7K - zazpika astekaria
Museo de los mártires

Fetiches de la memoria libia

Cumplido un lustro desde el final de la guerra que puso fin al mandato de Gadafi, el Museo de los Mártires es un buen lugar para reflexionar sobre el pasado reciente del país y su futuro más inmediato.


Casi siempre está cerrado. Hay que perseverar y volver a la avenida Trípoli cada día, nunca antes de las cinco de la tarde, y probar suerte otra vez. Las posibilidades de que el nuevo intento se estrelle contra la persiana de la entrada son altas, pero siempre se puede mitigar la frustración entre el despliegue de trofeos y deshechos de guerra en el exterior. Allí se alinean granadas de mortero y tubos lanzacohetes; una ambulancia reventada, e incluso los restos de aquel yate en el que el depuesto líder intentó introducir un comando durante el asedio de Misrata. La icónica escultura del puño dorado estrujando un jet americano ocupa un lugar preferente, pero no se pierdan ese blindado soviético sobre el que descansa un spray. Hasta que se pueda firmar en el libro de visitas del museo, está permitido hacerlo sobre ese tanque.

Ocurre un día cualquiera, y sin mediar aviso ni explicación: la persiana sube, y las puertas se abren. No hay colas para entrar, ni tampoco se ve a nadie dentro. Pero hay vida en la recepción. Somos bienvenidos.

«Antes abríamos todos los días, pero ahora solo dos o tres veces por semana», explica Adel Swaisi, aunque la frecuencia de la que habla el veinteañero sea demasiado optimista. Es comprensible. Los 300 dinares –40 euros– que este estudiante de farmacia recibía por su labor hace meses que dejaron de llegar. Pero esto es mucho más que un trabajo que compagina con sus estudios, dice Swaisi.

«El museo abrió en abril de 2011, nada más ser liberada la ciudad. Todos estos que ve en las paredes son los rostros de los mártires. Hay más de 4.000», explica el chaval, refiriéndose a la miríada de retratos que cubren la estancia. El de su padre, muerto durante el asedio de dos meses sobre Misrata a manos de fuerzas gubernamentales, nos lo enseñará más tarde en el ala sur del recinto, pero muchos se tienen que conformar con ver a los suyos en una pantalla de plasma. No hay sitio para todos.

«Dios es el más grande», repite una letanía, mientras se proyectan, uno detrás de otro, los rostros de los que murieron cuando los tabiques estaban ya repletos. Están los de 2011, pero también los de 2014; una guerra apenas conocida fuera del país, pero que provocó una fractura en dos gobiernos y sendos parlamentos: uno en el este, en Tobruk, y otro en Trípoli, en el oeste. Un tercer Gobierno, reconocido por la ONU pero nunca refrendado por el pueblo libio, desembarcó en Trípoli en marzo de 2016. Las milicias de Misrata se convirtieron en ariete del mismo en la lucha contra el ISIS en su bastión de Sirte, y varios de los más de 700 muertos en la batalla son recordados hoy en el museo. En plasma, por supuesto. De hecho, la pick up en cuya trasera los yihadistas practicaban crucifixiones es la última adquisición en la exposición del exterior.

«Hay mártires de toda Libia, pero el 33% son de Misrata», esgrime Swaisi, perdiendo la mirada entre rostros que miran al infinito. Se trata de un dato imposible de cotejar por la falta de un censo oficial, pero el chaval los da por buenos porque, dice, Misrata es el lugar en el que las cosas funcionan mejor en toda Libia.

Tiene razón. Tras la guerra de 2011, la ciudad «mártir» se convirtió en ciudad-estado. La administración local es eficaz, y la seguridad incomparablemente mejor que en el resto del país gracias a una gran fuerza militar y, sobre todo, a un tejido social compacto. A diferencia de Trípoli o Bengasi, las dos principales ciudades libias donde las luchas entre milicias llegadas de todo el país son una recurrente moneda de cambio, aquí no hay enfrentamientos tribales. En Misrata todo el mundo es de Misrata.

Eso no impide que en las paredes también haya fotos de los caídos de Zawiya, Sabrata, Trípoli, Bengasi… hasta de la remota Sabha, en el sur del país. Llama la atención que, en el caso de las mujeres, se haya usado una fotografía tipo en la que el rostro aparece pixelado. «Es para evitar ofender a la familia», explica nuestro guía.

