José Luis García
Doctor en Psicología, especialista en Sexología, y autor del libro “Sexo, poder, religión y política” en Navarra

Sexo y poder religioso (II). La vergüenza insoportable de los abusos sexuales

La Iglesia española, a diferencia de otras muchas, como la irlandesa o la alemana, no solo no ha tenido la valentía de reconocer su problema, sino que sigue negando y ocultando todo a cal y canto. ¿A qué se debe tanto pavor a la luz y los taquígrafos? ¿Probablemente porque, de saberse todo lo ocurrido, la estructura se tambalearía?

Hace unos días, compartíamos en estas mismas páginas algunas reflexiones sobre el sexo y el poder político en Navarra. Hoy quisiéramos hacer lo propio con respecto al poderoso y omnipresente imperio religioso, empeñado como pocos en generar sufrimiento en los seres humanos a través de culpabilizar hasta extremos obsesivos, las vivencias y sentimientos sexuales de mujeres y hombres a lo largo de la historia y, en segundo lugar, tolerar los vergonzantes e inaceptables abusos sexuales de sus sacerdotes.

Es sabido que la política y la religión han ido de la mano en el control y la censura de la sexualidad, constituyendo un tándem poderoso y eficiente, desde hace siglos. La religión ha tenido el monopolio exclusivo en esta área durante mucho más tiempo aún. En buena parte de las culturas y en diferentes momentos históricos el poder religioso ha permanecido extremadamente vigilante en lo que concierne a las actitudes y conductas sexuales de los ciudadanos. Como si fuera lo más importante.

Refiriéndonos a España, se acepta que la censura, y la censura sexual en particular, fueron elementos característicos del franquismo y el postfranquismo –con un nacionalcatolicismo feroz– que afectaron, no solo a la esfera cultural y social, sino sobre todo a la vida cotidiana de la ciudadanía. En un reciente libro nuestro mostramos que estas actitudes prohibitivas y de control permanecieron muchos años en Navarra, incluso después del advenimiento de la democracia. Incluso podría decirse que no han desaparecido del todo. Además, en la Comunidad Foral, la Iglesia ha tenido una posición muy beligerante contra el aborto y la educación sexual y, en esta tierra, el debate y análisis sobre el alcance real de los abusos sexuales aun no se han planteado con todo el rigor.

El poder religioso ha instrumentalizado el sexo y lo utiliza con frecuencia con fines ideológicos y de control psicológico y social. Un arma que se ha usado antes y que se sigue usando ahora, aunque en menor medida, porque su influencia directa es menor, si bien está parapetado detrás los partidos políticos conservadores que siguen defendiendo esos mismos valores tradicionales.

En última instancia, la razón de tal obsesión, control y censura sexual es influir en las actitudes y conductas de las personas, menoscabando su libertad y su capacidad de crítica para mantener e incrementar los privilegios y el patrimonio. Que las cosas sigan como están, que los pobres aguanten, que estamos en un valle de lágrimas en espera de la vida eterna, que esa sí que merece la pena.

El poder religioso, es determinante en una buena parte (en torno al 10%) de los abusos sexuales a menores, cuya frecuencia conocida (la real es mucho mayor) ya es alarmante y desde todo punto de vista insostenible. El secretismo y el secreto de confesión han sido dos escollos imposibles de sortear. Tres aves marías y el perdón divino borran el historial delictivo.

Se sabía que el zorro con sotana y alzacuello, era el encargado de cuidar al rebaño, sin ningún tipo de vigilancia, con todo el poder del mundo para satisfacer sus indignos antojos sexuales. Resulta cuando menos chocante que, quienes imponían con dureza el sexto mandamiento a todo el mundo, no se aplicaban a sí mismos tal rasero, teniendo una doble vida en un limbo hecho a su medida, oculto a la justicia ordinaria, permitido por los superiores, donde los más pecadores eran ellos. Y eso que se habían impuesto la castidad total, el celibato como condición imprescindible para ser pastores. Negándose a sí mismos esas experiencias humanas que nos acompañan durante toda la vida y que tienen que ver con la salud y el bienestar.

En este sentido, los anchos muros de la Iglesia católica esconden vergüenzas inaceptables desde hace demasiado tiempo, protegiendo a sus depredadores sexuales de la justicia civil. Cuando el celibato falla, ahí están los obispos y cardenales para tapar inmediatamente el desaguisado. El mal menor. Y siguen como si nada. El sistema continúa. ¿Por qué no se plantea, por ejemplo, lo injusto que es el hecho de que la sociedad civil pague los costes –en la salud mental y sexual de los niños y monjas abusadas– por normas religiosas, privadas, atávicas, como el celibato sacerdotal? ¿Alguien se cree que el celibato funciona en las sociedades actuales? ¿Habría que exigir un certificado psicológico a los sacerdotes que estén con niños y jóvenes?

