Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Soberanía y nación

El autor critica la postura del Gobierno del PP y de algunos sectores de Catalunya contrarios a la consulta soberanista –como Ciutadans– que aluden a la «legalidad» para frenar la voluntad ciudadana y sostiene que «Catalunya, nación plena, repito, quiere gobernar con la ley, pero para que eso sea así tiene que acontecer primero la norma», por lo que anima a valerse de la movilización social y la desobediencia.

De nuevo la misma retórica vacua, idéntica lógica montada al aire como los ojos de las gambas. El Sr. Vargas Llosa ha aprovechado la Diada catalana para afirmar de nuevo en Madrid que «la soberanía es indivisible y que el voto (sobre el futuro soberano de Catalunya) es, por tanto, de todos los españoles». Por su parte, la simplicísima Sra. Cospedal ha sentado, con determinación manchega, que «en democracia se gobierna con la ley y no con manifestaciones». Por último, el Sr. Rivera, de Ciutadans, ha echado mano a otra tontería en su discurso para simples. Pregunta a Oriol Junqueras si aspira a un Estado catalán sin leyes, ya que abre esa puerta al solicitar la desobediencia civil a la ley española. Recordemos el aforismo: «Como sé que te gusta el arroz con leche debajo de tu puerta meto un ladrillo». Cavilo que ante estos tres argumentos Catalunya tiene pleno derecho a su independencia a fin de utilizar la propia inteligencia nacional, más ilustrada. Ya tenemos un motivo para la independencia.

Volvamos ahora sobre el asunto dado el peligro contaminante de la pereza o levedad intelectual de las tres personas que acabamos de citar.

Nadie ni nada puede negar a la soberanía, salvo avidez filosófica, su carácter absoluto. Pertenece la soberanía a los principios que comportan totalidad, que no admiten divisibilidad. Como la fe, por ejemplo. No se puede ser medio soberano, casi soberano, un poco soberano. Se es soberano o no se es soberano. Simplemente. O sea, el Sr. Vargas Llosa ha asado la manteca. Pero la soberanía es referencial y, por tanto, precisa un sujeto que la protagonice, que la pretenda, la sostenga o la ejerza, que la incorpore a la realidad. Este es el quid de la cuestión.

Supongo que el Sr. Vargas Llosa habla de la soberanía española presuponiendo, para justificar su expresión citada, que los catalanes son españoles, sin más. O más claro: que lo catalán no existe fuera de la nación española; es un puro adjetivo del gran sujeto español. Constituye un elemento secundario. Luego, el Sr. Vargas Llosa habla de la indivisibilidad de la única soberanía admisible, que es la española, frente a la que no cabe división alguna sin caer en lo sedicioso.


Hay que aclarar, pues, ante todo y muy detenidamente, si los catalanes son nación española. Si lo son, atentan contra la soberanía nacional, que es, sí, indivisible. Pero si no lo son, España atenta a su libertad al impedirles decidir sobre si mismos. Hay que subrayar que en una recta y honesta discusión contradictoria no debe falsificarse uno de los términos a fin de que automáticamente sea correcto el término contrario.

Franco hacía esto habitualmente y ello, entre infinidad de otras cosas, le convertía en dictador. Cuando en Barcelona estuvo a punto de producirse un conflicto social grave por la subida del precio del pan, las autoridades resolvieron la cuestión declarando que no habría encarecimiento alguno, pero que el kilo pasaría a tener ochocientos gramos. El asunto quedó resuelto porque sólo existía la alternativa de la Guardia Civil. Yo no sé si el Sr. Vargas Llosa pensará en esto último para afirmar que solamente hay la posibilidad de una única nación y, por tanto, de una única soberanía aunque sólo pese ochocientos gramos.

