Aster Navas

Renglones

Descubro en Internet que hay «bolígrafos borrables» aunque no tengo muy claro que esa sea la solución.

Lunes.

Pido a mis alumnos que escriban un texto breve, de «ocho renglones», sobre lo que les sugiere el corto –"Cocodrilo", de Jorge Yúdice– que acabamos de ver. Varios de ellos –lo peor es que no me están vacilando– me preguntan qué es un «renglón».

–Ocho «líneas» –les digo para evitar, para zanjar malentendidos.

Es curioso lo poco que tienen en común, para ser familia, ambas palabras: una –«línea»– tan estilizada, tan etérea y la otra –«renglón»– tan contundente, tan directa, tan –incluso– tajante.

–Para ser sinónimos son tan antónimos… –pienso mientras les doy tiempo para que pongan sobre el papel su punto de vista. Al sonar el timbre, unos me presentan ocho «líneas»; otros, en cambio, ocho «renglones».

Martes.

Decido enviar un correo a los padres de una alumna que se queda dormida –a veces profundamente– en mi asignatura y a la que de momento he decidido no despertar.

Lo tengo, pero no consigo clicar sobre enviar: no sé quién me puede responder desde el otro lado, pero, puesto en su pellejo, se me ocurre un contraargumento impecable, un «renglón» del que servidor no sabría cómo salir ni con veinte «líneas»: ¿qué o cómo carajo doy clase para que a alguien le venza de esa manera el sueño?

Miércoles.

La alumna durmiente se despierta mientras marcamos las veinte tildes que faltan en un texto. Vamos por la quinta «línea». Se estira disimuladamente y nos mira con una mezcla de asombro y de fastidio, buscando al dinosaurio que, según Monterroso, debería estar allí.

Jueves.

Pido a los alumnos que copien el esquema de la pizarra. Una chica, que desde el primer día ha destacado por su interés y por su trabajo, me pregunta que si con lapicero o con bolígrafo.

–Con boli –le contesto y veo que mi respuesta le genera una angustia que me preocupa; como si prefiriera, para transcribir esas «líneas», la provisionalidad del lápiz a la irreversibilidad de la tinta.

Cojo el teléfono para llamar a su familia; comenzaré, me digo, felicitándoles por tener una hija tan aplicada y les comentaré, como de pasada, esa falta de seguridad que percibo a diario. No me decido entre el móvil del padre o de la madre.

Finalmente, marco el fijo, pero cuelgo porque dudo entre «aplicada» o «trabajadora». La primera me suena rancia; la segunda subraya su esfuerzo, pero no menciona –ensombrece– su capacidad.

Descubro en Internet que hay «bolígrafos borrables» aunque no tengo muy claro que esa sea la solución.

Viernes.

Últimamente, los periódicos se escriben con «renglones» que terminan en «Kiev», «megavatio hora», «presupuestos», «Armaggedon» o «segunda vuelta». En el de hoy un corresponsal analiza los resultados de las elecciones brasileñas. Es un tipo original o, al menos, intenta serlo: «Lula le debe mucho a Bolsonaro. Bolsonaro necesita a Lula tanto como Lula a Bolsonaro», dice en la entradilla. «Mucha gente vota a Lula por Bolsonaro y viceversa», explica. «Por puro espíritu de contradicción; es una sociedad muy polarizada», razona.
Me acuesto con esa idea: «a veces los antónimos se necesitan más que los sinónimos», pienso.

Sábado.

Hago una ruta hasta la cascada de Uguna en Saldropo. La caída de agua es impresionante, pero me descoloca la idea de que esté así continuamente aunque no tenga espectadores; lo mismo de noche que de día; tanto de noche como de día.

–Toda una lección de discreción en un mundo arrogante, enfermo de postureo –pienso en un primer momento. Luego me preocupa llevar dentro a Paulo Coelho: parece una de sus frases, una de sus «líneas». O de sus «renglones». Ya no sé...

Domingo.

Por la tarde preparo la clase del día siguiente curándome en salud: pediré a los alumnos que escriban tres «párrafos» –al menos– sobre el vídeo "Flechazos", de Pérez Toledo.

«¿Pueden ser dos?» -regatearán desde la última fila.

–¿De cuántas «líneas»? –preguntará la chica del lapicero.
Lo estoy viendo. En fin.

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