Rearme, de entrada no
La noticia llegó envuelta aún en rumores y conjeturas. Decían que la noche anterior, en el puerto de Pasaia, la Policía española había hecho una batida de secuelas sangrientas. Fue una matanza tan intempestiva que los periódicos tuvieron que apretar las rotativas para hacer un hueco de última hora. Lo llamaron «golpe contraterrorista». Hacían un balance de dos muertos, dos desaparecidos, un herido y tres arrestados. El gobernador civil de Gipuzkoa, Julen Elgorriaga, se había desplazado al lugar de los hechos cuando los agentes rastreaban las aguas en busca de los dos cuerpos perdidos. Los encontró de madrugada una zodiac de la Cruz Roja. Estaban cosidos a balazos.
Por entonces, la prensa andaba entretenida en otros menesteres. El Parlamento vasco había inaugurado su segunda legislatura y Juan José Pujana, candidato del PNV, era ya presidente de la mesa tras una ronda en la que un diputado gamberro había votado por Diego Armando Maradona. Afuera, la Ertzaintza disparaba salvas lacrimógenas contra los docentes de AEK que reclamaban respaldo público. Las carteleras de los cines anunciaban "El precio del poder" y los críticos elogiaban las interpretaciones de Al Pacino y Michelle Pfeiffer. En la sección internacional, Moscú culpaba a la Casa Blanca de haber reventado el petrolero soviético Lugansk en las costas de Nicaragua.
Pero el día de la celada en Pasaia había otras informaciones más inadvertidas. Tres jóvenes de Zarautz quedaban en libertad tras diez días de detención y denuncias atroces de tormentos en los calabozos de la Guardia Civil de Burgos. El Tribunal Constitucional supervisaba la condena contra Miguel Castells por haber reprochado en la revista "Punto y Hora" la «insultante impunidad» de los crímenes policiales. Estrasburgo terminaría dando la razón al condenado. Aquel día, además, la Policía disolvía a palos una manifestación en Iruñea y la Audiencia de Gipuzkoa procesaba a cuatro guardias civiles por un delito de torturas.
La versión ministerial sobre la emboscada de Pasaia fue perdiendo poco a poco su consistencia. Las pruebas desmienten que hubiera un intercambio de disparos, pues el diluvio de balas tuvo una sola dirección y un solo objetivo. Lo cierto es que los cadáveres sumaban 113 impactos metálicos. Con el tiempo hemos conocido la verdad de la encerrona. Resultó que la Policía había raptado a Rosa Jimeno para emplearla como cebo. Joseba Merino, que escapó de milagro a la balacera, ha dado un testimonio que sirve para calificar el crimen de ejecución extrajudicial. A la orilla del mar quedó la memoria de José Mari Izura, Pedro Mari Isart, Rafael Delas y Dionisio Aizpuru.
Mientras la Policía arrestaba en Eibar y en Iruñea a las personas que denunciaban la masacre, las portadas ofrecían la última fotografía de Javier Pérez de Arenaza. Un matarife de los GAL había disparado cinco veces contra el parabrisas de su Dyane 6 en una gasolinera de Biarritz. Las detenciones y las cargas continuarían tras los funerales de las víctimas de Pasaia. Continuó también la polémica sobre los procederes policiales desde el momento en que se supo que Rosa Jimeno había pasado seis días en poder de las fuerzas de orden público sin que nadie hubiera dado parte a la familia. La nueva ley de asistencia letrada al detenido, explicaba Iñigo Iruin, permitía desde 1983 esta modalidad reglamentaria de secuestro.
Cabe la tentación de extraer estos episodios del contexto global y encuadrarlos, como máximo, en el ámbito del antiterrorismo doméstico. Con el correr de los años, sin embargo, hemos entendido mejor el alcance del Plan ZEN, una hoja de ruta que aplicó sobre el pueblo vasco algunas de las técnicas contrainsurgentes practicadas por el Ejército estadounidense en el marco de la Guerra Fría. La paternidad ideológica del proyecto corresponde a Andrés Cassinello, el militar franquista que aprendió las doctrinas antiguerrilleras en Fort Bragg y que actuó como jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil en los años de la guerra sucia.
Y es que el Plan ZEN no solo contemplaba el choque policíaco-militar, sino que además preveía una suerte de formateo psicológico sobre una sociedad que refutaba la sacrosanta unidad de España y que ponía en cuestión los dogmas militaristas de Washington. En 1984, el año en que los geos se arrojaron en tromba sobre la bahía de Pasaia, Felipe González enfrentó en el Congreso su segundo debate sobre el estado de la nación. Allí pronunció sus primeras palabras a favor de la permanencia de España en la OTAN y confirmó la convocatoria de un referéndum. Unas semanas después, las bases del PSOE ratificaban el cambio de chaqueta.
Ahora el Gobierno Vasco reconoce a los muertos de Pasaia al tiempo que los telediarios encadenan titulares de pánico geopolítico en un clima mundial de segunda guerra fría. Los dignatarios europeos nos invitan al rearme y las firmas armeras inflan sus ganancias con la levadura del miedo. El mes pasado, en el Fórum Europa, el vicelehedakari Mikel Torres detectaba una oportunidad histórica para la industria de armamento. En diametral antagonismo, se multiplican las voces vascas que cuestionan la alianza atlántica y nos previenen frente a la escalada militar y el colapso diplomático.
Los escuderos del rearme acusan a la sociedad vasca de dobles raseros y dicen que los pacifistas de hoy son los violentos de otros tiempos. El viejo mito de la vasquidad brutal, cejijunta y salvaje. Lo explica Ibai Atutxa en "Sobre la barbarie": para que algunos puedan pasar por civilizados, otros tenemos que pasar por bárbaros. La ensenada de Pasaia, en cambio, ubica la barbaridad en otro lado. En el referéndum de 1986, Euskal Herria repudió la OTAN con una aplastante mayoría. Hoy los partidos vascos pueden celebrar si quieren la industria de la muerte. Pero no pueden hacerlo, sin mentir, en nombre del autogobierno. Y mucho menos en nombre de la democracia.