2021 MAR. 01 - 00:00h Los muertos ilustres de la vieja Habana Una bella ciudad que desplegó tanto lujo y riqueza como las más bellas y prósperas del planeta no podía dejar de tener un cementerio emblemático, reposo de gentes humildes y desconocidas pero también de personajes ilustres y grandes fortunas. Paseamos por el cementerio de Colón, en La Habana. Imagen del cementerio Colón, en La habana. Testua eta argazkiak: Xabier Bañuelos «Tu mano dura, rígida, apretando… / Apretando, apretando hasta exprimir / la sangre gota a gota… / Tu mano, garra helada, garfio lento / que se hunde… Tu mano, / ¿Ya?... / La sangre… / No he gritado. No lloré apenas. / Acabemos pronto ahora: ¿ves?, / estoy quieta y cansada. / De una vez acabemos este juego / horrible de tu mano deslizándose / –¡todavía!...– suave y fría por mi espalda….» Todos y todas las poetas, tarde o temprano, acaban bailando con la parca al compás lírico de sus palabras. Recito mentalmente los versos mientras vago perdido entre las calles rectas y confusas del cementerio de Colón: «Juego horrible», «mano», «suave y fría», «deslizándose», «por mi espalda». Hallo su tumba, austera, blanca, blanquísima, de un blanco «frío y suave», como es el mármol cegador e inquietante que lo inunda todo reflejando el sol radiante del Caribe. «Tu mano dura, rígida, apretando...», bajo la losa descansa Dulce María Loynaz. Poco antes, había leído en el epitafio de Alejo Carpentier aquellas palabras que pronunciara en un ya lejano 1977 entrevistado por el periodista Joaquín Soler Serrano: «Hombre de mi tiempo soy y mi tiempo trascendente es el de la Revolución Cubana». El escritor, maestro del barroquismo, dejó así grabado en roca su compromiso. Loynaz y Carpentier, que vivieron con pasión su amor por las letras, comparten hoy reposo eterno en el más emblemático camposanto de la capital cubana. La Necrópolis de Colón y su geometría perfecta se extiende con la regularidad de un castrum romano. En sus inabarcables 57 hectáreas surgen de la tierra casi 70.000 piezas de alto valor y más de 20.000 grupos monumentales entre panteones, mausoleos, sencillos sepulcros, capillas, calavernarios… Sus cruces, lápidas y recreaciones, de una exuberante diversidad modelada con el cincel y el cartabón de los sueños, guardan el recuerdo de más de un millón de almas dormidas que evocan, con desdén, «cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando». Es como si naciera de una contradicción ontológica que quisiera burlar y aceptar lo inexorable, ambas cosas, trascendiendo con el arte un destino implacable, la oscuridad de una eternidad desconocida que necesita ser envuelta en esperanza. Arte entre los muertos El cielo vuelca sobre nosotros todo el calor del universo, y su luz, inmensa, confunde nuestros sentimientos en medio de una urbe silenciosa donde la muerte se entretiene flirteando con la belleza. Si no fuera por quienes acuden a visitar a sus difuntos con flores y plegarias, si no fuera por una iconografía plagada de lutos y melancolías, parecería que estuviéramos paseando por un museo al aire libre. Y en cierto modo, así es, porque el valor escultórico y arquitectónico que se atesora casi logra hacernos olvidar que guiamos nuestros pasos entre la tristeza y el llanto por los seres amados que se perdieron. La necrópolis, finalizada en 1886, fue diseñada por el arquitecto gallego Loira Cardoso bajo la idea clasicista de «ciudad ideal». Simetría y proporción se plasman en tono a una cruz griega formada por un cardo máximo de norte a sur, al que atraviesa un decumano máximo este-oeste. En cada punto cardinal una puerta y, entre ellas, cuatro cuarteles con calles distribuidas en damero. Pero a esta concepción renacentista del trazado, pronto se superpone ese aire nostálgico y sentimental muy al gusto de los neorrománticos de finales del XIX y comienzos del XX. A él, se irán sumando otras sensibilidades: modernistas, racionalistas, neogóticas, neocoloniales… e incluso excentricidades imposibles de encasillar que acaban componiendo una sinfonía ecléctica de estilos para una obra coral sobresaliente. Es una imponente silva poética en piedra, repleta de metáforas que aluden a la levedad de la vida o a la inapelable sentencia del destino común del ser humano, pero también al carpe diem o al sentido del humor de quien bien vivió y con este ánimo encaró el final. Entramos por la puerta norte, que nos recuerda a un arco triunfal romano con ribetes bizantinos. En su cima, el conjunto escultórico “Janua sum pacis” (Soy la Puerta de la Paz), labrado por José Villalta Saavedra, representa la Caridad, la Fe y la Esperanza. Encaramos la avenida de Colón. Justo en el corazón de la necrópolis, la capilla central, octogonal a modo templario, pero de estilo neo