Multitud de armas de guerra. Desde una pequeña oficina tras una puerta también cubierta por retratos, Ramadán Dola, compañero de Swaisi en el museo, se afana en clasificar alfabéticamente las fichas que las familias rellenan para que la memoria de sus caídos sea honrada. «Es un trabajo ingente», dice este hombre de 63 años, antes de invitarnos a visitar una segunda sección del museo. Bajo una urna de cristal se pueden ver todo tipo de objetos que pertenecieron un día a Gadafi. Entre los regalos recibidos de manos de mandatarios africanos se pueden encontrar sables, rifles y vajilla, todos ellos con incrustaciones de oro. También están sus botas de invierno junto a aquel uniforme que encargó para el 40 aniversario de su llegada al poder; sombreros de piel o de fieltro… Es un despliegue que contrasta radicalmente con los grilletes encontrados en los calabozos en Misrata de la Mujabarat, la Policía secreta.

La exhibición de fetiches se complementa con los de los que se levantaron en armas contra el extemporáneo líder. «Conozco gente que utilizó rifles de los tiempos de los italianos», dice Dola, señalando a un par de ejemplares bajo la vitrina. Descansan junto a cócteles molotov hechos con botellas de Pepsi, y un curioso chaleco «antibalas» que alguien fabricó con los restos de una persiana de madera.

Sea como fuere, el fenómeno de las armas de fabricación casera se reduce hoy a una anécdota dentro de un expositorio. Desde 2011, las armas no han dejado de llegar a Libia a pesar del embargo de la ONU, oficialmente aún en vigor. El pasado setiembre, Martin Kobler, el enviado de la Naciones Unidas para Libia, recordaba en una comparecencia en Ginebra que, a día de hoy, circulan 26 millones de armas en un país de seis millones de habitantes, y en el que se calcula que hay cerca 2.000 facciones armadas en activo. Ciertamente, es rara la casa libia en la que no se cuenta con más de una pistola o rifle. Generalmente son cuatro o cinco.

Billetes fotocopiados. Quizás los objetos más sorprendentes de la exposición sean ese montón de billetes fotocopiados con los que Gadafi intentó comprar la lealtad de los suyos durante la guerra.

«Los encontrábamos a menudo en trincheras y barracones que abandonaban sus tropas», acota Dola.

«Tampoco es muy diferente hoy, ¿no es así?», interviene con ironía Ahmed Zubeidi, uno de los pocos visitantes de la tarde.

Si bien desde el exterior se ha apuntado a la presencia del Estado Islámico como uno de los problemas principales del país, es la depreciación de la moneda local y la falta de liquidez lo que más angustia hoy a los libios. El dinar libio iba a la par que el euro en 2011, pero hoy su valor se ha devaluado hasta ocho veces en el mercado negro, lo cual ha puesto al país al borde del colapso financiero. El «corralito» es la medida más inmediata.

«De mi sueldo de 800 dinares apenas recibo la mitad cada mes, y eso después de pasar la noche entera guardando la cola», lamenta Zubeidi, funcionario del Ministerio de Transporte desde hace veinte años. Ante la falta de liquidez, se ha optado por imprimir dinero, algo que ha disparado la inflación y que visibiliza aún más la fractura política de Libia. Trípoli importa dinares libios impresos en Gran Bretaña, mientras que Tobruk recurre a los que llegan desde Moscú. Los billetes son exactamente iguales, pero cambia la firma del director del banco en cada región. Así, los del este no se admiten en el oeste, y viceversa. Las montañas de Nafusa son el único lugar donde se aceptan ambos. El dinero «ruso» llega en avión a Zintán –bastión árabe alienado con Tobruk–, y de ahí se mezcla con el «inglés» en los bolsillos de los vecinos amazigh.

Curiosidades aparte, hablamos de un problema estructural más que coyuntural. Othman Bensasi, jefe de personal del Ministerio de Trabajo, explicaba a 7K que el 85% de los asalariados en Libia pertenece al sector público, pero que solo el 20% de ellos acude a su puesto de trabajo. De hecho, son legión los guías turísticos que siguen recibiendo un sueldo en un país en el que el turismo es un recuerdo de tiempos pretéritos. Eso sin mencionar a los 800 funcionarios del servicio de ferrocarril, a pesar de ser Libia el único país del Magreb que carece de línea férrea.

