Qué se desprende de proclamar la no violencia
El pasado 2 de octubre fue el día de la no violencia. Una buena oportunidad para reflexionar sobre lo que significa, más allá de enunciar un noble deseo de paz universal, en momentos como los actuales, en los que sigue habiendo horror, sufrimiento y muerte humana provocada por la insana codicia, la desconfianza y falta de escrúpulos de gente que no es precisamente pobre.
Propongo unas reflexiones al respecto de la no violencia. La primera es que el factum, hecho o realidad evidente y condición de posibilidad de la exigencia ética, de la justicia y de la política es el sufrimiento humano causado por otros humanos al infligir carencias de los mínimos materiales o acciones violentas. Si no existiera sufrimiento, no nos necesitaríamos unos a otros, no seríamos interdependientes sino autosuficientes, no sufriríamos por injusticia y no habría queja. En ese caso, no harían falta normas de convivencia.
Otra segunda reflexión es que la violencia es un recurso evolutivo que, como en otros animales, está presente en el animal humano. No podemos negarlo. Pero ello no permite concluir que el humano es necesariamente violento, sino que puede serlo en según qué ocasiones de amenaza o necesidad perentoria, como el logro de alimento. Aun así, no podemos concluir que debemos ser violentos o que la violencia está justificada por naturaleza. También es pacífico, social, empático y, por su facultad racional comunicativa, capaz de establecer acuerdos con el resto. Pero tampoco podemos concluir que debemos ser pacíficos. Hace falta algo más.
Una tercera reflexión es la paradoja de la proclamación de la no violencia en un mundo en que la propiedad y acumulación de particulares y países son, en su mayor parte, resultado del uso de la violencia y/o de la fuerza durante el transcurso de la historia, propiedades que han seguido siendo heredadas hasta hoy. Esos títulos de propiedad, que hoy constituyen derecho jurídico, están preñados de violencia y fuerza, en el sentido de abuso de superioridad de dominio sobre quienes son más débiles. Pero el derecho es esencialmente una relación moral, por establecer un deber, una obligación de respetar el ejercicio de ese derecho. Y, como dice cierto filósofo, que exista un derecho significa que hay razones morales para respetarlo. Su fundamento, por tanto, es moral. Muchos prefieren decir «ético». Lo mismo da. Se trata de deber moral. En sentido estricto, hoy, si abrazamos los valores democráticos, difícilmente podríamos aceptar la obligación moral de respetar lo conseguido mediante la violencia. Si yo te digo «De acuerdo, abandonemos la violencia, pero sigo reteniendo lo conseguido mediante ella», no la estoy rechazando sino validándola como vía de apropiación.
¿Adónde nos llevan estas reflexiones? Según la primera, necesitamos normas de convivencia para no sufrir violencia o injusticia de fuerza arbitraria y para decidir cuándo el uso de la fuerza es legítimo. La segunda reflexión es que esas normas no vienen dadas por nuestra naturaleza, sea violenta o pacífica, ni siquiera por ser seres con capacidad racional comunicativa. Esas normas, principios, leyes, etc. solo pueden ser aceptables si son acordables y acordadas entre todos y todas en un continuo diálogo y discusión, en igualdad de condiciones intelectuales, económicas y sociales. Es cierto que la igualdad no existe. Pero podríamos imaginarnos cómo debatiríamos si fuéramos iguales. Alguien llama posición original a esta ideal situación. Por eso, según la tercera reflexión, todo acuerdo que se establezca, como se establecen hoy los acuerdos, desde la desigualdad real, de hecho, será un pacto o acuerdo preñado y viciado de desigualdad causada por las violencias o fuerzas pasadas, históricas, existentes en la negociación. Por eso vivimos en una democracia que, en realidad, no es tan democrática.
Última reflexión. Parece que la historia de la filosofía en general y de la filosofía moral en particular es la búsqueda de una verdad que está por algún lugar del cielo (Dios), de la tierra (la naturaleza), de la historia o de alguna ocurrencia de algún sabio filósofo, que no filósofa. No creo que el campo de búsqueda sea acertado pues en filosofía moral no se debería buscar una verdad. La verdad hay que dejarla para la ciencia, que trata del ser real, de lo existente. En ética, en derecho (descartado el derecho natural como un mito), que son ámbitos del deber ser, más bien se trata de buscar un acuerdo sobre cómo debemos relacionarnos. Siempre está la pregunta ¿Por qué no mediante violencia del más capaz?
No se trata de exponer e «imponer» una obligación expresa en un juicio categórico sino más bien un condicional, un juicio hipotético asertivo (si... entonces): si decimos que rechazamos y condenamos la violencia por ilegítima en la consecución de objetivos, entonces no queda otro remedio que optar por una convivencia basada en la ausencia de fuerza desigual a la hora de dialogar, debatir y decidir sus principios y normas. De ahí saldría un acuerdo social democrático radical sobre a qué hay derecho, qué es justo, moral, etc. incluido el derecho a la vida, que no viene de Dios, sino de un recíproco reconocimiento como axiológicamente iguales. Otro tanto ocurre con el concepto de «derecho legítimo a la defensa». Debemos tener en cuenta que, como dijo Hobbes, los términos morales como «justo», «correcto», o «mío», etc. no tienen sentido o valor si no es dentro de la lógica del acuerdo social (aunque, en realidad, el término históricamente utilizado es contrato social). La violencia es un hecho natural cuya ilegitimidad solo tiene sentido en el marco del acuerdo por su rechazo y compromiso de crear las condiciones de posibilidad de su opuesto, la convivencia igualitaria.
No he dicho contrato social porque crea animadversión pues suena a comercial, a real, a oposición de poderes o fuerzas. Sin embargo, el contrato o acuerdo aquí concebido es, por ser ideal, igualitario. Lo que subyace a la democracia es, precisamente, un acuerdo y compromiso social diario sobre principios de convivencia que dan sentido al concepto de no violencia. El caso es que el resultado de ese acuerdo ya es conocido. Tenemos el corpus de los derechos humanos ya parido. Solo que hay algo en él que le es ajeno, por salvaguardar lo apropiado mediante la violencia pasada e incluso actual: el derecho a la propiedad privada.
Entonces, la no violencia implica mucho más que la paz entre naciones y la no apropiación violenta de territorios. La proclamación de la no violencia compromete la legitimidad de las desigualdades de derechos civiles, sociales o económicos entre países y entre clases sociales, que en su mayor parte son resultado de la violencia ejercida, que es lo opuesto a la convivencia igualitaria.
Dicho de otra manera: la convivencia y las desigualdades existentes son una contradicción, como lo son la convivencia y el capitalismo de hoy o neoliberalismo. Y, por ende, tales desigualdades son una perversidad, una inmoralidad, en el pleno sentido del término.