Iñaki Egaña
Historiador

Solo el pueblo salva al pueblo

Las inundaciones y tragedia en Levante, seguidas de la ineptitud del Gobierno autonómico, la frivolidad de la monarquía borbónica y la inacción del Ejecutivo central, han aireado la solidaridad que, de cualquiera de las maneras, se hubiera producido ante la magnitud del desastre. Las catástrofes naturales o inducidas son capaces de avivar lo mejor y lo peor de la condición humana. Tenemos acceso a las respuestas diariamente en el Mediterráneo, con el salvamento de los migrantes a la deriva en balsas frente al patrullaje militar para evitar que tomen tierra. En Palestina, con los cooperantes repartiendo comida frente a los bombardeos israelíes que intentan ahondar en la hambruna.

La solidaridad está en la personalidad humana, no solo la de nuestra especie, sino también en otras de homínidos que nos precedieron o simultanearon en la evolución. Probablemente, buena parte de nuestra especialización inteligente se deba a las capacidades que desarrollaron nuestros antepasados, arropándose en medios hostiles. Gioconda Belli apuntaba que la solidaridad es la ternura de los pueblos y el psicoanalista alemán Erich Fromm decía que la solidaridad humana es condición indispensable para el desarrollo personal.

En nuestro pequeño país, los actos de solidaridad reforzaron nuestro ADN colectivo con grandes y pequeñas expresiones. Algunas, como aquellas brigadas que acudieron en 1983 a limpiar Bilbo tras la gota fría precedente. Otras relacionadas con el conflicto, de apoyo a las familias de presos, los conductores de Mirentxin. O con otros compromisos externos, como quienes viajaron a tierras lejanas para aportar su granito de arena en las luchas de liberación, Pedro Baigorri, Pakito Arriaran, Alba García... Aquellos, también, que, desde otras partes del continente, del planeta, hicieron de su recorrido vital una alianza con nuestra causa emancipadora. Sin desdeñar otras pautas, fruto de nuestra pluralidad, como las de religiosos, cooperantes e incluso las agrupadas en el Euskal Fondoa de nuestras agrupaciones locales. Hasta el sindicato mayoritario vasco, con más de un siglo de existencia, lleva la palabra «solidaridad» adherida a su nombre. No hemos sido ni más ni menos que nadie y, en este caso, tal y como lo han hecho los solidarios con el Levante, simplemente desarrollamos nuestra condición humana.

En esta ocasión, la solidaridad de miles de jóvenes y no tanto, que ofrecieron su apoyo a la limpieza de calles, al rastreo de desaparecidos, o al desescombro de garajes y bajos, ha descrito lo que somos y lo que cabría esperar del «nosotros» humano. Con la particularidad de los tiempos que vivimos y el escenario consiguiente. La solidaridad, parece mentira, se ha convertido en un arma arrojadiza, se ha «politizado» incluso, y ha llevado a un debate ideológico del que, personalmente lo reconozco, me he sentido inquieto. Jamás tenemos certezas absolutas y, en mi caso, esta ha sido una de ellas. Me refiero a ese lema que comenzó a utilizarse a comienzos de la ayuda popular, cuando parecía que las instituciones aún no habían reaccionado. Esos primeros días en los que centenares de personas caminaban kilómetros para llegar con un cubo, una bayeta y una fregona, a las zonas afectadas: «Solo el pueblo salva al pueblo».

Lo que en principio parecía una frase histórica, fruto de la inacción institucional o de su retraso, se convirtió en frente de acusaciones. En sectores de la derecha extrema se utilizó como una «prueba» más de la desafección por la política, de los partidos políticos y de las instituciones, llegando a utilizar la locución de «Estado fallido» (incapaz de responder), mientras que en sectores de izquierdas y del propio Gobierno se tildó la expresión de reaccionaria. Para gestionar la crisis, o en otro caso las crisis, ya están las instituciones. Ese era y es precisamente el cometido institucional: representar al pueblo. O sea que, «solo el pueblo salva al pueblo» era, al parecer, un lema inadecuado políticamente. Las redes sociales, vademécum contemporáneo, dictaron sentencia.

Nuestra generación creció con los ecos de Durruti y Likiniano que expresaban precisamente el sentido del pueblo y para el pueblo. Los latidos de la Comuna de París que nos contó nuestro paisano Lissagaray se mezclaron con aquellos cantos que redoblaron en La Casilla de Bilbo los chilenos de Quilapayún: «El Pueblo Unido jamás será vencido». La tradición marxista, la Revolución francesa, impregnaron la fórmula del «pueblo soberano». Jon Maia concluyó su seguidilla en el Velódromo donostiarra cuando Arnaldo Otegi y los de Bateragune fueron liberados, con un «Gora Herria». Por ello, mi inquietud. ¿Estaba haciendo al caldo gordo a la derecha sintiéndome orgulloso y emocionado por la solidaridad que transmitían miles de jóvenes anónimos, lejos del postureo de los medios? ¿O era un simple debate semántico sobre la impertinencia de una frase?

El pueblo que he sentido reivindicar ha sido citado como el sujeto político de cualquier proyecto liberador. Nos echaron en cara, en un principio, que nuestra lucha era pre-política. Para, más adelante, cambiar de reproche para decirnos que politizábamos en exceso. Esa politización, acertada, expresaba la necesidad de ofrecer una explicación al porqué de las cosas, de las injusticias. No existen los hombres y mujeres apolíticos, que es lo que expresan las derechas para arrimar el ascua a su proyecto. Porque el neoliberalismo reduce al pueblo a ser un mero consumidor de productos, a ser multitud. Consumidor también de la democracia que promueve como modelo político. Una democracia sustentada en la delegación a través de los partidos políticos. Y finalmente, a la reducción de las instituciones emanadas de esa «voluntad popular» a una herramienta para la solución de problemas concretos (las consecuencias de la gota fría) que provoca que desaparezca el pueblo como categoría política. Frente a ello, mi reflexión como contrapeso: Pueblo plural, pueblo sujeto.

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