Por qué es importante hablar de los GAL siempre que se pueda

Los papeles de la CIA subrayaban, en un informe unos meses posterior al que señalaba a Felipe González como fundador de los GAL, que «si se confirmara la presunta implicación, las credenciales democráticas de Gobierno y PSOE quedarían seriamente empañadas». Es una afirmación pertinente, en todo tiempo y lugar. Conviene situarla en torno a la Embajada de EEUU de Madrid, hace 35 años.

Visto con perspectiva histórica, la despreocupación por esos credenciales democráticos se ha convertido en un elemento central de la cultura política española. Las dos guerras contra la disidencia vasca, la sucia y la legislativa, han provocado que el estado de derecho no se desarrolle con normalidad, se desvirtúe y degenere, sin que nadie se haya preocupado de él a la altura de lo que necesita una democracia para evolucionar sanamente. 

La manera en la que España digiere escándalos que afectan a pilares fundacionales de sus mitos como nación contemporánea es impresionante. Felipe González y Juan Carlos de Borbón aparecen esta semana como cabecillas de sendas tramas criminales, una de «terrorismo» y otra de corrupción. Cuestiones que han sido centrales al debate público vasco durante estas décadas saltan a Madrid mitad como novedosas, mitad como secretos de familia. El resultado sigue siendo muy pobre.

«Habla cucurucho, que no te escucho»

No hay hoy en día en el Estado español nadie que señale el daño que sus políticas represivas contra el independentismo han hecho a la cultura democrática y al desarrollo institucional de su país desde la muerte de Franco hasta nuestros días. No hay nadie que analice con un mínimo de rigor qué hipotecas ha dejado la impunidad de los GAL o las torturas. Qué modelo policial se ha construido a partir de ahí. Cómo la Policía política o el comisario José Manuel Villarejo no se pueden entender sin precedentes como José Amedo. Qué relación perversa se creó entre periodistas y policías, y cómo se engrasó esa relación. Qué Codigo Penal ha dejado «la lucha contra ETA», gracias al liderazgo punitivo de, precisamente, los felipistas. Qué judicatura ha quedado de la concertación con el franquismo. Ni pensadores, ni periodistas, ni políticos españoles dan a estos elementos la relevancia que tienen en el subdesarrollo democrático español. Y si los hay, no se les oye ni escucha.

Tampoco parece que ellos escuchen demasiado. Si no, alguien se habría hecho eco de las palabras de Ane Muguruza y Nagore Otegi, hijas de militantes vascos muertos a manos de comandos organizados por los aparatos del Estado. Señalaban, entre otras cosas, que a sus padres «los mataron con dinero público». Estas ciudadanas vascas son tratadas como víctimas de segunda categoría. Que nadie se engañe ni quiera engañar: el problema es la impunidad y que nadie rinda cuentas, no una condena moral sin efectos reales. Como dijeron ellos tantas veces, «es positivo, pero insuficiente».

Para evitar que las naciones vasca o catalana se independizasen, los poderes del Estado han utilizado todos los resortes del sistema, siempre a través de la negación y de diferentes grados de violencia. La seducción es una quimera. Nadie que no sea vasco, catalán o galego explica esto en Madrid, a nadie atienden allí, y eso provoca que la divergencia sociopolítica entre nuestras naciones se mantenga o crezca. Que nuestros debates y los suyos sean tan diferentes.

La memoria para las generaciones venideras 

Cuando se afirma con tono de reproche que no hay nada nuevo en estas informaciones, no solo se menosprecia la memoria de unas víctimas que no saben la verdad sobre quién y cómo hizo matar a sus familiares, no han tenido justicia y a las que se niega la reparación. Se obvia también que los y las ciudadanas vascas que ahora toman conciencia política nacieron veinte años más tarde de que se escribieran los informes de la CIA. Toda una vida después de que los GAL atentarán, lograran sus objetivos políticos, fuesen condenados e indultados, el Tribunal Supremo español decidiese que eso no era «terrorismo», y aquí paz y después gloria. Va a ser que no.

La guerra sucia expone como pocas cosas la existencia de un conflicto político. Por eso es tan inoportuno este debate para quienes sostienen un relato oficial impostor, destinado a mantener el estado de las cosas. Es importante, porque demuestra el ventajismo político en la cuestión de presos y víctimas, la doble moral respecto a las alianzas. No es, quizás, un debate de futuro, pero explica muy bien algunas miserias del presente.

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