Lo nacional es de elaboración lenta y compleja. Una nación es la resultante de una imbricación profunda del ser humano con la tierra que le sustenta. Eso constituye el factor étnico, que queda grabado en las generaciones sucesivas. Una nación es espíritu y paisaje, aunque no es fácil determinar cuál de los dos resulta más decisorio. De ese horneo secular nace la cultura correspondiente.

Sumariamente el proceso sucede así. En el caso que nos ocupa parece evidente que Catalunya y España nacen de paisajes y espíritus distintos. Es más, lo español aparece más tardíamente por obra de una estatalidad agresiva de lo castellano. Castilla es también anterior a España. La tantas veces proclamada unidad española no es más que una horma estatal aplicada a pueblos muy diversos que nunca llegaron a compenetrarse eficazmente, además, dado algo tan determinante como la orografía peninsular, muy quebrada y aislante.


En la península ibérica hay una divisoria muy acusada entre las naciones de la mar, con culturas relativamente liberales, y las naciones del interior, con culturas rotundamente montaraces, separadas a su vez por abruptas cadenas montañosas. El resultado de todos estos paisajes tan diferentes en lo físico y lo humano, hace que la historia moderna de España sea una historia de roces hirientes y violencias reductoras. España ha persistido en la unidad por la dura y permanente determinación de unas monarquías adventicias, ajenas a las diferencias peninsulares en todos sus aspectos. El comportamiento abrupto de esas monarquías ha producido la deslumbrante y paradójica realidad de que España sea el resultado de una empobrecedora y rencorosa colonización de sí misma.

El Estado español es, en este escenario, un administrador de dominaciones. La primera de estas dominaciones ha consistido en crear una nacionalidad áspera y excluyente de cualquier tipo de modernidad crítica. Esta nacionalidad no ha patrocinado inteligentemente lo unitario sino que lo ha moldeado en el horno estatal mediante leyes que han resultado obviamente conflictivas. A estas leyes, ajenas sustancialmente a lo catalán, es a lo que quiere hacer frente el Sr. Junqueras desde una postura de desobediencia civil, que no es una postura pobremente antilegal, como dice el líder de Ciutadans, sino animada por una rica determinación pro lege, considerando potencialmente esta legalidad como fruto de la legítima soberanía catalana.


Vista la realidad catalana como una realidad nacional de pleno sentido no tiene más vía para hacerse presente, frente a la constricción española, que la negación de la obediencia al dominante o la manifestación de masas, que ya equivale por sí misma a una forma de votar.

La democracia no admite quedar presa en la Constitución inmóvil de Madrid mientras la nación cuajada que es Catalunya no puede aspirar a la suya. Resulta, pues, una necedad esa frase en que la Sra. Cospedal, siempre simplicísima, manifiesta que «en democracia se gobierna con la ley y no con manifestaciones». ¿Y cómo nacer una ley si se prohíbe el parto, ya sea mediante las urnas o ya por el camino de la manifestación soberana, pues otro camino no queda? La Sra. Cospedal habla de la ley como una primariedad surgida de si misma, toda positivismo jurídico en manos de quien azota su propio muslo para alumbrar el poder ¿De qué ley habla usted, Sra. Cospedal, frente a quienes no la tienen por obra y gracia de su imperio pequeño y cutre? ¿A qué infantil juego juega usted, señora? Catalunya, nación plena, repito, quiere gobernar con la ley, pero para que eso sea así tiene que acontecer primero la norma ¿O la ley es su ley? ¿O los catalanes resulta que no lo son, sino españoles mostrencos, y han de solicitar de usted el oportuno protectorado? La ley nace de la voluntad nacional y por tanto usted debe decidir en conciencia si Catalunya es nación o no. Y si lo es ¿cómo la embutimos en traje prestado?

En cuanto a la habilidad del Sr. Rivera para construir el retruécano de que si niego una legalidad niego todas las legalidades, le recomiendo el pasatiempo de la cocotología, que es como el Sr. Unamuno designaba al arte de hacer pajaritas de papel.

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