2022 EKA. 26 - 00:00h Entre la omnipotencia y la impotencia Igor Fernández No es extraño que en una sociedad exigente como la que nos hemos montado, traslademos esas exigencias al mundo interno de la mente, a ese teatro que sucede dentro de una caja oscura de hueso. Como dice el neurocientífico David Eagleman, «nuestro cerebro no experimenta directamente el mundo que le rodea, está encerrado en una bóveda silenciosa y oscura dentro de nuestro cráneo». E incluso ese mundo que parece pedirnos un rápido ajuste cuando pensamos en él, que parece tener unas reglas claras a las que atenernos y que debemos conocer para sobrevivir, no es más que una representación. La mente no para de crear modelos con la información de los sentidos y tratar de confirmarlos en el mundo exterior, centrando la atención en aquellas facetas del mundo que más encajan con dicho modelo; descartando las que lo desmienten con asombrosa facilidad y rotundidad. El resultado es casi un circuito cerrado en el que nuestros sentidos ofrecen a la mente perceptiva una ingente cantidad de estímulos, y que esta se ocupa de censurar incluso antes de que podamos pensar en ello. Esta ‘estrechez’ de miras no es más que un ahorro de recursos, y quizá la condensación de los miles de años de evolución. Igual que los ojos de los humanos han acabado adaptándose para percibir los colores de una determinada franja del espectro relevante para la supervivencia –en otras palabras, vemos lo que ha venido siendo útil en nuestro hábitat, a diferencia de lo que ha sido útil para las abejas o las sepias–, también la manera de evaluar la realidad y aprender de ella sigue estos principios. Y, como todo lo que podamos decir sobre las personas en términos generales, también estas líneas sobre percepción se hacen incompletas, burdas y simplistas, pero tratan de ilustrar una precaución a la hora de vivir la omnipotencia que a veces ostentamos. A menudo peleamos y tratamos de convencernos unos a otros de la prevalencia del mundo interno propio como modelo que el resto debería asumir en su interior para leer el inabarcable y ambiguo mundo exterior, y esa defensa se realiza con orgullo, como si estuviéramos hablando de ‘la verdad’. Otras veces no hacemos gala de ella en sociedad cual tertulianos inflamados, sino que la utilizamos secretamente hacia adentro, en forma de crítica voraz e irrefutable que nos transmite con voz alta y clara sin que nadie más lo oiga que ‘algo muy básico no está bien en nuestra forma de ser’. Y también aquí entre las paredes de la bóveda, nos creemos al ‘experto’ que llevamos en la cabeza, sin darnos cuenta de que nada que pensemos sobre el mundo social puede ser una verdad universal e irrefutable e ir más allá de un resumen estrecho de la parte del espectro vital al que estamos expuestos, o hemos estado expuestos en el pasado. El objeto de todo esto es ayudar a hacer algo difícil: desactivar el prefijo de la palabra: ‘omni’, todo. Es decir, recordar lo limitado de nuestra manera de procesar la información del mundo quizá nos permita flexibilizar esas críticas implacables que nos decimos como si fueran verdaderos dogmas y desmontar su ‘potencia’ sobre ‘todo’. El sufrimiento que nos regalamos tras tomarnos demasiado en serio en esas ocasiones, y la congelación de la asunción de riesgos y de la curiosidad, de la vitalidad al fin y al cabo, es la esencia del resultado de la omnipotencia crítica hacia nosotros mismos: la impotencia. Y en medio, entre el opresor y el oprimido internamente; el exigente y el exigido; el crítico y el criticado, una mente curiosa, que se cuestiona, que está dispuesta a crear más allá de las ‘certezas’, y que lee estas líneas asintiendo o negando, que busca y que trata de crearse. Y es que, entre la omnipotenia y la impotencia necesitamos crear otra identidad, una que adopte fórmulas que preserven su equidistancia, su observación, su duda. Sin duda no hay avance posible.