Un parlamento mesopotámico
Antonio Álvarez-Solís hace en este artículo algunas reflexiones sobre el lenguaje no verbal de algunos parlamentarios del Congreso español, para finalizar haciendo una propuesta para hacer frente al uso de los «lenguajes y gestos indecentes».
El aspecto y comportamiento de los parlamentarios españoles más destacados desde la Constitución de 1978 me ha obligado reflexionar muy seriamente sobre la restauración científica de la fisionógmica, ciencia juzgada hoy como obsoleta, basada en que puede conocerse el carácter, personalidad o ideas de un individuo por medio de sus comportamientos o rasgos físicos exteriores, sobre todo de su cara.
Ante todo, ya que lo expreso así con frecuencia, he de insistir en que se trata de reflexionar seriamente, ya que en España emplear el verbo reflexionar sin el aditamento de la seriedad no ofrece garantías sólidas. Aquí la española cuando besa es que besa de verdad
La fisionógmica fue descubierta en Mesopotamia, cuando Mesopotamia era Mesopotamia, pero fue manejada auxiliarmente por algunos médicos europeos hasta hace unos años. Luego desapareció de la ciencia. Y a mí me parece que prematuramente.
He seguido casi todos los plenos de las Cortes españolas y la asociación de lo que dicen algunos parlamentarios con el gesto que emplean para decirlas me retorna a ciertas consideraciones de la fisiognomía, lo que no significa ofensa alguna sino una invitación a sacar consecuencias útiles de esta equivalencia entre el gesto y el contenido de lo que se dice a fin de clasificar el talento del orador o de la oradora de turno. He de decir que a la oratoria parlamentaria actual han hecho aportaciones muy novedosas una serie de señoras que han añadido al contenido intelectual de su discurso la gracia de movimientos de lo definitoriamente femenino, como popularizaron las zarzuelas. El debate entre la ministra de Defensa y una serie de diputados acerca del eutrapélico Sr. Marlaska, ministro del Interior, se convirtió en viral, aunque no acierto a saber lo que quiere expresar este término que más bien parece apropiado para su uso en el marco sanitario. Es más, yo no creo que deba llamarse debate a lo que aportaron los diputados que participaron en el encuentro que yo prefiero calificar de gresca.
En cualquier caso bueno será añadir ciertas consideraciones sobre movimientos corporales y gesticulaciones que no contribuyen nada a dar hondura a lo que se está debatiendo nada menos que en el parlamento, cuyos miembros, aparte de dotarles de un ejemplar de la Constitución debieran recibir una cartilla de buenas maneras sociales para convertir en un valor sustancial la convivencia parlamentaria. De aceptar esta sugestión mía me permito recomendar el librito que los Hermanos Maristas editaban en Edelvives y que desapareció con el Movimiento Nacional, que prefirió dar preferencia a la muerte por la patria a denostar gestos tan disolventes como escarbarse la nariz durante la misa y otras reuniones colectivas de parecida importancia. Al fin y al cabo morir por la patria constituye un acto poco frecuente. No sé si lograré convencer de esto que sostengo a Willy Toledo, que es un teólogo a la inversa agobiado quizá por un estreñimiento pertinaz.
Yo no digo, y así Dios me salve, que para ser diputado haya que ser ilustrado, sino que solo reclamo ciertas posturas y convenciones que sirvan a los ciudadanos españoles para desfilar amicalmente hacia sus respetables domicilios tras asistir, por ejemplo, a un encuentro de fútbol. España tiene derecho y aún obligación a otras indignaciones más valiosas dada la triste situación en que vivimos. Por ejemplo, entiendo que se llegue a tirar aviones de papel contra los coches de la Guardia Civil, como al parecer ha denunciado el cuerpo policial en su lucha contra el terrorismo separatista, que quiere romper España, que al parecer está elaborada con una cerámica mal cocida.
La política, según Nietzsche, solo tiene por objeto robustecer el Estado –sea cual sea el Estado– frente al pueblo que padece. Por eso las protestas populares se alimentan de una libertad que los Estados –aristocráticos, capitalistas, socialistas o comunistas– aborrecen porque trata de destruir un poder que siempre representa a una minoría opresora movida por el mismo egoísmo, la misma maldad e idéntico afán de esclavismo. En este momento histórico ese poder, que se siente al borde de su acabamiento, se manifiesta y delata en el lenguaje envilecido y alborotador de sus dirigentes; lenguaje del que quiero decir algunas cosas bajo mi manzano solitario y al tiempo que regalo un puñado de alpiste a mis gorriones que pían siempre con la misma cortesía.
Dada la miseria moral con que proceden los Estados, delatada desde los tiempos de la vieja Grecia –Sócrates prefirió envenenarse a pervivir en otro Estado–, yo quisiera proponer un armisticio ante el uso de los lenguajes y gestos indecentes a fin de que el ciudadano corriente pueda vivir y morir debidamente sedado. ¿En qué consistiría ese armisticio, que debía poner en marcha el Parlamento para resaltar su ejemplaridad? En poca cosa: uso de movimientos reposados –para huir de esos meneos de lonja pescatera, tan propios en su verdadero lugar–; alguna solemnidad en el manejo protocolario –con expresiones como «siga usted, por favor»; severidad y prudencia en el juicio –«aunque lo sea, nada obsta a su parecer político que sea usted maricón, cosa muy respetable en el Renacimiento»–; cierta ceremonial en la cita de estadísticas, omitiendo versos como aquellos dedicados a un parlamentario en tiempos anteriores: «Sr. Don Manuel Garay/ usted nos está engañando/ usted nos está robando/ el poco dinero que hay»; una visible gravedad en las acusaciones: «No diré que nos engaña/ pero parece verdad/ que no fue a la Facultad/ para gobernar España»…
Uno no trata ya de que España sea un ejemplo de rectitud. Eso nos dejaría en muy mala situación en Bruselas. Se trata de que las chicas no se quiten el sostén ante la Virgen del Perpetuo Socorro. Se trata de que no meen en los cementerios a falta de programa político. Se trata de que se peinen debidamente en la apertura de la legislatura. Se trata de que las niñas hagan caca y los niños no hagan caco, que ya hay de sobra en ciertas instituciones bancarias…
En una palabra, se trata de que las familias españolas no tengan que encerrar en el baño al hijo mayor, diputado, porque hay visita y no vaya a meter la pata cuando el cabeza de familia diga aquello de: «Este es el retrato de mi tatarabuelo que al parecer tuvo algo que ver con una señora que descendía de Guzmán el Bueno».