Quien nada quiere aclarar algo pretende ocultar

Al dolor incomparable que ocasiona la pérdida de un ser querido los allegados de José Ángel Serrano tuvieron que sumar la zozobra y pesadumbre que rodearon las circunstancias de su fallecimiento, el 14 de octubre de 2016. Preso en Zuera, con 18 años de aislamiento y enfermo, su muerte dejó abiertas muchas interrogantes, algunas de ellas expuestas por su compañera Silvia Encina, que le había visitado 24 horas antes. Se preguntaba entonces por qué, precisamente aquella noche, el interfono de auxilio no funcionó; explicaba que le habían obligado a tomar conjuntamente la medicación de su tratamiento siquiátrico y la de la infección bucal que padecía; y denunciaba que les habían instado a consentir su enterramiento sin el informe preceptivo si querían darle un último adiós.

Demasiadas irregularidades y preguntas sobre las que no se ha arrojado ninguna luz en el año largo transcurrido. Es más, el archivo de la causa sin practicar toda la prueba requerida no hace más que convertir la duda en sospecha y activar las alarmas. Las contradicciones existentes entre las dos autopsias realizadas y la decisión, arbitraria, de no tomar declaración a los presos, únicos testigos sin vinculación profesional con la prisión, son motivo para ello.

Cuando una persona fallece estando bajo custodia de funcionarios públicos debería ser la administración la primera interesada en esclarecer lo ocurrido. Así debería ser si tuviera limpia la conciencia y la certidumbre de haber actuado correctamente. Pero, desgraciadamente, el caso de este vecino de Bilbo no es el único, ni el deceso de José Ángel fue un hecho aislado en su vivencia carcelaria. Al contrario, como dijo entonces su compañera, «lo natural es morir en la situación en la que vivía». Quizá es esa la cruda realidad que algunos no quieren que se conozca. Al año 230 personas mueren en las cárceles españolas, un dato escalofriante que no cambiará mientras se mantenga esa vergonzante omertà sobre lo que ocurre en su interior.

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