Eneko Herran Lekunberri
Licenciado en Sociología

Respecte per a Catalunya

De soslayo, nos desliza: «Pero… ¿qué mal hay en votar?, digo yo». Más adelante, añade: «Algunos dicen que esto les recuerda al 36, que van a venir con los tanques». A eso sí que algunos, no pocos, tienen miedo. «Pero aquí tenemos tractores, y muy grandes». Ya por la noche se realiza una encartelada a favor del referéndum, con nocturnidad y premeditación, en la que participa un buen número de jóvenes. «Aunque parezca algo normal, estamos cometiendo un acto ilegal. Esto aquí y hoy es un delito».

Hace apenas una semana que he vuelto de pasar unos pocos días en Catalunya con mi compañera. Se trataba de un pequeño tiempo de descanso o solaz, un breve intervalo vacacional en el que íbamos al encuentro de un lugar donde desconectar de la rutina diaria y escapar del frenético ritmo del medio urbano, así que nuestra estancia ha transcurrido en dos pequeños pueblos en la comarca del Alt Urgell, en la provincia de Lleida.

Los primeros cuatro días los pasamos en Peramola, un pequeño pero encantador pueblo de apenas 300 habitantes. Apenas se veían gentes por las calles, pero en las balconadas nos recibieron un buen número de esteladas y un número aún mayor de paños que reclamaban el «Sí» al referéndum. Dedicamos esas jornadas a emprender largas caminatas por senderos de montaña. La ruta del Corb, la subida a San Honorat… En todo el día apenas nos topábamos alma alguna, y en el pueblo tampoco es que reinase el bullicio. Con todo, algunos signos sí que dejaban entrever la ilusión con que mayormente afrontaban las complejas fechas que se hallan viviendo en la zona. Y también, claro está, cierta incertidumbre.

El posadero que tan bien nos mimó nos confesaba que él nunca había sido nacionalista, pero que ahora era como para pensárselo. «Aquí el PP se equivoca», sentenciaba sin el menor atisbo de duda, mientras consideraba que el conflicto se reducía a un tema económico,« es todo una cuestión de dineros». Por su parte, el filólogo de la mobilette, quien sonriente nos reveló que con 76 años estaba ahora empezando a hacerse mayor, ponía en valor el factor cultural. Tocado con una visera con la estelada republicana, no disimulaba su ilusión ante el 1 de Octubre. «A mí lo que me importa es la cultura de los pueblos, y España nunca ha mostrado el menor respeto por la cultura catalana, y muy poco por la cultura en general». Le duele fundamentalmente el papel del PSOE, pero finalmente no duda en zanjar: «Lo que más se parece a un español de derechas es un español de izquierdas».

Los dos siguientes días nos desplazamos a Oliana, un núcleo algo más grande, de unos 2.000 habitantes, distante apenas 6 kilómetros del enclave anterior. Dos días antes, mientras estábamos en Peramola, el alcalde de ese lugar apareció en la prensa por ser el primero en declarar por haber apoyado la celebración del referéndum. La tarde en que arribamos participaba en un acto de campaña por el 1-O junto a otros dos oradores. El acto es sencillo y congrega a unas 200 personas (Votarem! Votarem!). Mientras les escucho narrar las últimas acciones judiciales y medidas tomadas por la justicia española (tropelías encadenadas sin reparar lo más mínimo en las mismas leyes que dicen amparar y defender) la palabra «respeto» (respecte, errespetu) vuelve a revolotear por mi cabeza, y no sólo en lo tocante a las culturas. «Un pueblo que se resigna a vivir ‘cómodo’ en un Estado que no lo respeta, que lo ningunea una y otra vez, es un pueblo que ha perdido su orgullo por completo», me digo a mí mismo.

Y no. No es que crea que el orgullo sea en sí algo sano, ni mucho menos. El exceso de orgullo es una de las peores cosas, tanto en las personas como en los pueblos, ya que tiende a tornarse en una falta de respeto hacia los otros. Con todo, siempre es necesaria una pizca de orgullo, al menos la mínima dosis aconsejable para reconocerse uno a sí mismo.

Luego, en la habitación del hostal, podemos contrastar dos debates muy distintos en la televisión. Por una parte, el discurso machacón, erre que erre, de un debate en La2 en el que todos los tertulianos, sin excepción, reproducen las consignas una y mil veces repetidas desde el Gobierno español. Sin fisuras y sin aportar ningún tipo de argumento: Lo dice la Carta Magna y sanseacabó. Por la otra, otro en la TV3 en el que la mayoría critica la postura y las medidas adoptadas desde el Gobierno central y su rama político-judicial, pero también se cuestiona el papel adoptado por la Generalitat y la propia conveniencia de la consulta. En el primero el tono es crispado y trata de asentar un sentir común, uniforme; el segundo se desarrolla en un tono más moderado y tratan de buscar principios de sentido común, cada uno a su manera.

Al día siguiente, nueva caminata por los alrededores. A la vuelta, varios parroquianos discuten en un bar con motivo del procés. En Oliana, al ser más grande, se palpa más nítidamente esa mezcla de ilusión e incertidumbre. Lo que no vemos es miedo. El tabernero nos pregunta si nos resulta incómodo el ambiente. Para nada. Después nos dice que la gente está un poco nerviosa y, de soslayo, nos desliza: «Pero… ¿qué mal hay en votar?, digo yo». Más adelante, añade: «Algunos dicen que esto les recuerda al 36, que van a venir con los tanques». A eso sí que algunos, no pocos, tienen miedo. «Pero aquí tenemos tractores, y muy grandes». Ya por la noche se realiza una encartelada a favor del referéndum, con nocturnidad y premeditación, en la que participa un buen número de jóvenes. «Aunque parezca algo normal, estamos cometiendo un acto ilegal. Esto aquí y hoy es un delito», nos advierte uno de ellos, con cierta sorna, pero consciente de la anomalía en la que vive.

Nuestro último día, en Lleida, asistimos a un desfile interminable de tractores por el centro de la ciudad en apoyo a la convocatoria. (El tabernero de Oliana se debía de oler algo). En el acto posterior, los convocantes cifran en más de un millar el número de tractores movilizados. Nuestro paso por esta capital es muy efímero, y el lugar es lo suficiente grande como para no entrar en más disquisiciones.

Y, por fin, de Lleida volvemos a Bilbao en tren.

Ya en casa, recuerdo un artículo que me publicaron en GARA y en "Deia" que se titulaba «España, cárcel de naciones». Está escrito hace ya más de siete años, a mediados de julio de 2010, justo tras el cepillado del Estatut realizado por el constitucional en aquellas fechas. Ahora, en estos días en que los «demócratas» se afanan en callar la voz de las urnas al grito de «¡A por ellos, oé!» y «¡Viva la Guardia Civil!», no está de más reproducir el final de aquel artículo: «si este Estado hubiese superado la esencia predemocrática, tendría que haber asimilado la existencia de diversas naciones en su seno y regulado unos determinados cauces para fijar el ámbito de las relaciones con las mismas, incluida la forma de desvinculación a instancia de parte. Lo contrario nos coloca, sin ambages, ante una tesitura que convierte al Estado español en una cárcel de naciones. El Tribunal Constitucional nos recuerda una vez más en qué berenjenal andamos metidos, y todo ello por encima de voluntades populares y demás bagatelas plegadas al fundamento sustancial y totémico de la nación española como ‘única e indisoluble’».

Todas las dictaduras encubiertas quedan desnudas cuando se las enfrenta con inteligencia y determinación.

Respeto para Catalunya y todos los pueblos que se reconocen en sí mismos.

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