2022 OTS. 27 - 00:00h Decepciones Igor Fernández Y de repente, al principio de la noche empieza una sensación extraña en el vientre, una contracción que resulta en un dolor agudo, o quizá uno difuso pero claramente perturbador. Echamos la memoria atrás preguntándonos «¿qué he cenado que me ha sentado mal?». Señalamos algún ingrediente sospechoso, aunque de poco sirve para apaciguar ese malestar sordo y constante que nos ha despertado. Buscamos posturas, nos ponemos la mano en la zona porque entendemos que el calor nos va bien, pero nos cuesta hacer otros movimientos. Con un poco de suerte, nuestro cuerpo está dispuesto a expulsar aquello que nos ha hecho mal, pero en ocasiones simplemente tenemos que atravesar el dolor resultante del exceso de esfuerzo de nuestro aparato digestivo para que, sea lo que sea, pase. No hay más. Ya mañana revisaremos el envase o directamente nos desharemos del alimento que recordamos con rencor en la balda de la nevera… Y algo aprenderemos para la próxima vez; o no. Y es que, de forma similar a las indigestiones, también la resolución del malestar emocional es, en ocasiones, una metabolización de una sensación inesperada, bien sea esta aguda o crónica. De hecho, estamos acostumbrados a establecer relaciones de causa-efecto entre lo que nos sucede a nivel psicológico y los hechos externos; sin embargo, el estado de nuestras ‘mucosas’ emocionales, ‘el tracto digestivo’ de nuestros razonamientos o la sensibilidad de ‘las paredes del intestino’ emocional fruto de nuestras experiencias, hace que nuestro cuerpo y mente reaccionen con mayor o menor ligereza ante acontecimientos que no necesariamente para otros son aversivos o difíciles de afrontar. Las decepciones son algunas de las experiencias psicológicas que podrían ilustrarse de este modo. No hace falta una gran pérdida para sentir una gran decepción, y menos aún, pérdidas cuya repercusión otras personas pudieran atestiguar o compartir; no. Las decepciones están íntimamente ligadas a las expectativas sobre las cosas que vamos a vivir o que creemos conocer bien, al punto de que se vuelven predecibles, o eso pensamos. Cuando estas no se cumplen y ese hecho nos pilla desprevenidos, desprevenidas, el impacto de la pérdida nos atrapa sin poder hacer mucho con ello, ya que la pérdida ya ha sucedido para cuando caemos en la cuenta. Entonces, en medio de un estupor, de una cierta confusión, sentimos una desagradable sensación de frustración, tristeza, enfado e incredulidad. En este sentido la decepción ha adquirido internamente la forma y la dinámica de un pequeño –o gran– duelo, y, como tal, atravesamos fases de ‘digestión’ de esa pérdida, hasta llegar a un lugar en el que una nueva realidad se establece; una realidad sin esa idea, esperanza, o certeza que nos había acompañado hasta entonces. Como nos pasa con los retortijones nocturnos, en esto hay poco que podamos hacer para volver a la situación original, en la que hacer valer aquella expectativa que teníamos. Y, al mismo tiempo, no se nos ocurre no volver a comer o beber –entre otras cosas porque no podríamos sobrevivir–. Esta es una imagen sencilla pero que nos puede recordar que sea lo que sea lo que nos ha decepcionado, por un lado, también pasará; por otro, cuando eso suceda, habremos crecido, idealmente sin haber desarrollado un cinismo o resentimiento tales que no nos permitan ‘volver a disfrutar de la comida’. El rechazo que produce asco a un alimento se aprende muy rápidamente en el mundo animal, ya que esta prueba puede conllevar un envenenamiento, y quizá algo parecido nos pasa con las decepciones, con el malestar que producen y las conclusiones carenciales a las que llegamos después. Y, al mismo tiempo, volviendo al plano psicológico, mantener la esperanza de que lo valioso permanecerá, que encontraremos nuevas fuentes de ‘alimentación’, de disfrute, está inseparablemente ligado a la posibilidad de indigestarnos algún día.