«Sabes que no existe la tortura...»
Así comenzaba una descriptiva canción de la Polla Records de los años ochenta que llevaba por título La tortura. En ella se concluía que, caso de pensar que este tratamiento existía y que alguien lo podía haber sufrido en sus propias carnes, no era tortura lo que otros causaban, sino la pura «locura» de quien estaba siendo torturado. Acababa el tema con una clara advertencia que, en los tiempos que corren, nos recuerdan veladas o explicitas amenazas que todavía se siguen escuchando con no poca frecuencia: «Para acabar bien la historia, si lo denuncias / serás denunciado, por calumniador».
La denuncia de los casos de tortura, de ese acto criminal, como señala Donatella Di Cesare su libro "Tortura", es una constante en todos los regímenes políticos, incluidas las democracias occidentales. Solo que, como también había señalado Michel Foucault en su conocido "Vigilar y castigar" –tras la instauración del castigo para el delincuente fuera de la mirada de los ciudadanos− en las democracias el tormento se produce de una manera oculta, hurtada a las miradas y al conocimiento de la ciudadanía. Las excepciones al ocultamiento de esa forma de aterrorizar al detenido en los «sistemas democráticos» se han dado, como en Estados Unidos, donde, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la legitimidad de la tortura –utilizando todo tipo de eufemismos− fue motivo de debate, incluso entre filósofos, como fue el caso de Michael Walzer, o como en Israel, donde, bajo la racista consideración de que los palestinos son seres culturalmente inferiores frente a los hebreos occidentalizados, aquellos puede ser maltratados sin ningún tipo de miramiento. Ese ocultamiento del tormento en los lugares de detención, además de dificultar la posible denuncia del maltrato y de la tortura, añade la desagradable situación de que quien se atreve a llevar hasta las últimas consecuencias judiciales su caso puede ser acusado por haber hecho una denuncia falsa.
La administración de justicia en España está marcada por un alto grado de corporativismo, no ya tan solo con las gentes del derecho (jueces y fiscales), sino también con los cuerpos policiales que tramitan, en algunos casos, las denuncias, que emiten informes para que esas denuncias prosperen y que, en última instancia, interrogan a –y tratan de obtener información valiosa de− los detenidos, y, por supuesto, con los médicos forenses que han de emitir las certificaciones pertinentes cuando así se solicita por temor a que el detenido no esté recibiendo el trato que humanamente a toda persona le corresponde. En este particular caso de violación de derechos fundamentales, sobre todo cuando el juez instructor no ha considerado o no ha querido analizar la veracidad o no de la denuncia presentada por el detenido, se extiende un tupido velo sobre el posible caso que hace, cuando menos, sospechar que todos aquellos funcionarios –policías, médicos forenses, fiscales y jueces− están actuando de manera injusta a sabiendas. En la literatura jurídica, caso de ser demostrada esa mala fe de estos funcionarios, algo enormemente complicado en el Estado, estaríamos hablando de prevaricación.
En el caso de los detenidos y torturados, cuando hay, en los posibles delitos por ellos cometidos, una motivación de tipo político, la complicación para que prospere cualquier tipo de denuncia se hace mayor, puesto que el Estado considera que está legitimado para actuar con todos los instrumentos –muchos de los cuales no tienen por qué ser legales− para hacer frente a quien atenta contra el orden establecido. Esto de legitimar la defensa del Estado por cualquier medio puede tener unas consecuencias altamente peligrosas. Así, por ejemplo, en el caso de la sentencia sobre la ley de partidos políticos articulada en el Estado para ilegalizar ad hoc formaciones independentistas vascas, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, plegándose a los argumentos de los abogados del Reino de España, utilizó ese mismo argumento de la defensa del Estado frente a los supuestos ilegalismos de algunos ciudadanos, sin considerar los derechos fundamentales que se vulneraban con la ilegalización de esos partidos, al dejar fuera del tablero político a esos partidos y con ellos a todos sus posibles electores. La medida colocaba al Estado por encima de los derechos de los ciudadanos y con ello se abría un espacio para una impunidad jurídica de imprevisibles consecuencias.
En los tribunales españoles, esta doctrina según la cual el bien del Estado está por encima de los ciudadanos –y en la que, en consecuencia, se sobreponen a los derechos fundamentales convenciones tradicionalmente admitidas, como la idea de la indisoluble unidad territorial−, es algo que subyace en todas y cada una de las sentencias en las que se ven afectados independentistas vascos o catalanes. Y ello es motivo más que suficiente para sospechar si realmente se está atendiendo a los principios garantistas y de justicia en la aplicación de las normas.
