2022 UZT. 31 - 00:00h Historias que esperamos Igor Fernández Es imposible no hablar de uno mismo, de una misma. Prácticamente cualquier cosa que hacemos o decimos desvela un aspecto de nuestra intimidad, de nuestro mundo interno que creemos habitualmente adscrito a las relaciones más íntimas. Sin embargo, es imposible no expresarse. Con el mero hecho de estar presentes trasladamos al mundo que nos observa –y que interactúa– necesidades, anhelos, conflictos o estados de ánimo. Habitualmente no nos damos cuenta de que vamos llevando todo esto al encuentro con cualquier persona, como un carrito cargado de nuestra historia que arrastramos y compartimos. En función de la cercanía e intimidad que tengamos con las personas que nos vamos a encontrar en el día a día, desvelaremos más o menos, seremos más o menos explícitos al hacerlo o apelaremos más o menos a su intervención al respecto, pero pedimos participación en nuestras historias al mundo en la manera en la que interactuamos. Sería imposible salir cada día a la calle abiertos, abiertas, a lo que este tiene que ofrecer, simplemente como antenas que reciben todo lo que la vida, los otros, ‘emiten’. Sería inmanejable entonces la cantidad de estímulos en forma de las inacabables subjetividades que exigen de nosotros un posicionamiento muy concreto. Sería como si tuviéramos que convertirnos en una persona diferente para encajar en la mirada que cada persona tiene del mundo. Por esta razón nos contamos historias: para contener el mundo y su vastísimo torrente de información, para darle un sentido a esta y, por tanto, dejar fuera de nuestra percepción los estímulos que no quepan. ¿Quiere esto decir que creamos el mundo a nuestra imagen? Bueno, quizá un poco, no como un acto caprichoso u omnipotente sino más bien desde un esqeuma marcado por nuestra historia y nuestras relaciones más importantes a lo largo del tiempo. Y estas sí que ‘crean’ el mundo a través de los límites que ponen a dicha cantidad de información, para que nos quepa solo lo que entre por ese molde. En resumen, el mundo se termina convirtiendo en aquello que esperamos que suceda, tememos que suceda o deseamos que suceda. Y, en cierto modo, apelamos al mundo con el que nos encontramos día a día para que encaje y confirmar así que el mundo entero es lo mismo que aquellos que nos cabe a nosotros en particular. Así hablamos con vehemencia y rotunda totalidad de cómo funciona la economía global, la salud, la política o la mente de otros, intentando convencer y convencernos de que el relato que arrojamos al mundo como un molde, es la verdad, es objetivo. En términos más cotidianos sería algo así como preguntarle al mundo con el que nos encontramos, a los otros, ¿a que vas a hacer lo que espero que hagas? Por ejemplo, ¿a que me vas a responder de tal forma que no me pueda fiar de ti? O, ¿a que vas a pensar de mí que soy atractivo, o vago, o metódico…? ¿A que sí? En cierto modo, necesitamos prestar atención a lo que esperamos que suceda porque es la manera más fácil de hacer que eso se dé, o, más bien, de escoger los hechos o datos de la realidad que lo confirmen, e ‘invitar’ a que los otros reaccionen en esos términos que esperamos. Por ejemplo, si nos mostramos suspicaces, desconfiados, es la mejor forma para que otros nos miren con recelo al notar nuestra tensión, nuestra sutil distancia; lo cual, al verlo, nos haga confirmar que la gente no es de fiar. Y quizá también suceda con predicciones más positivas y nos encuentren más atractivos, atractivas, si estamos abiertos, abiertas a mostrar a los demás nuestra seguridad. En definitiva, lanzamos nuestras historias a los otros y nos relacionamos desde estas, creando fuera, en parte, el mundo que vemos en nuestros sueños y temores, a base de esperarlo, en un baile de subjetividades en el que solemos querer llevar el paso.