprender a la apatía.


Por eso, los nuevos espacios arrancados, tanto al enemigo como al adversario, deben de ser pugna permanente entre ambas cuestiones. Se pueden gestionar presupuestos, ordenar carreteras, conceder ayudas al desarrollo desde una óptica revolucionaria. Porque revolucionario es el proyecto que pone en entredicho un sistema centenario como el que nos atenaza. En la medida que su objetivo sea tumbarlo.
Hace poco más de 40 años que una generación de oro, tomando un poco de aquí, otro poco de allá, lustrando nuestro pasado más digno y arrojando a la basura el más vergonzoso, se atrevió a modificar en una apuesta que parecía tan osada como la de los iluminados medievales. Pero funcionó, a pesar de los augurios. Y a pesar del enemigo.


Txabi Etxebarrieta fue quien firmó aquella frase que decía que todos debemos dar un poco para que unos pocos no lo tengan que dar todo. No quiero, sin embargo, recostarme en su reflexión, obvia por otro lado, sino en la de su hermano José Antonio, en un artículo que publicó en la revista “Zutik”, órgano de ETA. «¿Qué tenemos que hacer?». Y si clásicos como Lenin y Mao Zedong, al margen de otros que no acierto ahora a recordar, se hicieron la misma pregunta, y la contestaron, por supuesto, Etxebarrieta cayó en la misma tentación. Y créanme si les digo que sus reflexiones tendrían hoy vigencia.


Previamente partía de una constatación que se me hace familiar al oído a pesar del tiempo transcurrido. Permítanme la cita: «Nos hallamos en una posición totalmente particular, estamos rodeados de enemigos y no hay ninguna fuerza interesada en apoyarnos. Incluso algunos, que puedan creer en que algunos movimientos de izquierda puedan ayudarnos, no deben olvidar que estas fuerzas están mucho más interesadas en colocar a amigos suyos en Madrid y París, y aun en el caso más favorable no pasarían de ayudas morales. Nosotros somos los kurdos de Europa, con el inmenso lastre de la industria y la banca capitalistas».


No somos kurdos, pero algo de ello hay. Con el salto del tiempo, de generaciones y, sobre todo, con el cambio en la línea táctica de abordar políticamente la reversión histórica al conflicto, la cuestión vasca y la kurda se distancian. Sin embargo, el enemigo sigue siendo del tamaño del kurdo, unos estados con una tradición heladora, capaz de matar por honor, de justificar por dinero y de exterminar, al menos históricamente, por un pedazo de tierra.


Tenemos un pasado, lejano y cercano, que no podemos evitar y que, al margen de su interpretación, nos ha agrandado como país. Nadie ha reivindicado una arcadia feliz, un paraíso terrenal, sino un mundo más justo, solidario y especialmente propio. En esa aldea global en la que nos hemos convertido, la especificidad y la defensa de lo nuestro, en el sentido más amplio, tiene que ser prioridad.


De ese pasado, vuelvo a reseñar que lejano y cercano, que nos ha moldeado como somos incluso políticamente, debemos mantener una de las piezas fundamentales de cohesión: la honestidad. Es el gran aporte de la izquierda abertzale a la historia de los últimos 50 años, en medio de sus dos muros de contención naturales, el jelkidismo (PNV) el socialismo (PSOE). El entrecomillado al gusto.


Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario. Lo escribió Lenin pero lo pudo haber dicho Perogrullo. También dijo aquello de la vanguardia y el partido, algo que quizás hoy se tambalea. Es una de las claves para el futuro. Desterrar de la teoría revolucionaria clásica lo inservible.


Algo que, y no quiero ser cansino con las citas de José Antonio Etxebarrieta, ya avanzó en el texto narrado: «Nosotros, (en referencia a ETA) solamente somos un núcleo concienciado del pueblo, nacido de él y en él. Nuestra tarea es una y sólo una: dar conciencia al pueblo de sus necesidades, enseñarle quiénes son sus enemigos, para que él haga su revolución».


Esta construcción teórica, aunque pueda resultar paradójica, debe tener un respaldo práctico. La entrada en instituciones de cualquier tipo permite hacer otro tipo de política. Y se debe de hacer. Pero siempre con las perspectivas expuestas. La disputa ideológica, a veces no nos damos cuenta de ello, se encuentra como el oxígeno, en todos y cada uno de los apartados de la vida.


Una circunstancia descuidada en los últimos tiempos. La lucha armada ha servido para agudizar posturas, para llevar a los extremos amigos y enemigos. Sin ella, las estancias se hacen permeables y, en ese nuevo escenario, la sociedad televisiva, la desidia, el individualismo, tienen un caldo de cultivo más extenso. Con un nivel propio semejante al de 2012, la pelea ideológica tiene un futuro, desde posiciones rupturistas, muy negro. Y perdón por la expresión.


2013 será un año sorprendente, como todos. Nuestra fuerza política y los movimientos de enemigos y adversarios, los segundos susceptibles de aliarse a un proyecto de emancipación, marcarán su desarrollo. Llegarán, como siempre, momentos de mayor ilusión y, también, de desasosiego. Nunca hay, sin embargo, un punto y final, una consecución de esos logros marcados ayer o hace cien años.


Quiero, en esta línea, concluir con una nueva cita, la tercera de este artículo. Quizás las comillas me pierdan el fondo del escrito, pero deseo traer aquella reflexión que dejó Che Guevara a sus hijos, ese testamento apresurado: «Recuerden que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo».

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