Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Recuperar la horizontalidad

Recobrar la horizontalidad democrática exige de la izquierda un convencido funcionamiento de vecindad y comprensión. No hablo de renuncias sino de la vía para alcanzar el poder que facilite empresas más complejas. La calle debe mantener y aún acrecentar su protagonismo en este camino sembrado de cepos.

He leído con especial dedicación el programa político de Podemos que, de realizarse, conllevaría un cambio notable de sociedad. El programa, si hay voluntad política en la calle, parece absolutamente realizable y propio para hombres iguales y libres, para seres en convivencia real y digna, pero, y esto es esencial, a condición que se supere el poder excluyente del Estado, que no es una estructura puramente formal al servicio de todos, como mantienen los constitucionalistas del Sistema, sino un mecanismo para mantener en subsidiaridad a la ciudadanía por un determinado sector que maneja su poder, el poder real, al margen de la pregonada capacidad electoral de la gran masa popular. Porque el Estado, pese a las revoluciones del XIX y del XX, no lo olvidemos, es de clase, en este caso de la clase neocapitalista, radicalmente violenta y opresora. Acerca de esta primera advertencia escribe Antonio Gramsci, apoyándose en Daniel Halévy –: «Toda verdad tiene su momento histórico»–: «Para Halévy el Estado es el aparato representativo y descubre que los hechos más importantes de la historia francesa desde 1870 hasta nuestros días no se han debido a iniciativas de organismos políticos derivados del sufragio universal sino a iniciativas de organismos privados (sociedades capitalistas, estados mayores etc.) o de grandes funcionarios desconocidos por las gentes del país. Pero qué significa esto sino que por Estado debe entenderse no sólo el aparato gubernamental sino también el aparato privado de hegemonía. Es de señalar que de esta forma de Estado nace la corriente dictatorial de derecha con su reforzamiento del ejecutivo», que convierte a los ciudadanos en agentes subsidiarios de su acción, en espectadores de una mala farsa.

Al fenómeno de esta subsidiaridad o subalternidad de los ciudadanos hay que prestar un interés preferente por los partidos políticos o los movimientos de masas que se enfrentan a este Estado que blasona de ser el nicho fundamental de la democracia. Permítanme la segunda y última cita acerca de esta cuestión de rango fundamental que no se supera con simples parches o reformas de las que habla, por ejemplo, el partido socialista del Sr. Sánchez, al que los españoles debieran exigir una superación del verticalismo autocrático para recuperar la horizontalidad de la soberanía popular; es decir, la sólida edificación de otro modelo de sociedad en el que no quepa el gobierno del neocapitalismo con toda su carga de opresión y sangre.

Y así, escribe Rudolf Bahro: «El concepto de subalternidad remite a una estructura objetiva que produce esa mentalidad masivamente y que, además, tiene el poder de organizar íntimamente al hombre libre como formalmente subalterno y de tratarlo formalmente como tal. Ante todo, un subalterno es un individuo cualquiera situado por debajo de otro en lo que hace a rango y que no puede actuar independientemente o tomar decisiones independientemente más allá de cierta esfera de competencia definida desde arriba… Este papel define la conducta social global de los individuos que lo desempeñan y se convierte en una característica del individuo…Toda sociedad de clase, toda relación de dominio produce subalternidad y, en consecuencia, un sistema de irresponsabilidad organizada…Solo cabe la siguiente solución: se deben formar las fuerzas sociales que se contrapongan al aparato estatal y lo fuercen a compromisos progresivos. Hay que evitar embarrancarse en el estatismo si se quiere lograr un perfil social revolucionario».

Cavilo, leído lo anterior, que se plantea, dado el momento actual de un poder nada accesible desde la calle, como es el poder neocapitalista, radicalmente violento, la necesidad de una unidad de la izquierda que haga realidad sus propuestas de verdadero o profundo cambio –no puramente reformistas– de tal forma que no se produzca un atasco en el proceso de las necesarias alianzas para sustituir lo establecido. Ante la necesidad de un nuevo modelo social –el agotamiento del capitalismo es evidente en lo que se designa como cuarta revolución industrial– sólo cabe o la revolución sin tornasoles o la infiltración de los nuevos perfiles revolucionarios en un complejo de acciones que combinen la acción popular de las masas con el uso de la estructura política existente. Evidentemente decir esto no es desvelar ningún propósito o acción que haya de secretear la vía a emplear para la innovación; se trata simplemente de advertir a los protagonistas de las políticas emergentes que poner el carro delante de los bueyes puede generar una fatiga destructora del entusiasmo necesario. Lo lógico es recurrir decididamente a programas que afecten a las necesidades más urgentes de la sociedad, demorando para un futuro ya dominado, aunque sea en parte, todo aquello que pueda suscitar emociones irracionales en parte sustancial de la sociedad. Nada indica eficacia en la política de cambio si se procede con una mezcla explosiva de factores –entre ellos los territoriales, por ejemplo– con esperanzas de mejoras inmediatas y básicas para la pervivencia. Hay cosas que facilitan la eclosión urgente de un gobierno nuevo –empleo, salarios, justicia, servicios sociales…– y cosas cuya delicadeza y riesgo alergizante exigen tener ya en la mano la herramienta del poder para su abordaje. Quizá convenga recordar que el gobierno de las catedrales empieza en la sacristía. Digo todo esto como coletilla de lo que escribí al principio sobre el preocupante galope de Podemos. Una alianza del partido del Sr. Iglesias con el vaporoso socialismo del Sr. Sánchez exige una práctica política muy próxima a la cirugía neurológica. Y, sin embargo, esa alianza, a la que habrían de asistir las fuerzas avanzadas de los nacionalismos catalán y vasco –que también han de asegurar su pie– podría producir tan sólo burbujas de abrir las compuertas sin tener asegurado el embalse.

El problema fundamental para instrumentar las nuevas políticas que pretende la izquierda española, catalana o vasca consiste vitalmente en mantener el entusiasmo que generaron, con sufrimiento y vejaciones, los movimientos callejeros hace más de cuatro años. Sobre todo en ambientes urbanos de la vieja y adormecida España. Fue un entusiasmo que rebrotó de un vivo corazón republicano que recobró su pulso de tal forma y con tal intensidad que ha tenido que ser golpeado duramente con el empleo cruzado de tribunales y policía en combinación con la maquinaria informativa y la presión internacional más escandalosa por reaccionaria. Esas manifestaciones admirables fueron el huevo del que nacieron Podemos o buena parte de los nuevos socialistas. Si ahora esa izquierda encalla en juegos de poder infantiles será ya muy difícil poblar de nuevo esas calles y esas plazas con la gente del común.

Recobrar la horizontalidad democrática exige de la izquierda un convencido funcionamiento de vecindad y comprensión. No hablo de renuncias sino de la vía para alcanzar el poder que facilite empresas más complejas. La calle debe mantener y aún acrecentar su protagonismo en este camino sembrado de cepos. Y la izquierda estructurada en partidos ha de usar los despachos sólo en lo que sea rigurosamente necesario. Cuando se sale de la trinchera para la confrontación directa no hay que pararse para comprobar si uno ha olvidado algo de la mochila.

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