Tortura
Sé en carne propia lo que en todos y cada uno esos edificios han sentido muchos. Eso mismo es lo que yo sentí. Sentí lo que es estar entre la vida y la muerte, que te den por muerto y que te reanimen.
Existen momentos en los que los recuerdos te hacen daño y el presente te atraviesa la dignidad hasta hacerse insoportable. Momentos que te rompen tus adentros y te hacen mirar con una profunda tristeza, no exenta de desprecio, a aquellos que pasan por la vida de puntillas, calzados con las zapatillas de la banalidad, con la mirada fija y acartonada de los fieles al poder, sin mirar a ninguno de los lados que rompen la razón de una democracia autoproclamada plena. Me refiero a la tortura, a la práctica de imponer un calculado dolor físico a un ser humano, hasta que este, hecho añicos, derrotado todo su ser existencial, olvide su libre albedrío y deje su voluntad de vivir en manos de su torturador. Me refiero al mayor horror que un ser humano puede llevar a cabo: apoderarse de la mente y del cuerpo de un semejante en base a su poder político e institucional. Y, sobre todo, también me refiero a quienes oían, comprobaban, conocían y sabían que el horror de la tortura era el «método» silenciado que nunca ellos, los comunicadores, debían mencionar, comentar o insinuar tras una detención.
Me refiero también, por lo tanto, a ese potenciador de la tortura que fue enmudecer al torturado, de menospreciar sus denuncias, minimizar su credibilidad, de ocultar o empequeñecer hasta lo ínfimo las demandas de los martirizados. Tiempos tristes en los que muchos portavoces profesionales corrompieron sus conciencias por mantenerse en sus micrófonos, en sus platós y sus redacciones. Tiempos que vuelven a resurgir por casualidad, nunca como fruto de un concienzudo trabajo periodístico, lo que les retrata como una cuadrilla de haraganes buscadores de la verdad.
Ahora, con el escudo de la distancia, muchos de aquellos que callaron ante la atrocidad se hacen los sorprendidos y escandalizados por una verdad que toda Euskal Herria y el Estado hispano entero conocía. Estos días, cuando el tiempo regurgita los asesinatos y torturas de Lasa, Zabala y Zabalza, por mor de un trabajo de documentación facilitado por la desidia judicial propia de quienes se saben protegidos por el Estado, los mudos de la verdad elevan su voz sin revolver demasiado el estercolero de las prácticas policiales que hasta ayer daban escalofríos de terror en nuestras tierras.
Se está hablando de las torturas como noticia nueva y sorprendente, unos hechos increíbles que suenan a guion de película, cuando la realidad es que en este país nuestro se ha torturado sistemáticamente, y, también sistemáticamente, se ha ocultado «el tema».
Confieso que he tenido siempre dudas de escribir este artículo, porque no me gusta hablar sobre mí mismo como referente; pero, dadas las circunstancias, son estas las que me han hecho decidir contar algunas de las experiencias que me tocaron pasar y que, sin miedo a exagerar, tuve «el coraje» de denunciar en su momento y que, cosa totalmente novedosa, nos sirvió para ganar un juicio a la Guardia Civil del ya difunto Galindo. Un detalle, las marcas de las torturas que presenté ante el juez fueron un error de ellos, no había en el acuartelamiento suficiente pomada ni suficiente tiempo de cura. Los guardias civiles denunciados fueron condenados, pero nunca pisaron la cárcel y para más escarnio, posteriormente, fueron condecorados y ascendidos.
Intxaurrondo, hoy calificado como el cuartel que inventó la tortura, solo fue calco del cuartel del Antiguo y de otros edificados en la geografía de Euskal Herria. Y sé en carne propia lo que en todos y cada uno esos edificios han sentido muchos. Eso mismo es lo que yo sentí. Sentí lo que es estar entre la vida y la muerte, que te den por muerto y que te reanimen. Sé lo que es la «bañera», lo que es la «bolsa», lo que es viajar hasta Madrid, con una bolsa industrial, cubierto hasta los pies, empapado de sudor, que te paren en un cuartel –para ellos comer–, mientras a ti te colocan con la misma bolsa, esposado de una mano, atado junto a un ventilador, sudando, sin aire, y con un frío espantoso. Sé lo que es el «quirófano», los «electrodos». Conozco lo que es beber la orina de un guardia civil, lo que es estar cabeza abajo, atado y colgado de los pies. Sé lo que es hacer flexiones hasta la extenuación. Padecí lo que es el vértigo extremo como consecuencia de la presión bajo los oídos y no poder mantenerte en pie. Experimenté lo que es estar envuelto en mantas mojadas para molerte a palos.
He pasado por el trance de desear morir, rogar que te maten. También conozco lo que es no dormir durante días, con música a todo trapo. Sé lo que suponen interrogatorios de horas y horas, días y días escuchando gritos y he visto a compañeros volviéndose locos y que, hoy día, todavía no se han recuperado del todo. Conozco personas que se dieron al alcohol para intentar olvidar. Conozco quien no paró en un control policial por pánico a no querer pasar por lo mismo y preferir arriesgar la vida a estar entre ellos. En fin, he sido detenido en dieciocho ocasiones, he conocido a Galindo, Ballesteros, a muchos de sus «hombres», sus tropas de ocupación.
Mi experiencia ante los tribunales me pasó factura, pues a raíz de ello hube de soportar amenazas continuas, interrumpidas al ser de nuevo detenido. Eran detenciones practicadas bajo la aplicación terrorífica de la ley «Antiterrorista» que les permitía a la Benemérita y Policía Nacional mantenerte diez días en sus manos, o lo que es lo mismo, en un infierno terrenal y real, negro de un sombrero de charol de gala. Aquellos días, horas amargas de dolor y de combate racional, se me quedaron grabadas y por eso me revuelve la indignación cuando alguien presenta la mínima duda de que en Euskal Herria se ha torturado como metodología de batalla y se pretende articular un «relato» en el que únicamente una de las trincheras capitalizó la violencia en este país. Si algún periodista necesita «relato», yo me ofrezco.