Si leve lo leve, dos veces leve (y III)
A mí me complace que mi vecino sea libre porque con su libertad sana traza una frontera que también es mi frontera respetada, con su razón estimula la mía, con su afán de justicia declara la justicia como potente realidad de lo justo
Hacía muchos años –y tengo muchos– que no vivía el disparate ideológico que abandonó el nido irrelevante del Tribunal Supremo español para proyectarse sobre la ofendida razón pública. No es tuyo, coronada España, el pensamiento.
Sigo leyendo la leve y confusa crónica que sobre la sentencia del Procés usurpa el lenguaje filosófico en las páginas de “El País”. Lo leve, si leve, dos veces leve. Toca hoy el relato de una triste insidia jurídica a Bernardo Marín.
«Los líderes secesionistas –escribe Marín en servicio, parece, al monumental disparate legal– ya sabían que se trataba de una pretensión política enmascarada en argumentos pseudojurídicos». ¡Ah, cuando el gato emplea su olfato en el descubrimiento de la gran y sugestiva sustancia!. Ya sabían, los pícaros líderes… ¿pues qué buscaban de trasmano esos líderes, de no ser su patria?
Escribe Bernardo: «Consideran (los jueces) que el concepto de soberanía sigue siendo la referencia legitimadora de cualquier Estado democrático». ¿Pero de que soberanía se trata? ¿En quién reside esa soberanía? ¿En el mismo Estado? ¿En el pueblo, acaso? ¿Y si es en el pueblo, acontecido evidentemente antes que la ley, de qué pueblo hablamos: del que oprime o del que pretende liberarse de la opresión? Todo lo que arranca de Sócrates se desmorona con gran estrépito. Solo se oye, el parecer, la rotunda palabra del institucionalista –con su teoría que culminó en Hitler–. Incluso del institucionalista arriscadamente católico y francés –el Sr. Maricio Hauriou– que define así la ley en su nacimiento, incluso –¡cómo no!– la gran ley constitucional: «Libre energía que merced a su superioridad moral decide la creación del orden y del derecho» ¿Nació de esa superior e innominada fuente moral la intangible Constitución española, tan ajena hoy a la voluntad del pueblo catalán?
Cierto que, transcribe Bernardo a la sombra del Supremo «que la identidad de esa soberanía podría, cambiarse, pero nunca de forma unilateral, sino dentro de los procedimientos previstos en la Constitución». Al llegar aquí oigo la voz de un ciudadano: «¡Hay un camino, hay un camino!». Pero los jueces del Supremo añaden, empero, y según trascribe el periodista se supone que con fidelidad: «El derecho de libre autodeterminación, reconocido por la ONU, no puede aplicarse para quebrar la integridad de Estados soberanos e independientes que estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción alguna».
Esto es, que yo –un voluntarista, según me definen los jueces– he levantado el cubilete en que creía estar la libertad de autodeterminación y esa libertad estaba en el otro cubilete. Cuando vivía en Barcelona solía ir a las Ramblas para ver si alguna vez lograba vencer al trilero y jamás lo conseguí. Me consolaba con acercarme, poco más allá, al barquillero que pregonaba su infantil mercancía con su grito junto al gran cubo que la contenía a disposición de quien hiciera funcionar la rueda de la suerte: «¡Siempre toca, sino un pito, una pelota». Luego me sentaba en una silla, bajo un árbol viejo y solemne, y veía llegar a las damas y caballeros que embutidos en caros ropajes acudían a oír los grandiosos, admirables y liberadores coros del “Lohengrin” wagneriano.
Y esperábamos que Franco se muriera. Pero he aquí que puestos a soñar leyenda he acabado en Prometeo, al que un permanente fascismo devora incansablemente el hígado de la libertad. Me encuentro, como cantaba Raimon que «tiro la piedra y no sé a dónde va». Pero la tiro. La fe es siempre petate del que se va, no contrabando del que llega. Afincado en suelo tan firme seguiré creyendo que las grandes esencias –la libertad, la justicia, la razón– surgieron del absoluto metafísico definido por el Platón de la caverna o del Absoluto majestuoso con que nos amasaron ajenos a toda Constitución. Esas creencias que me hacen compartir los duros días de los catalanes están a salvo de jueces solemnes, políticos insidiosos y cualquiera otra fuerza realquilada en el orden. Uno vive, como diría Viktor E. Frankl, como hombre en busca de sentido.
A mí me complace que mi vecino sea libre porque con su libertad sana traza una frontera que también es mi frontera respetada, con su razón estimula la mía, con su afán de justicia declara la justicia como potente realidad de lo justo. Todo esto que digo puede ser retórico, pero produce paz y convivencia.
Por mi parte dejo la cuestión catalana en donde está: en plena batalla de un pueblo que desea ser el mismo. No admito esa teoría de que una Catalunya soberana provocaría un desmerecimiento de los españoles residentes allí. He hablado de españoles emigrantes en Inglaterra y se sienten perfectamente libres en el marco de su nueva ciudadanía ¿O es que España es más España por conservar colonias interiores? El otro día escuché a una arrebatada española decir enfurecida: «¡Lo que quieren los catalanes es quedarse con nuestro dinero!». Quedé estupefacto. Y como aficionado al teatro lírico español recordé aquel coro de “La Generala”: «¡Señora, señora!/ Parece mentira,/ que tenga una dama/ tan poca aprensión./ El ver lo que vimos/ el ver lo que vimos/ nos llena, señora/ de estupefacción». Esa España de gracia e ingenio republicano era mi España. Y no la indigesta y pobre de ahora. Pero mi caballo murió y mi alegría se fue.