románico-bizantino. Flanqueando la calle se despliega el primer recital pétreo presidido por la majestuosidad del romántico Mausoleo de los Bomberos realizado por Agustín Querol. Se suceden el excelente panteón de la familia Falla-Bonet, obra de Benlliure, la réplica de la Piedad de Miguel Ángel, la también piramidal tumba de José F. Matta, el mausoleo art déco de la familia Baró, el misceláneo mausoleo Laurac-bat de la Asociación Vasco-Navarra de Beneficencia, el panteón de Julio de Quesada, que luce el relieve del Cristo sobre piedra del vanguardista escultor cubano Teodoro Ramos Blanco, el mixturado mausoleo de José Geney y Batet, la sólida capilla del conde de Rivero y sus esculturas de Moisés de Huerta, y así hasta caer rendidos por un particular síndrome de Stendhal. Aequo pulsat pede ‘La Pallida Mors’. Así denominó Loira Cardoso a su proyecto, nombre inspirado en los versos ódicos de Horacio: «Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres» (La pálida muerte pisa con igual pie en las chozas de los pobres y en las torres de los reyes). Aunque incluso en la muerte es fácil reconocer a quien gozó de riquezas y a quien no, lo cierto es que la Necrópolis de Colón acoge por igual a ricos y menesterosos, próceres y rebeldes, impíos y a santos populares. Curiosamente, paradoja macabra, fue el propio Loira Cardoso quien, al morir prematuramente en 1872, estrenó su aún inconcluso camposanto. A Loira, Loynaz y Carpentier les acompañan personajes como los escritores José Lezama Lima, Eliseo Diego y Juan Chabás, los músicos Chano Pozo e Ibrahim Ferrer, líderes de la independencia como Máximo Gómez y Emilio Núñez, revolucionarios como Álvaro Barba o Raúl Cepero, campeones de ajedrez como José Raúl Capablanca, científicos como Carlos Finlay, cineastas como Gutiérrez Alea (‘Fresa y Chocolate’), Alberto Korda, el fotógrafo de la imagen por excelencia del Ché… o Eduardo Chibás, líder del Partido Ortodoxo frente a cuya tumba, victoriosa ya la Revolución, Fidel Castro dijo: «…porque tu causa, tu idea, dejó de ser la causa y la idea de un partido para convertirse en la causa, en la idea y la ilusión de todo el pueblo! ¡Eduardo Chibás, tu último aldabonazo ha resonado por fin!». Amores y sincretismo Pero Colón está también lleno de otros enterramientos y otras historias. Historias de fidelidades eternas como la del perro Rinti, quien veló a su ama hasta su propia muerte; o de Modesto, quien visitó a diario la tumba de su esposa, Margarita, hasta descansar finalmente juntos. O historias de amores trágicos como la de Catalina Laza y Juan Pedro Baró, a quienes las férreas convenciones sociales y la temprana muerte de ella, impidieron su felicidad. De amor fue también la historia que encierra el sepulcro más famoso, el de Amelia Goyri. Hija de los marqueses de Balboa, tuvo que luchar contra la oposición de su padre para casarse con el hombre al que amaba. Cuando por fin lo consiguió, al año de la boda murió de parto junto con su hija, que fue enterrada a sus pies. Su esposo, henchido de dolor, golpeaba la lápida con una de las argollas para despertarla. Y al marchar, siempre lo hacía de espaldas para verla todo el tiempo posible ya que, como se decía, se había reencarnado en la estatua que había mandado hacer al escultor Villalta Saavedra. Años después, al abrir la tumba, vieron que los cuerpos estaban intactos y que la madre tenía en brazos a la criatura. Goyri fue santificada por el pueblo y bautizada como La Milagrosa, y a ella acuden por centenares las y los necesitados de milagros. Metidos en religiosidades, sincretismos y peregrinajes, visitamos la tumba de Leocadia Pérez, santera del espiritismo cruzado. Se comunicaba con Ta José, su muerto particular, quien se le manifestaba para hacer obras caritativas, quizás impulsado por el dios Olofin a buscar la trascendencia al Ku o espíritu luminoso. Dicen que reposa ahora junto a ella. Y hay también historias excéntricas, como la de la tumba del hombre enterrado de pie, Eugenio Rodríguez, quien estando en prisión conoció a la hija del presidente. Se enamoraron y su liberación fue cosa hecha, consiguiendo después una pingüe fortuna. Como él mismo dijo: «Quien ha caído de pie en la vida, igual ha de caer parado en el infierno». No menos peculiar es la de la tumba del dominó, de Juana Martín, que murió de infarto en un lance del juego con el doble tres en la mano; o la de Cecilia Valdés, de quien todo el mundo creía que era el personaje de la novela del escritor Cirilo Villaverde y resulta que existió en la vida real. Suntuosidad, sencillez, historia, arte, creencias, mitos, orden, excesos y estrambotes… todo se da cita con el final de la vida y el inicio de la memoria en la Necrópolis de Colón, un lugar singular para comprender la identidad cubana.