Cualquier profesional mínimamente documentado sabe que el porcentaje de abusos sexuales que se denuncian son una ínfima parte de los que en realidad ocurren. Los propios católicos no suelen ser críticos con la institución a la que pertenecen, legitimando con su silencio estas prácticas horrendas. La culpa sexual religiosa, además, tiene un efecto paralizador con lo cual el sufrimiento es mayor. La mayoría de los niños y niñas abusadas nunca se lo dirán a nadie y regurgitarán su angustia, a diario, en su cabeza, con sus recuerdos recurrentes. Toda su vida. Los delincuentes saben perfectamente como manipular a los pequeños para que nunca se lo cuenten a nadie. Son auténticos especialistas en ese empeño. Recuérdese que la Iglesia católica fue la organización más poderosa durante el franquismo, dueña absoluta, entre otras muchas cosas, de toda la enseñanza y los colegios. Poder omnipresente. Exigir pruebas en estas condiciones, es como pedir a los corruptos de la política española –especie bien conocida a lo largo y ancho de nuestra geografía– que se saquen una foto y firmen un recibí, cuando les entregan el sobre de la mordida y se lo llevan crudo.

Cómo estará el asunto, que la Iglesia católica, la institución más opaca, corporativa, machista y misógina que existe, (todo feminismo termina siendo un machismo con faldas, acaba de decir el papa Francisco, sin que haya una sola mujer con algo de poder en su estructura) no ha tenido más remedio que reconocer pública y oficialmente su problema en la reciente cumbre monográfica sobre los abusos sexuales de sus sacerdotes a menores y a sus propias monjas (con nada menos que 190 dirigentes de todo el mundo). La herida abierta, imposible de cerrar, ya supuraba pus. El cambiar de parroquia al delincuente y que este siguiera abusando en otro lugar, ya no colaba. Una negligencia histórica inaceptable de los obispos y cardenales, que siempre han mirado para otro lado.

Sin embargo, culpar a Satán de todos los pecados de la carne de sus sacerdotes, como conclusión de esa cumbre, ha sido un escupitajo a las víctimas y a sus familias, legitimando de facto los delitos de los curas pederastas. Violar a un menor sale gratis. Lo ocurrido, por ejemplo, con el caso Marciel Maciel y los legionarios de Cristo fue, además de un gran escándalo que se tapó sí o sí, un patrón de abordaje de los abusos en el seno de la Iglesia católica. El pastor de más rango, era también el mayor depredador sexual. Era, además, un consumado hipócrita: en su doble vida hacía todo lo contrario de lo que predicaba e imponía a todo su entorno. Claro que, como también llenaba las arcas vaticanas con generosos diezmos, aquello se escondió debajo de la alfombra. La pela es la pela.

Con todo, este uso deleznable del poder, no hay duda de que excita y transforma a los hombres agresores en individuos egoístas, sin ningún tipo de empatía, que lo único que persiguen es excitarse y correrse, a costa del daño psicológico de por vida que provocan en sus víctimas, siempre vulnerables, sometidas, sin ninguna posibilidad de rebelarse y denunciar. Esto a ellos les da igual, porque sienten un desprecio absoluto por sus víctimas, rasgo típico del psicópata: un trozo de carne caliente con agujeros que se presta a sus manoseos y que pueden usar a su antojo. Sin ningún riesgo ni peligro.

Una víctima revelaba que, a los 62 años, tuvo la valentía de contárselo a alguien, después de leer en la prensa que otra había denunciado a su agresor, un sacerdote marianista que fundó la escuela de fútbol del Atlético de Madrid, que le había hecho lo mismo a él. ¿A cuántos más habría violado? Los testimonios de las víctimas son desgarradores incluso, dice la prensa, que hicieron llorar a los obispos de la cumbre. Lágrimas de cocodrilo porque antes miraron para otro lado o archivaron las denuncias, en una escenografía medieval, bochornosa, de costosas y coloridas casullas, estolas y cíngulos, en esa cumbre que no va a resolver nada. Un lavado de imagen. Y todo se olvidará.

La Iglesia española, a diferencia de otras muchas, como la irlandesa o la alemana, no solo no ha tenido la valentía de reconocer su problema, sino que sigue negando y ocultando todo a cal y canto. ¿A qué se debe tanto pavor a la luz y los taquígrafos? ¿Probablemente porque, de saberse todo lo ocurrido, la estructura se tambalearía? Tendrían que vender buena parte de su patrimonio para pagar los costes de las sentencias. Como le ocurrió a la diócesis de California que acabó arruinada. Y no se si los fieles estarían dispuestos a colaborar con un crowdfunding. Cuando toca rascarse el bolsillo la cosa cambia. Negarlo todo, esa ha sido y es la consigna. La supervivencia de la institución podría estar en juego.

Sin embargo, la única posibilidad de avance es la de la justicia civil y la reparación. Situar a las victimas en el centro, pedirles perdón cuantas veces sea preciso, reconocer su dolor, y poner en manos de la justicia a los agresores, aunque hayan prescrito los delitos. Ahora bien, la Iglesia católica no va a hacerlo. A lo sumo un tímido perdón con la boca pequeña. Tiene que ser la justicia civil la que intervenga, porque los depredadores sexuales no tienen límites. Siempre están a la caza.

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