«Este sistema rentista era sostenible cuando exportábamos el 100% de nuestro gas y petróleo, pero hoy resulta insostenible por la caída del precio del barril y la disminución de la producción», explicaba Bensasi. La solución, decía el oficial, «pasa por reestructurar una administración que data de tiempos de Gadafi, pero para ello es imprescindible garantizar la seguridad».

Sentimiento de nostalgia. En una primera visita uno puede perderse algún objeto curioso, algún detalle, pero resulta imposible no reparar en un sofá de terciopelo verde rematado en dorado, justo en mitad de uno de los pasillos. Un cartel sobre su cabecera explica que fue encontrado en la residencia del antiguo mandatario en Misrata. Justo enfrente, un muñeco colgando de una soga pretende ser Saif al Islam, el hijo predilecto de Gadafi que habría cogido el timón del país de no haber estallado la guerra.

Durante los últimos cinco años, Libia ha vivido dos elecciones generales, un intento de golpe de Estado, la irrupción del Estado Islámico en su territorio y una infinidad de conflictos intertribales, e incluso interétnicos. Esta cadena de infortunios, unida al colapso económico, no hace sino alimentar la consigna de que «con Gadafi se vivía mejor».

A los seguidores de éste se les llama tahalib, «musgo» en lengua árabe. Deben su apodo al “Libro verde”, en el que el antiguo líder resumió su pensamiento político, así como al color de la bandera del país durante sus cuatro décadas en el poder. Uno de los episodios más recientes y significativos sobre un supuesto resurgimiento del «movimiento verde» fue el secuestro el pasado diciembre de un avión libio a manos de dos individuos. Tras entregarse a la Policía maltesa, explicaron que la acción buscaba dar visibilidad a un nuevo partido político que suscribe el ideario de Gadafi. Apenas unos días antes del secuestro, Fayez al Serraj, primer ministro del Ejecutivo respaldado por la ONU, era recibido en la sureña Ghat por un grupo que ondeaba la bandera verde. Era su forma de protestar por la visita de un mandatario que lucha desesperadamente por conseguir el respaldo del pueblo libio.

Mattia Toaldo, especialista en Libia del Consejo Europeo, ha identificado tres tipos entre los leales a Gadafi. Estarían los seguidores de Saif, capturado por las milicias de Zintan en 2011 y presuntamente liberado en julio del año pasado, aunque se desconoce su paradero, y ni siquiera si sigue vivo. Por otro lado, están aquellos que se acogieron a la ley de amnistía aprobada por el Parlamento de Tobruk, bajo cuyo paraguas se agruparon las tribus leales a Gadafi, y que cuenta con el respaldo de Arabia Saudí, Egipto y Rusia, entre otros. Por último, Toaldo detecta a los seguidores «más ortodoxos» de Gadafi entre antiguos miembros de su aparato militar, muchos de ellos exiliados en Túnez y Egipto desde 2011. A estos últimos se les suman activistas como el francés Franck Pucciarelli, quien se presenta a sí mismo como «portavoz del Consejo Supremo de la Tribus Libias».

Desde el Museo de los Mártires, Swaisi y Dola se resisten a creer en un supuesto retorno de los leales a Gadafi, pero ambos reconocen que el futuro del museo tampoco está garantizado. Dola dice que los fondos para sostenerlo han llegado siempre de manos privadas; de «libios que quieren mantener viva la llama de la revolución», pero que cada vez llega menos dinero.

«Estamos dispuestos a trabajar gratis pero, aun así, necesitamos dinero para mantener el lugar abierto», dice el más joven de los dos, justo antes de invitarnos a firmar en el libro de visitas y obsequiarnos con un souvenir en forma de DVD. Son casi tres horas de vídeo de los momentos más relevantes de la Guerra de 2011: desde las primeras manifestaciones en Bengasi al linchamiento de Muamar Gadafi, sin olvidar el brutal asedio de Misrata y la caída de Trípoli. Por supuesto, también están esas imágenes de gente abrazándose y saltando de alegría, celebrando el comienzo de una nueva era.