Pedro Ibarra

Que no nos pase nada

Desaparecida la referencia colectiva, el individuo desde su aislamiento decide que su única respuesta para sobrevivir es la lucha de todos contra todos, o más exactamente de él contra casi todos. Es la respuesta de aquellos que se sienten relegados, que sienten que no le son reconocidos sus méritos.

El asalto al Capitolio de Washington es consecuencia de un proceso de división y confrontación social que empieza ya hace bastante años y del que Trump ha sido su gran inflamador. A lo peor en España se este dando un proceso –tendencia, camino, contexto– parecido. A ver.

Declaraciones políticas inflamadoras son asumidas por un creciente publico. Como era previsible Abascal no ha condenado la ocupación violenta del parlamento americano. La imagen de Abascal, subido a un caballo con mirada de triunfador sobre las hordas antiespañolas, es copia de la de uno de los asaltantes del Congreso vestido de búfalo invencible.

Hace un año, Abascal hizo un llamamiento a la movilización ante el «repugnante fraude electoral de Sánchez», a un levantamiento popular contra «el gobierno traidor, ilegítimo y enemigo de la soberanía nacional». En unas reciente declaraciones literalmente afirmó que el gobierno «había traído la muerte al país». Contundentes falsedades –mezcla de brutalidad y estupidez– que además constituyen un delito de calumnia y un delito de odio. Acusación falsa de delitos, entre ellos nada menos que el de genocidio (promover la muerte de miles). Incitar el odio a gobiernos y sectores políticos acusándoles de horribles conductas.
Pero nadie ha interpuesto la correspondiente denuncia judicial por estos delitos a este individuo y su cuadrilla de imitadores discursivos. Parecería que estas falsas y graves acusaciones han alcanzado la categoría de normalidad. No merecen ser tenidas en cuenta, ni ser disputadas, ni por supuesto condenadas ni denunciadas. Es lo que hay. Lo normal.

Por otro lado proclama, junto con el líder del Partido Popular, Pablo Casado, que no se queje la izquierda de lo del Capitolio, dado que ellos hacen lo mismo. Otra idiota falsedad –no tiene absolutamente nada que ver un manifestación delante de una institución que la ocupación violenta de un Parlamento– pero que... funciona. Cada vez más ciudadanos estén convencidos que la izquierda encarna el Mal. En el mensaje descalificador de Abascal y sus cercanos solo aparece expresamente la izquierda española como culpable; es la izquierda española la que hace radicales acciones antidemocráticas. Es es lo que desean oír y están preparados para oír. Sus lideres a todas horas y de todas las derechas les dicen que la izquierda es el enemigo y por tanto su acción tiene que ser condenada. Funciona.

Crece el número de españoles que esta convencido tanto que hay que acabar con la izquierda y con todo lo que ella promueve, como que la derecha y ultraderecha van ser capaces de solucionar sus problemas. Y que asume o al menos no descarta que la solución exija una confrontación radical.

Vivimos tiempos –ya época– de incertidumbre. La cultura social que se extiende está marcada (y al mismo tiempo es una respuesta) por –y a– la incertidumbre. Es la respuesta individualista desde la soledad. Esta creciente cultura, alimentada por la incertidumbre, implica el rechazo, el desprecio –sin más la ignorancia– de convicciones y propuestas que, desde la construcción de un nosotros de iguales, formule un horizonte definido por la igualdad, por la solidaridad, por compartir lo común.

Desaparecida la referencia colectiva, el individuo desde su aislamiento decide que su única respuesta para sobrevivir es la lucha de todos contra todos, o más exactamente de él contra casi todos. Es la respuesta de aquellos que se sienten relegados, que sienten que no le son reconocidos sus méritos.

Entiende que solo él debe buscar su vida. Los otros son aquellos con los que debe competir para ascender desde su posición de relegamiento. Con unos otros debe competir, pero hay otros (mujeres, parados, precarios, inmigrantes) que dada su objetiva inferioridad deben ser mantenidos en su dependencia y marginalidad y, por tanto, ser impedidos de que progresen para lograr un status de igualdad. Se agita en favor de la desigualdad, en favor de su superioridad y, por tanto, a favor de una autoridad que mantenga la jerarquía social. Afirma que aquellos que gobiernan, que defienden la igualdad, son los enemigos a abatir.

Aquí aparece el mensaje de la derecha y ultraderecha. Nosotros te prometemos autoridad y jerarquía respecto a los otros; respecto a los inferiores. Además te prometemos una nación para ser querida. Algo que te da la consoladora sensación de que no estar solo, de participar con otros en un afecto común pero que no te supone ningún compromiso de trabajo colectivo con los otros (¡horrible quimera comunista!). Y al mismo tiempo ese amor establece los enemigos– lo antiespañoles– a combatir. Una apasionante oferta.

Otra estrategia comunicativa es el uso de la mentira. Esta ya muy próxima la desaparición total de la verdad y su búsqueda. El uso de la mentira –la ya hoy no/verdad– es operar en y con la normalidad.

La opción por la falsedad genera desprecio de la cultura de la universalidad solidaria, de la cultura de valores que hacen referencia a la igualdad, a los derechos para todos, etc. La búsqueda de la verdad consiste en encajar los hechos en el conjunto de valores universales de referencia; valores que se suponen reconocidos por todos y que, por otro lado, son los que orientan la posibilidad de construir un mundo común solidario. Si la incertidumbre destruye todo lo que implique referencialidad colectiva, desaparece, por tanto, esa dimensión central en la construcción de la verdad que supone la incorporación de valores universales.

En consecuencia la mentira funciona a través de simples, auto–limitadas, afirmaciones. Derecha y ultraderecha son profesionales en el uso de la no verdad como discurso político. En los ejemplos anteriores, en ningún momento existe la más mínima explicación, razonamiento, justificación o relación de hechos con valores sobre esos insultos. No las hay porque parece que la población ha desistido de pedirlas y, por otro lado, porque por si solas, aisladamente, funcionan muy bien. Crecientes sectores de la ciudadanía parece que han desistido de entender la política como una relación racional entre gobiernos y ciudadanos. Esa relación en la que existen contenidos, propuestas, debates, intereses, identidades que se defienden y apoyan.

A ese sector creciente de los ciudadanos lo que le mueve, es poder tener un enemigo claro y definido. Alguien en quien poder verter la emoción movilizadora del odio. Y ese es el mensaje que reciben: que las cosas van mal porque hay unos malvados que deben ser despreciados o... arrojados. La relación entre el vacío discursivo, la mentira y el odio o desprecio funciona, es eficaz... para los intereses de quien la promueve.

Volviendo al pregunta de origen parecería que tanto acontecimientos, declaraciones, posiciones políticas y sobre todo una creciente cultura de comprensión y apoyo a radicalización de la confrontación política liderada por la derecha y ultraderecha, plantea riesgos. Una confrontación violenta, probablemente estaría liderada por grupos, individuos «genéticamente» violentos, homófobos, racistas, etc. Grupos no muy distintos a la macro– banda que asaltó el Capitolio americano. Pero el riesgo principal no es ese. El problema es que se extiendan y consoliden sectores de la población que su cultura social, su limitada y radical concepción política, les lleve al menos a entender –¿y por que no apoyar– una confrontación de este tipo. Y parece que van a más. Que no nos pase nada.

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