No hace mucho, la diputada y portavoz en el Congreso por Junst per Catalunya, Miriam Nogueras, fue inquisitorialmente apremiada por haber dado nombres y apellidos de jueces que habían instruido causas o habían emitido sentencias que distaban mucho de la pulcritud judicial y que parecían obedecer más a impulsos políticos que a criterios jurídicos. La denuncia de la diputada Nogueras no es nada novedoso y solo la mención del libro de Carlos Jiménez Villarejo y Antonio Doñate Martín, La pervivencia del franquismo en el poder judicial, donde se citan con profusión un buen número de jueces, magistrados y fiscales donde la profesionalidad de su función se pone en cuestión, o los números trabajos publicados por el catedrático Alejandro Nieto García, donde habla de deficiencias manifiestas de la judicatura descendiente del franquismo, nos dan buena cuenta del modo de proceder la Administración de Justicia en España.
La mañana del día de Nochevieja, el ministro de Interior Grande Marlasca decía que en España no había casos de lawfare, queriendo señalar con ello que no había actuaciones judiciales de los magistrados y jueces contaminadas por ningún tipo de ideología política. Y lo decía él, que siendo juez de instrucción de la Audiencia Nacional no atendió, en al menos siete casos, las demandas de los detenidos que denunciaron haber sido torturados, tal y como se constató en Estrasburgo en sentencias desfavorables al Reino de España. Pero demos por válidas las afirmaciones del ministro y preguntémonos: ¿Fueron imparciales los jueces y no juzgaron desde planteamientos políticos a los procesados de Altsasu? ¿Hubo pulcritud judicial en el caso Bateragune o en la sentencia que llevó a prisión a los miembros de Mesa Nacional de Herri Batasuna? ¿Qué se determinó, con posterioridad, en estos casos? ¿Se ajustaron a derecho las ilegalizaciones arbitrarias de diferentes partidos políticos? En el macrosumario 18/98, gracias al cual fueron arrastrados a prisión personas de muy diferentes ámbitos de la cultura y la política vasca, en atención a una idea según la cual «todo es ETA», expresada por el hoy pulcro demócrata y valedor de los derechos fundamentales, Baltasar Garzón, ¿se respetaron todas y cada una de las garantías judiciales que cualquier encausado debe tener? ¿Nada que decir sobre la limpieza judicial en el cierre de los diarios "Egin" y "Egunkaria", Egin Irratia y "Ardi Beltza"? ¿No puede decirse que los jueces no han cumplido su función porque no han investigado con el debido celo los crímenes cometidos el 3 de marzo de 1976 en Gasteiz, en los Sanfermines del 78, las muertes de los miembros de los Comandos Autónomos en la Bahía de Pasaia, las muertes en extrañas circunstancias de los miembros de ETA en la Foz de Lumbier, el caso Santiago Brouard, el de Josu Muguruza, el caso Zabala, o los numerosos asesinatos de manifestantes por disparos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en el periodo de Transición democrática?
En todos estos casos, ¿no ha habido inhibición por parte de los jueces, de los fiscales, de los magistrados de la Audiencia Nacional, del Consejo General del Poder Judicial que nutre de jueces al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional? Al parecer, todo ha sido realizado en orden al buen hacer de las instancias judiciales. Incluso hablan del buen hacer de la justicia española los sospechosos silencios sobre los múltiples casos de posibles torturas, y que, en número de 4.113 casos –una cifra que resulta escandalosa, por cuanto pone en cuestión el funcionamiento de todo el aparato judicial−, vienen recogidos en el informe Proyecto de Investigación de la tortura y los malos tratos en el País Vasco entre 1960-2014, así como en las detalladas y pormenorizadas descripciones presentadas por Julen Arzuaga en su trabajo "Oso latza izan da. Tortura Euskal Herrian". Casos que jamás se investigaron, que jamás se persiguieron, haciendo con ello que perviviese el hecho real de que la tortura fuera una práctica sistemática en el Estado y que formara parte del entramado democrático construido, entre otros elementos, con la inestimable aportación de jueces y fiscales procedentes del anterior régimen y que no tuvieron que hacer un esfuerzo de reconversión o de depuración por su connivencia con aquel.
La amenaza por calumniador pende todavía sobre la cabeza de quien denuncia lo que jamás debe ser denunciado.